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El rey Midas

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

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Esta es la historia de Midas, uno de los principales cómicos trágicos de la mitología.

Érase una vez el reino de Frigia, que carecía de rey, y, en medio de una gran perplejidad, el pueblo pidió ayuda a un oráculo. La respuesta fue categórica:

—El primero que entre en vuestra ciudad montado en un carro será vuestro rey.

Aquel día, el campesino Gordias, su mujer y su hijo, que se dirigían a la plaza del mercado para vender los productos de su pequeña granja y de sus viñedos —aves, una o dos cabras y un par de pellejos llenos de vino fuerte de color rojo púrpura—, llegaron a la ciudad trotando lentamente en su pesado carro con ruedas de madera. Una multitud ansiosa esperaba su entrada, y un fuerte grito de bienvenida los saludó. Se les agrandaron los ojos y abrieron la boca de asombro cuando fueron aclamados como rey y reina y príncipe de Frigia.

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En efecto, los dioses habían concedido a Gordias, el campesino de baja cuna, un don sorprendente, pero él mostró su gratitud dedicando su carro a la deidad del oráculo y atándolo en su lugar con el nudo más intrincado que su sencilla sabiduría conocía, echado tan fuerte como sus musculosos brazos y sus fuertes y ásperas manos podían echar. Y nadie pudo desatar el famoso nudo gordiano y convertirse así, como prometía el oráculo, en señor de toda Asia, hasta que pasaron los siglos y Alejandro Magno llegó a Frigia y cortó el nudo con su espada vencedora.

Con el tiempo, Midas, el hijo de Gordias, heredó el trono y la corona de Frigia. Como muchos otros no nacidos ni criados para la púrpura, le pesaban los honores. Desde el día en que el carro de su padre había entrado en la ciudad entre las aclamaciones del pueblo, había aprendido el valor del poder y, por lo tanto, desde su infancia, el poder, cada vez más poder, era lo que codiciaba. También su padre campesino le había enseñado que el oro podía comprar poder, y así Midas anhelaba siempre más oro que pudiera comprarle un lugar en el mundo que ningún descendiente de una larga raza de reyes pudiera disputar. Y desde el Olimpo los dioses miraron hacia abajo y sonrieron, y prometieron que Midas tendría la oportunidad de hacer realidad el deseo de su corazón.

Así pues, un día en que él y su corte estaban sentados en el solemne ceremonial que Midas requería, entró en medio de ellos, balanceándose de puntillas sobre el lomo de un viejo y manso asno gris, coronado de hiedra, jovial y bufonesco, el sátiro Sileno, ayo del joven dios Baco.

Con toda la deferencia debida al amigo de un dios, Midas atendió a este viejo pedagogo de mala reputación y, durante diez días y diez noches, lo agasajó como a un rey. Al undécimo día, Baco acudió en busca de su preceptor y, profundamente agradecido, pidió a Midas que le pidiera lo que quisiera, porque había honrado a Sileno cuando estaba en su mano deshonrarlo.

Midas no se lo pensó ni un momento.

—Quiero oro —se apresuró a decir—, mucho oro. Me gustaría tener ese toque por el cual todas las cosas comunes y sin valor se convierten en pilas de oro.

Y Baco, sabiendo que hablaba el hijo de campesinos que muchas veces se habían ido a la cama sin comer después de un día de fatigoso esfuerzo en las rocosas tierras altas de Frigia, miró algo triste el ansioso rostro de Midas y respondió:

—Como desees. Te concedo el toque de oro.

Entonces Baco y Sileno se marcharon, con una turba de juerguistas cantarines unos pasos por detrás, y Midas no tardó en poner a prueba las palabras de Baco.

Cerca de donde él estaba crecía un olivo, del que cogió una ramita adornada con hojas del gris más suave, y he aquí que, al sostenerla, se hizo pesada y brilló como un trozo de su corona. Se inclinó para tocar la verde hierba sobre la que crecían unas violetas fragantes, y la hierba se convirtió en un paño de oro, y las violetas perdieron su fragancia y se convirtieron en cosas duras, sólidas y doradas. Tocó una manzana cuya piel se sonrosaba al sol, y al instante se volvió como la fruta dorada del Jardín de las Hespérides. Los pilares de piedra de su palacio, de rozarlos al entrar, resplandecían como el cielo al atardecer. Los dioses no le habían engañado. Midas tenía el toque de oro. Alegremente entró en el palacio y ordenó que se preparara un banquete digno de una ocasión tan magnífica.

