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La muerte de Bálder

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Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.

Entre los dioses de Grecia encontramos dioses y diosas que realizan actos indignos, pero ninguno que desempeñe el papel permanente de malo de la película. En la mitología de los nórdicos tenemos un dios totalmente traicionero y malvado, siempre el villano, astuto, malicioso, vengativo y cruel: el dios Loki. Y como su enemigo y víctima tenemos a Bálder, el mejor de todos los dioses, el más bello y el más amado. Bálder era el Galahad de la corte del rey Odín, su padre.

Mi fuerza es la fuerza de diez
porque mi corazón es puro.

No había nada impuro en su morada; nadie podía impugnar su valor, y aun así siempre aconsejaba la paz, siempre era gentil e infinitamente sabio, y su belleza era como la de la más blanca de todas las flores de la Tierra del Norte, llamada en su honor Baldersbrá. El dios de los nórdicos era esencialmente un dios de las batallas, y grandes autoridades nos dicen que Bálder era originalmente un héroe que luchaba en la tierra y que, con el tiempo, llegó a ser deificado. Aunque así fuera, es bueno pensar que una raza de guerreros pudiera adorar a alguien cuyas principales cualidades eran la sabiduría, la pureza y el amor.

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En perfecta felicidad, cariñoso y amado, Bálder vivía en Ásgard con su esposa Nanna, hasta una noche en que su descanso fue asaltado por horribles sueños de mal agüero. Por la mañana contó a los dioses que había soñado que la Muerte, algo hasta entonces desconocido en Ásgard, había llegado y le había arrebatado cruelmente la vida. Los dioses debatieron solemnemente cómo se podría evitar aquel mal suceso, y Freya, su madre, con el temor por su amado hijo pesando sobre su corazón, se encargó de hacer jurar al fuego y al agua, al hierro y todos los demás metales, los árboles y arbustos, las aves, las bestias y los reptiles que no harían daño a Bálder. Con ansiosa prisa fue de un lugar a otro, y no dejó de exigir el juramento a nada en toda la naturaleza, animado o inanimado, salvo a uno solo.

Una ramita de muérdago, tierna y hermosa, crecía en lo alto del campo, y era tan pequeña, con sus delicadas hojas verdes y sus blancas bayas enceradas, cobijada bajo el fuerte brazo de un gran roble, que la diosa la dejó de lado. Con toda seguridad, Bálder el Hermoso no recibiría ningún disgusto de una criatura tan insignificante, y Freya regresó a Ásgard muy satisfecha con su misión.

Entonces sí que hubo alegría y risas entre los dioses, pues cada uno intentó matar a Bálder, pero ni la espada ni la piedra, ni el martillo ni el hacha de guerra pudieron hacerle daño.

Solo Odín permaneció insatisfecho. Montado en su corcel gris de ocho patas, Sleipnir, galopó apresuradamente para consultar a la profetisa gigante Angrbotha, que había muerto y debía ser seguida hasta Niflheim, el gélido inframundo que se encuentra muy al norte del mundo de los hombres, y donde nunca llega el sol. Hel, la hija de Loki y de Angrbotha, era reina de este oscuro dominio.

Allí, en un lugar amargamente frío, recibía las almas de todos los que morían de enfermedad o vejez; el sufrimiento era su cama; el hambre, su plato; la inanición, su cuchillo. Sus muros eran altos y fuertes, y sus cerrojos y barrotes, enormes; medio azul era su piel, y medio del color de la carne humana. Una diosa fácil de reconocer, y en todo muy severa y sombría.

En su reino no se recibía ningún alma que hubiera fallecido en una batalla gloriosa, ni ninguna que hubiera luchado hasta el final de su vida en un combate feroz contra las olas furiosas del mar. Solo los que morían sin gloria eran sus huéspedes.

Cuando llegó al reino de Hel, Odín descubrió que se estaba preparando un banquete, y que los divanes estaban cubiertos de ricos tapices y oro, como para un invitado de honor. Durante muchos años, Angrbotha había descansado allí en paz, y solo la despertó Odín cuando entonó un conjuro mágico y trazó las runas que tienen el poder de resucitar a los muertos. Cuando ella se levantó, terrible y furiosa, de su tumba, él no le dijo que era el poderoso padre de dioses y hombres. Solo le preguntó para quién estaba preparado el gran festín, y por qué Hel desplegaba sus divanes tan magníficamente. Y al padre de Bálder le fue revelado el secreto del futuro: que Bálder era el invitado esperado, y que por su hermano ciego Hódur su alma iba a precipitarse a las Sombras.

