A continuación tienes la transcripción (revisada y algo modificada) de la traducción de la poesía atribuida a Gayo Cornelio Galo de la mano de don Germán Salinas (1847-1918); más información.

💡 Léase la introducción de Germán Salinas sobre el autor y la obra que se le atribuye.
Elegía
No importaba tanto expugnar a Seleucia, la capital de los Arsácidas, restituir a Jove vengador las enseñas de Roma, si la tristeza de Licoris, por causa de nuestra ausencia, la había de sepultar cerca de nueve meses en su dolor. Y no sufre tanto por su abandono como por el enojo de su madre; así la joven se siente oprimida por dos males a la vez. Ni la madre deja de tener razón, deseando que su lindísima hija alegre la casa paterna con numerosa prole. Mas ¿qué pensar de esa fautora de tercerías que trata de arrebatarme la mujer que adoro, le ofrece magníficos regalos ocultos en su seno y ensalza al mozo que se los envía por su índole noble…, por su blanco rostro que aún no sombrea la barba, por los rubios cabellos que en bucles descienden de su cabeza, y por su maestría en cantar y tañer la cítara? Después le pinta los horrores de la guerra y los tedios propios de la amante de un militar. No olvida traer a cuento mi cabeza ya blanqueada por la nieve de las canas… y que las heridas retardan mis pasos. Inventa cien patrañas, todas a cual más falsas: ¡oh, cómo temo que la felicidad de mi amada se la lleve el viento!
La mujer es versátil y mudable por naturaleza, y aún no está averiguado qué sabe más, si amar o aborrecer. Nunca se pone en el justo medio… y solo es constante en su ligereza. Minos, el hijo de Europa, era tan hermoso al deponer el arco como al ceñir con el yelmo sus cabellos. En el punto que la virgen de estirpe real le ve desde las murallas pelear, oye los consejos del amor que la incitan al crimen. El Amor es un dios muy poderoso que doma las leonas preñadas y cubre con su manto el horrendo crimen de Escila, y, a no velar el piadoso Júpiter sobre la Ciudad Eterna, hubiese sucumbido por la traición de una virgen. Así perezca el malvado que busca la ruina de los patrios muros del modo que pagó sus culpas aquella perversa que yace bajo el peso de los escudos; aún lleva su nombre la fortaleza desde donde truena Júpiter triunfador.
Mas ¿qué digo? ¡Insensato! Ni las flores purpúreas de la juventud, ni los preciosos regalos cautivarán a la luz de mi vida, ni la autoridad paterna ni los duros mandatos de su madre la mudarán; mi amor reina en su pecho inquebrantable como la roca opuesta a las olas fragorosas del Egeo permanece en su sitio desafiando por igual la rabia de los vientos y las tempestades. No de otro modo el fuego cobra poco a poco fuerzas para que luzca la llama más brillante en el hogar encendido. La esperanza fundada de mi regreso la conforta y alienta su seno con un secreto gozo. Me llama en la ausencia, suspira por mí solo y pasa días y noches pensando conmigo. También entrelaza hilos de plata a los del oro más puro, y borda el nuevo manto que he de llevar en la próxima campaña. En él traza, afanosa por complacerme, con su fina aguja las formas de los jóvenes guerreros y los combates que oyó referir; dibuja las ondas del Éufrates que corren con mayor mansedumbre, y las águilas triunfadoras que ven los manes de Craso conducidas por Ventidio, que bajo los auspicios de César Augusto restituye las enseñas conquistadas; parto, orgulloso hasta entonces y soberbio por la derrota de nuestro ejército, al fin se postra rendido al romano, su enemigo.
Mi retrato aparece como vencedor entre los primeros; lo exigen así la piedad y el cariño que me profesa. También se destaca su figura pálida, llorosa, con el rostro abatido y en actitud de llamarme. Edades dichosas aquellas en que el hierro aún no había visto la luz; todo era paz entonces y cada cual vivía contento con lo suyo. Llamábase rico el poseedor de un reducido campo; él mismo lo sembraba, y más tarde él mismo cocía sus legumbres. No había lugar a la envidia, aunque la heredad del vecino abundase en mieses, ganados y fértiles viñedos. El amor era libre; la mujer no se hacía sospechosa al marido, y pasaba por casta la que sabía negar en público sus debilidades. Entonces Venus… inspiraba dulcemente sus llamas, y Cupido vibraba en las selvas certeros dardos. Vida mía, ¿por qué no merecí nacer en tiempo tan venturoso? ¿Qué dios me prohibió gozar tanta felicidad?