Pero cuando Midas, con el sano apetito del campesino de nacimiento, se dispuso a comer gran parte de la sabrosa comida que prepararon sus cocineros, descubrió que sus dientes solo tocaban el cabrito asado para convertirlo en un bloque de oro, que el ajo perdía su sabor y se volvía arenoso al masticarlo, que el arroz se convertía en granos de oro, y la leche cuajada se convertía en una dote digna de una princesa, por completo incompatible para la digestión del hombre. Desconcertado y desdichado, Midas agarró su copa de vino, pero el vino tinto se había fundido con la vasija de oro que lo contenía; tampoco pudo saciar su sed, pues incluso el agua límpida de la fuente era oro derretido cuando tocaba sus labios resecos. Solo por unos pocos días Midas pudo soportar la aflicción de su riqueza. Ya no tenía nada por lo que vivir. Podía comprar toda la tierra si quisiera, pero hasta los niños rehuían aterrorizados su contacto, y hambriento y sediento y enfermo del corazón arrastraba fatigosamente sus pesadas vestiduras de oro. Sabía muy bien que el oro era poder, pero ¿de qué valía el oro si se moría de hambre? El oro no podía comprarle la vida, la salud y la felicidad.

Desesperado, clamó al dios que le había dado el don que odiaba.

—¡Sálvame, Baco! —dijo—. Soy un insensato, y la locura de mi deseo ha sido mi perdición. Quítame el maldito toque de oro, y te serviré bien y fielmente para siempre.

Entonces Baco, muy compadecido de él, dijo a Midas que fuera a Sardes, la principal ciudad de sus adoradores, y que rastreara hasta su nacimiento el río sobre el que estaba construida. Y en ese arroyo, cuando lo encontrara, debía hundir la cabeza, y así quedaría, para siempre, libre del toque de oro.

Fue un largo viaje el que emprendió Midas, y cansado y hambriento estaba cuando por fin llegó al manantial donde nacía el río Pactolo. Se arrastró hacia él y tímidamente sumergió la cabeza y los hombros. Casi esperaba sentir la áspera arenilla del agua dorada, pero en su lugar sintió la alegría que había conocido de campesino cuando se lavaba la cara y bebía en un manantial fresco al terminar su jornada de trabajo. Y cuando levantó la cara del estanque, supo que su odioso poder había desaparecido, pero bajo el agua vio granos de oro brillando en la arena, y desde entonces el río Pactolo fue famoso por su oro.

Una lección había aprendido el rey campesino pagando con sufrimiento un error, pero aún le esperaban más sufrimientos al trágico cómico.

Ya no deseaba riquezas de oro, ni siquiera poder. Deseaba llevar una vida sencilla y escuchar los cantos de Pan junto con los cabreros en las montañas o las criaturas salvajes en los bosques. Un día asistió a una competición entre Pan y el mismísimo Apolo. Era un día de júbilo para ninfas, faunos y dríades, y todos los que vivían en las soledades de Frigia acudieron a escuchar la música del dios que los gobernaba. Una noche, mientras Pan estaba sentado a la sombra de un bosque y gorjeaba sobre sus juncos hasta que las mismas sombras bailaban, y el agua del arroyo junto al que estaba sentado saltaba por encima de las piedras musgosas que atravesaba, y reía en voz alta en su regocijo, el dios se había gloriado tanto de su propio poder que gritó:

—¿Quién habla de Apolo y su lira? Puede que a algunos dioses les guste su música, y tal vez a uno o dos hombres sin alma. Pero mi música llega al corazón mismo de la tierra. Conmueve con éxtasis la savia misma de los árboles, y despierta a la vida y a la alegría el alma más íntima de todas las cosas mortales.

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Apolo oyó su jactancia, y la oyó furioso.

—¡Oh, tú, cuya alma es la de la tierra sin labrar! —le dijo—. ¿Pondrías tu música, que es como el viento en los juncos, al lado de mi música, que es como la música de las esferas?

Y Pan, chapoteando con sus patas de cabra entre los nenúfares del arroyo en cuya orilla estaba sentado, rio a carcajadas y gritó:

—¡Sí, la pondría, Apolo! De buena gana te retaría: tú con tu lira de oro, yo con mis cañas del río.

Así fue como Apolo y Pan enfrentaron sus músicas, y el rey Midas fue uno de los jueces.

En primer lugar, Pan tomó sus frágiles cañas, y, mientras tocaba, las hojas de los árboles se estremecieron, y los lirios dormidos levantaron la cabeza, y los pájaros cesaron su canto para escuchar y luego volaron directamente junto a sus parejas. Y toda la belleza del mundo se hizo más hermosa, y todo su terror se hizo aún más sombrío, y Pan siguió tocando la flauta, y rio al ver a las ninfas y a los faunos primero bailar de alegría y luego temblar de miedo, y a los capullos florecer, y a los ciervos bramar en su señorío de las colinas. Cuando cesó, fue como si una cuerda fuertemente tensada se hubiera roto, y toda la tierra quedó sin aliento y muda. Y Pan se volvió orgulloso hacia el dios de cabellos dorados que le había escuchado mientras hablaba a través de los corazones de los juncos a los corazones de los hombres.

—¿Puedes, pues, tocar música como la mía, Apolo? —dijo.

