Este es uno de los libros de las elegías de Tibulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

I
Llegaron las calendas del mes consagrado a Marte, protector de los romanos, día que daba principio al año para nuestros abuelos, y en que los presentes de deudos y amigos discurren con ostentación de acá para allá por todas las calles y casas de Roma.
Inspiradme, musas, los regalos que debo ofrecer a Neera: ya me sea fiel, ya me engañe, siempre he de quererla. Las hermosas se dejan cautivar por los versos; por el oro, las venales; Neera se congratula con los versos; le dedicaré, pues, los míos.
Envuélvase el libro, blanco como la nieve, en una cubierta color de azafrán, y antes la piedra pómez alise el vello de la superficie; a la cabeza de las tenues páginas vaya estampado en letras mi nombre, y píntense los extremos de sus dos frentes: con tales adornos conviene hermosear la obra que le dirijo. Vosotras, musas, que inspirasteis sus versos, por los laureles de Castalia y las fuentes del Helicón, os ruego que voléis a su casa y le entreguéis libro tan elegante como está, sin que pierda sus vivos colores, y obligadla a que declare si me ama cual yo la amo, o muchísimo menos, o si me ha desterrado por completo de su corazón.
Pero ante todo haced un saludo respetuoso a mi ninfa y decidle estas palabras con la mayor sumisión: «Casta Neera, el que fue tu amante y hoy es tu hermano te envía este regalo, te suplica que aceptes el modesto don y jura que te quiere más que a sus propias entrañas, ya seas su esposa, ya debas ser su hermana, aunque mejor su esposa: la esperanza de conquistar ese nombre solo se la arrancarán después de muerto las pálidas ondas de la Estigia».
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II
Tenía un férreo corazón el primero que arrebató su cara prenda al amante, y su amante a la doncella, y fue de condición bien dura el que pudo soportar tamaño dolor y vivir habiéndole sido arrebatada su esposa.
No tengo yo tanta fortaleza: mi temple no lo sobrellevaría en calma; la pena quebranta los corazones más fuertes. Ni me avergüenza decir la verdad ni confesar los tedios enojosos que amargan mi existencia. Así, cuando me vea transformado en leve sombra y mis negras cenizas cubran los pálidos huesos, la desolada Neera, con los largos cabellos en desorden, venga a llorar junto a mi pira, y su cara madre la acompañe en el duelo, lamentándose la una por el yerno, la otra por el esposo. Después saluden mis manes, evoquen mi alma en sus preces, laven en aguas puras sus piadosas manos, recojan en los pliegues del negro vestido mis blancos huesos, única parte que restará de mi cuerpo, y primero los rocíen con vino añejo, y luego derramen sobre ellos una leche tan blanca como la nieve. Por último, quiero que los enjuguen en telas de lienzo, que ya secos los coloquen en el sepulcro de mármol, y, con las lágrimas consagradas a mi memoria, espárzanse allí los perfumes que nos envían la rica Pancaya, el árabe oriental y la fértil Asiria.
Tales exequias deseo para mis despojos, y que indique la triste ocasión de mi muerte este epitafio cuyos versos se graben en la parte más visible de la tumba: «Aquí yace Lígdamo; la causa de su muerte fue el dolor y la desesperación de haber perdido a su esposa Neera».
III
¿Qué me sirve importunar al cielo con mis votos, Neera, y ofrecerle el piadoso incienso dirigiéndole interminables preces? No le pido habitar en palacios de mármol, cuya suntuosidad haga célebre mi nombre y me atraiga las miradas de la muchedumbre; ni que mis bueyes labren a miles las yugadas de tierra, que liberal me rinda luego magníficas cosechas; sino que me dejen dividir contigo los goces de una larga existencia, y, tras la vejez caduca, lanzar el último aliento reclinado en tu seno, cuando llegue el término fatal de mi carrera y tenga que pisar desnudo la barca del Leteo.
¿Qué me aprovecharía poseer el oro a montones, y mil parejas de bueyes que labrasen mis fértiles campos?; ¿qué, una mansión sustentada en columnas de Frigia, o en las de Ténaro y Caristo, con parques frondosos a imitación de los bosques sagrados, y que sus trabes estuviesen revestidas de oro, y su pavimento fuera de mármol? ¿En qué aumentarían mi felicidad las conchas que se cogen en las playas del Eritreo, la lana teñida por el múrice de Sidón y todas las fastuosidades que el pueblo admira y sirven de estímulo a la envidia? El vulgo ama estas cosas y se equivoca.
Las riquezas no alivian los cuidados ni las inquietudes del ánimo. La fortuna sujeta todo a sus instables leyes. Neera, contigo la pobreza me sería gratísima, y sin ti desprecio los dones opulentos de los reyes. Cuán fausto para mí el día que vuelvas a mis brazos; día tres o cuatro veces venturoso. ¡Ah!, si el dios enemigo cierra los oídos a los votos que le dirijo por la dulce vuelta de mi amada, entonces despreciaré la pompa del reinar, el oro que arrastra el Pactolo y cuantas riquezas atesoran las comarcas del orbe. Que otros las ambicionen: yo solo aspiro al pacífico goce del amor de mi esposa en el seno de la medianía. Favoréceme, hija de Saturno, y dígnate escuchar mis tímidos votos; y tú, diosa de Chipre, óyelos desde la concha que te conduce por los mares. Si el destino adverso, si las tristes hermanas que trabajan el vital estambre y profetizan lo futuro me niegan la reconciliación con Neera, que el dios sombrío del Orco, rico en perezosas ondas, me llame a las márgenes de sus ríos funestos y sus negras lagunas.
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«Libro III» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com