¡Oh, días brillantes! ¡Oh, siglos afortunados! La edad de oro fue verdaderamente la del viejo Saturno. Ahora vivimos en la de hierro con el sangriento furor de las batallas; ahora reinan la crueldad y la matanza, y acaso mi sangre enrojezca las armas de un huésped, o mi hermano querido caiga al filo de mi espada. ¿Qué me importa la guerra? Batallen… los que buscan en el campo las riquezas o la gloria de reinar, nosotros sostengamos otras luchas con armas diferentes. Que el amor haga resonar el clarín y dé la señal de la acometida. Si no peleo con decisión desde el amanecer del sol hasta su ocaso, que Venus, colérica por mi flojedad, me arrebate las armas; pero, si mis votos se cumplen, si sostengo bien la lid, que mi prenda amada se rinda a mis deseos como premio de la victoria para estrecharla… a mi seno y cubrirla de besos, mientras los bríos no me abandonan, y puedo amar sin desdoro. Que el nardo y la rosa se mezclen al vino excitador de mi pujanza y los perfumes rocíen mi guirnalda y mi cabellera. Que no me avergüence de conciliar el sueño en el regazo de mi amada, y no incorporarme hasta el caer de la tarde.
Si alguno, libre del amor, se me ríe, ojalá se inflame de igual manera y aprenda lo que es amar en la vejez; sujeto a la servidumbre alabe en vano mi inclinación, y consumido por el mismo fuego, exclame: «Sabe lo que se hace». Créeme, no dilates para mañana tus goces. Mientras hablamos llega la noche y nos envuelven las sombras de la muerte.
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Sobre la muerte de Virgilio
Máximo César, la muerte que lloramos de Virgilio entristece nuestros alegres días. Prohibió que se leyesen, si tú lo consientes, sus libros donde brilla la gloria de Eneas exaltada por su musa.
Roma te suplica, y todo el universo junta a ella sus ruegos, que las llamas no destruyan ese monumento alzado a los ilustres héroes y abrasen nuevamente a Troya en más desolador incendio.
Dispón que se nos permitan leer los elogios de Italia y tus brillantes destinos, y que un heraldo mayor realce las empresas de su Eneas. Las órdenes del divino César pueden más que los decretos del hado.
A Lidia
Atribuida a Galo.
Lidia, hermosa joven que desafías en blancura a la leche, al lirio y a la rosa que mezcla la púrpura con la nieve, o al marfil pálido de la India: muéstranos, prenda, muéstranos tus rubios cabellos que deslumbran como el oro; muéstranos tu cuello alabastrino que se alza sobre tu ebúrnea espalda; muéstranos tus ojos fulgurantes como las estrellas, y las negras cejas que les sirven de marco; muéstranos, joven, tus rosadas mejillas teñidas con la púrpura de Tiro; acerca tus labios, tus labios de coral, y como una paloma dame dulcísimos besos. Tú me robas parte del ánimo enloquecido, y tus besos me penetran hasta el fondo del corazón.
¡Ah! ¿Por qué me bebes la caliente sangre? Oculta esos pechos, oculta esos rosados pezones que destilan la leche al oprimirlos mi mano. Tu seno esparce el olor del cinamomo, y de todo tu cuerpo brotan las delicias. Esconde los pezones del níveo pecho que me trastornan con su blancura y su morbidez. Cruel, ¿no ves cómo languidezco? ¿Así me abandonas ya medio muerto?
Fragmentos
I
Luz de mi vida, cuando te veo por la mañana, muera yo si no te encuentro más hermosa que el nuevo sol; si te me presentas por la noche —perdonadme, dioses—, me pareces el Héspero que surge de los mares de occidente.
II
A dos meretrices de Iliria, llamadas Gencia y Cloe, que seguían con su madre al ejército
Amor de vuestra madre, fuente de mis delicias, no disputéis entre vosotras como hermanas rivales sobre quién tiene el cutis más blanco o menos oscuro: disputad solo sobre cuál de las dos abrasa más a su amante, si la una con la lumbre de sus ojos o la otra con sus cabellos.
¿Por ventura, Gencia, tu rubia cabellera tomó del oro su color, o, al contrario, fue el oro el que lo prestó a tus rubios cabellos? El famélico Conón, por lisonja, colocó entre los astros la cabellera cortada de la cabeza de Berenice. Así, Gencia, la tuya una vez cortada se convierta en un astro que guíe las naves de Iliria con más seguridad que la Osa.
El pavón de Juno, al sacudir y formar el ruedo con la cola, deja ver sus cien ojos y piedras preciosas… Vuelve las miradas aquí o allá: verás correr en torno suyo mil antorchas.