Entonces Apolo, con su túnica púrpura que apenas ocultaba la perfección de sus miembros y una corona de laurel sobre sus amarillos rizos, miró a Pan desde su altura divina y sonrió en silencio. Por un momento su mano pulsó silenciosamente las cuerdas doradas de su lira, y luego las yemas de sus dedos las tocaron suavemente. Y todas las criaturas que tenían alma sintieron que esa alma tenía alas, y que las alas las llevaban directamente al Olimpo. Lejos de todas las criaturas terrestres volaron, y habitaron en magnífica serenidad entre los inmortales. Ya no había luchas ni desavenencias. Ya no había guerras encarnizadas entre lo real y lo desconocido. Los verdes campos y los espesos bosques se habían desvanecido en la nada, y sus criaturas, y las bellas ninfas y dríades, y los faunos salvajes y los centauros ya no anhelaban ni luchaban, y el hombre había dejado de desear lo imposible. La naturaleza palpitante y la vida apasionada se desvanecieron en el polvo ante la melodía que Apolo invocó, y cuando sus cuerdas dejaron de vibrar y solo quedó el débil eco recordado de su música, fue como si la tierra hubiera desaparecido y todas las cosas volvieran a ser nuevas.

Durante varios segundos todo fue silencio.

Entonces, en voz baja, Apolo preguntó:

—Vosotros que escucháis, ¿quién es el vencedor?

Y la tierra, el mar, el cielo y todas las criaturas de la tierra, del cielo y de las profundidades respondieron al unísono:

—La victoria es tuya, divino Apolo.

Sin embargo, hubo una voz discrepante.

Midas, muy desconcertado, sin comprender en absoluto, se sintió aliviado cuando cesó la música de Apolo.

—Ojalá Pan volviera a tocar —murmuró para sí mismo—. Deseo vivir, y la música de Pan me da vida. Amo las lanosas yemas de las viñas y las fragantes hojas de los pinos, y el aroma de las violetas en primavera. Me gusta el olor de la tierra recién labrada, el aliento de las vacas que han pastado en los prados de perejil silvestre y de asfódelos. Quiero beber vino tinto y comer y amar y luchar y trabajar y estar alegre y triste, feroz y fuerte, y muy cansado, y dormir el sueño muerto de los hombres que viven como los débiles mortales.

Por eso, alzó la voz y gritó muy fuerte:

—La música de Pan es más dulce y más verdadera y más grande que la música de Apolo. Pan es el vencedor, y yo, el rey Midas, le doy la corona de vencedor.

Con inefable desprecio, el dios sol se volvió hacia Midas, con su rostro de campesino transfigurado por su orgullosa decisión. Por un momento lo contempló en silencio, y su mirada podría haber convertido un rayo de sol en un carámbano.

Entonces, habló:

—Los oídos de un asno han oído mi música —dijo—. A partir de ahora, Midas tendrá orejas de asno.

Y cuando Midas, aterrorizado, se llevó las manos a su pelo negro, encontró que crecían a través de él las largas y puntiagudas orejas de un asno. Tal vez lo que más le dolió, mientras huía, fue el grito de júbilo que salió de Pan. Y faunos, ninfas y sátiros se hicieron eco de ese grito con la mayor alegría.

De buena gana se habría escondido en el bosque, pero allí no encontró escondite. Los árboles, los arbustos y las flores parecían sacudirse en cruel burla. Volvió a su corte y mandó llamar al peluquero de la corte, para sobornarlo y que ideara una cobertura para esos largos, puntiagudos y peludos símbolos de su insensatez. De buena gana aceptó el peluquero muchos óbolos, muchos regalos de oro, y toda Frigia se maravillaba y copiaba el extraño tocado del rey.

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Pero a pesar de que mucho oro había comprado su silencio, el peluquero de la corte no estaba tranquilo en su corazón. Todo el día y toda la noche estaba atormentado por su pesado secreto. Y entonces, al fin, el silencio fue para él una tortura demasiado grande para soportarla; buscó un lugar solitario, cavó allí un hoyo profundo y, arrodillándose junto a él, susurró suavemente a la tierra húmeda:

—El rey Midas tiene orejas de asno.

Aliviado en gran manera, se apresuró a volver a casa, y estuvo bien contento hasta que, en el lugar donde yacía enterrado su secreto, crecieron juncos. Y cuando el viento soplaba a través de ellos, los juncos susurraban para que los oyeran todos los que pasaban: «¡El rey Midas tiene orejas de asno! ¡El rey Midas tiene orejas de asno». Quienes escuchan con mucha atención lo que susurran los juncos verdes en los lugares pantanosos cuando el viento pasa a través de ellos pueden oír lo mismo hasta el día de hoy. Y quienes escuchan el susurro de los juncos pueden, tal vez, pensar con lástima en Midas, el trágico cómico de la mitología.

«El rey Midas» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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