III
A una doncella
Si sonríes, ¡oh, virginal criatura!, despides llamas de tus ojos, y no sé qué leve murmullo suena en tus labios. ¿Por qué no pronuncia tu boca la palabra que deseo oír?
IV
Con la corriente de un río divides dos comarcas.
Notas
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Elegía
Verso 1. Seleucen.— Se conocían con tal nombre varias ciudades de Asia fundadas por los reyes de Siria, sucesores de Seleuco; mas aquí el vate se refiere a la Seleucia de Babilonia sobre el Tigris, capital del imperio de los partos.
V. 30. Scylla.— Prendada Escila de la hermosura de Minos, que asediaba a Megara, arrancó y entregó a este, su dulce enemigo, los cabellos purpúreos que coronaban la cabeza de su padre Niso, de los cuales pendía la vida y la salud del reino.
V. 32. Virginis… dolo.— Tarpeya, la que dio su nombre a la roca del Capitolio, se dejó ganar por los collares y brazaletes de oro de los sabinos, a quienes abrió la puerta de la ciudadela, para que en recompensa de su traición la ahogasen bajo el peso de sus escudos.
V. 54. Duce Ventidio.— El pretor Ventidio en los días de Augusto vengó la derrota de Carras y restituyó a su patria las enseñas perdidas por Craso.
Sobre la muerte de Virgilio
V. 1. Maxime Caesar.— La muerte sorprendió a Virgilio sin dejar ultimada la revisión de su inmortal Eneida, que dispuso se entregase a las llamas, y el poeta se dirige a César Augusto, suplicándole no consienta que el fuego devore como a Troya el poema que canta las glorias de Roma. La edición de Venecia de 1480 es la primera que atribuye estos versos a Galo; pero Escalígero, aduciendo poderosas razones, niega rotundamente que le pertenezcan.
Sobre Lidia
V. 1. Lydia.— Tampoco la autenticidad de tan gracioso poemita descansa en fundamentos sólidos, pues acusa un autor de la decadencia más bien que un poeta del siglo de Augusto.
Fragmentos
I. Estos dos dísticos de sentido perfecto constituyen un lindísimo madrigal.
II. El título que las primeras ediciones pusieron a este fragmento creen algunos que es obra de mano posterior, fundándose en la prohibición impuesta a las mujeres de seguir los campamentos; pero hay motivos para suponer que no fue escrupulosamente observada, por los edictos que la recordaban a menudo a los caudillos de las expediciones militares.
V. 9. Esuriens Conon.— El gran astrónomo Conón puso entre las constelaciones celestes la cabellera de Berenice, que desde entonces rivalizó con la de Ariadna, y es de creer que no lo hiciese por el hambre, sino para calmar el dolor y el enojo de la reina, cuando supo que sus rubios cabellos habían desaparecido del templo de Venus Cefiritis.
III. También estos tres versos ofrecen un sentido perfecto y enuncian un pensamiento delicado.
IV. Este verso, que nos conservó Vibio Sequester y lo dio a conocer Barth en sus Adversaria, es el único que nos queda de los cuatro libros de elegías escritas por Cornelio Galo.
Introducción
La décima égloga de Virgilio dirigida a su entrañable amigo Galo nos lo presenta víctima de un amor mal correspondido por la joven Licoris, a quien dedicó cuatro libros de elegías, hasta el punto de verse obligado Apolo a reprenderle su debilidad y advertirle que la bella causadora de sus tormentos seguía a través de las nieves las marchas del ejército en que militaba su afortunado rival.
Perque nives alium, perque horrida castra secuta est.
Advertencia que no basta a tranquilizarle, porque un amor ciego y profundo jamás sucumbe al primer desengaño, como la robusta encina no se abate al primer golpe de la segur que ha de derribarla. Sus contemporáneos lo ponen al nivel de los elegíacos más excelsos, y Quintiliano lo compara con Tibulo, Propercio y Ovidio.
Los humanistas del Renacimiento lamentaban la pérdida de las obras de autor tan distinguido, y hubiéranse lanzado por descubrirlas a cualquier empeño; así se explica que la publicación de una escasa parte de su labor elegíaca se saludara como un fausto acontecimiento; pero la crítica, recelosa y desconfiada de su autenticidad, advirtió bien pronto en ella rasgos y expresiones que desdecían del eximio coetáneo de Virgilio, y poco a poco le ha ido despojando de las dudosas galas con que le vistieron los que ponían bajo la salvaguardia de su nombre los hallazgos de poesías por tantos siglos ignoradas. Posible es que entre todas no haya un solo verso que le pertenezca; más que la obra de una sola mano, denuncian tres diferentes autores, harto lejanos de los tiempos en que empuñaba la avena pastoril el cantor de Alexis y Melibeo; pero al fin corresponden a la literatura latina, se clasifican entre los poemas líricos y elegíacos, y bajo este aspecto reclaman formar parte de nuestra colección, ya que no les asignemos el lugar más señalado.
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Asinio Cornelio Galo, por sus servicios relevantes, captose la confianza de Augusto, que le honró con el cargo de prefecto de Egipto, y, caído luego en su desgracia, tuvo que darse la muerte. Así lo confirman Suetonio, Eusebio y Dion.
Los cuatro libros de elegías que compuso a su adorada Citeris o Licoris, según los testimonios de Donato y Servio, han perecido totalmente, y la única que se conserva y se le atribuye, junto con tres epigramas y el elogio de Lidia, fue publicada a principios del siglo XVI en Florencia por Aldo Manucio, quien, satisfecho del descubrimiento, no se harta de ponderar sus rasgos magníficos, pensamientos elevados y su estilo, que no languidece un instante y conforma a maravilla con el empleado por los escritores del siglo de oro.
Escalígero, menos crédulo, advirtió con sagacidad en la susodicha composición notas y señales que no convenían a la época del Galo virgiliano, y la rechazó por apócrifa; y Vernsdof, menos riguroso, adoptó un término medio entre ambas opuestas opiniones, afirmando que bien podría ser la obra de uno de tantos literatos que, faltos de numen creador, se entretenían en desenvolver y glosar los pensamientos de sus poetas favoritos, ejercicios muy frecuentes en los días de la decadencia, que revelaban el aprecio y veneración en que se tenían los nombres verdaderamente gloriosos. Con respecto a los epigramas, ni siquiera se han originado disputas sobre su autenticidad, que la opinión unánime de los doctos rechaza, y menos se admite la del elogio de Lidia, poesía retozona, cálida y sugestiva, cuyos versos revolotean en las alas del céfiro que impregna el perfume de los lirios y las rosas; su corte y manera acusan tiempos posteriores a los del desgraciado prefecto de Egipto. Si la uniformidad de tono que suele reinar en las producciones de un mismo autor se advirtiese en estas que examinamos, no tendríamos inconveniente en admitir con cierta reserva la suposición de Aldo Manucio; pero es tan distinto el de la última con respecto a la primera que entendemos deben adjudicarse a dos ingenios en nada parecidos. Acaso los libreros, por dar precio a la mercancía, los pusieron bajo el pabellón del insigne Galo, y Aldo Manucio, por acreditar su celo, diligencia y fortuna, incurrió en la candidez de admitir como artículo de fe la superchería que la crítica ha descubierto plenamente.
📚 Fuentes y aclaraciones
Esta traducción, de Germán Salinas (1847-1918), fue publicada en la Biblioteca clásica de Luis Navarro, concretamente en el tomo II de líricos y elegíacos latinos. Tanto los poemas atribuidos a Galo en latín como esta traducción de Germán Salinas se encuentran en dominio público porque ambos murieron hace más de 80 años.
Mi versión para AcademiaLatin.com está basada en una edición de 1914 que conseguí comprar de segunda mano. Más allá de transcribir, he modernizado algo la ortografía y la puntuación; también he tratado de aligerar los párrafos dividiendo los más largos cuando tenía sentido.
La imagen destacada es Virgilio leyendo la «Eneida» a la familia de Augusto, de Vincenzo Camuccini (1771-1844).
📝 Licencia
Esta transcripción la he hecho yo mismo para publicarla en AcademiaLatin.com. El texto original se encuentra en dominio público, por lo que lo lógico es que la mera transcripción esté en dominio público.
Sin embargo, además de la transcripción y publicación del texto en dominio público, hay también cierto trabajo de edición (corrección, modernización de ortografía y puntuación, etc.) por mi parte, por lo que, si no es molestia, agradecería que el material se usara con licencia Creative Commons BY: sin ninguna restricción, pero con atribución a AcademiaLatin.com y, si es posible, un enlace a la página de la que se ha tomado el texto.
Puntualización: las grabaciones (vídeos de YouTube, audios en Spotify, etc.) que yo pueda tener publicadas a partir del texto no son de dominio público, sino que las publico con una especie de licencia Creative Commons BY-NC-SA; en resumen: puedes embeberlos (insertarlos) en tu web/plataforma, pero no puedes descargarlos para resubirlos.
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«Poesía atribuida a Gayo Cornelio Galo» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com