—Entonces, ¿quién lo vengará? —preguntó el padre, con gran ira en su corazón.

La profetisa respondió que su muerte debería ser vengada por Vali, su hermano menor, que no debería lavarse las manos ni peinarse hasta haber llevado al asesino de Bálder a la pira funeraria. Pero Odín quería respuesta a una pregunta más:

—¿Quién se negaría a llorar la muerte de Bálder?

Entonces la profetisa, sabiendo que su interlocutor no podía ser otro que Odín, pues ningún mortal podía conocer tanto del futuro, se negó a pronunciar una palabra más y volvió al silencio de su tumba. Y Odín se vio obligado a montar su corcel y regresar a su tierra de calor y placer.

A su regreso descubrió que todo estaba en orden respecto a Bálder. Así, trató de calmar su ansioso corazón y olvidar el festín en las frías regiones de Niflheim, preparado para el hijo que era para él el más querido, y de reírse con aquellos que trataban en vano de causar la ruina a Bálder.

Solo uno entre los que contemplaban aquellos acontecimientos y se regocijaban, mientras aquel a quien amaban se erguía como un gran acantilado contra el que las olas devoradoras del feroz mar del Norte batían y espumaban y se estrellaban en vano, albergaba malicia en su corazón al contemplar la maravilla. En el malvado corazón de Loki surgió el deseo de derrocar al dios amado por todos los dioses y por todos los hombres. Lo odiaba porque era puro, y la mente de Loki era como un arroyo en el que se vierte toda la inmundicia del planeta. Lo odiaba porque Bálder era la verdad y la lealtad, y él, Loki, era la traición y el deshonor. Lo odiaba porque Loki nunca tuvo un pensamiento que no estuviera lleno de mezquindad, avaricia, crueldad y vicio, y Bálder era, desde luego, alguien sin pecado y sin reproche.

Así pues, Loki, adoptando la forma de una mujer, se dirigió a Fensalir, el palacio, todo plata y oro, donde moraba Freya, la madre de Bálder.

La diosa estaba sentada, en feliz majestad, haciendo girar las nubes, y cuando Loki, con la apariencia de una gentil anciana, pasó por donde ella estaba sentada, y entonces se detuvo y preguntó, como asombrada, qué eran los gritos de júbilo que oía, la sonriente diosa respondió:

—Todas las cosas de la tierra me han jurado no herir jamás a Bálder, y todos los dioses usan sus armas contra él en vano. Bálder está a salvo para siempre.

—¿Todas las cosas? —preguntó Loki.

—Todas las cosas menos el muérdago —respondió Freya—. No puede hacerle daño una cosa tan débil que solo vive de las vidas de otros.

Entonces el corazón despiadado de Loki se llenó de alegría. Rápidamente fue a donde crecía el muérdago, cortó una delgada rama verde, le dio forma de punta y buscó al dios ciego Hódur.

Hódur se hizo a un lado, mientras los otros dioses seguían alegremente su deporte.

—¿Por qué no disparas a Bálder con un arma que no puede herirle y te unes así a la juerga? —preguntó Loki.

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Y Hódur respondió tristemente:

—Bien sabes tú que la oscuridad es mi sino, y que no tengo nada con que disparar a mi hermano.

Entonces Loki le puso en la mano la ramita de muérdago y lo ayudó a apuntar, y certero Hódur lanzó el proyectil. Esperó, entonces, la risa alegre que seguía siempre al ataque de aquellos contra el que nadie podía hacer daño. Pero un grito fuerte y terrible golpeó sus oídos: «¡Bálder el Hermoso ha muerto! ¡Ha muerto!».

En el suelo yacía Bálder, una flor blanca cortada por la guadaña del segador. Y por todo el reino de los dioses, y por toda la tierra de los hombres del Norte se alzó un grito de amargo lamento.

«Esa fue la mayor aflicción jamás acaecida a los dioses y a los hombres», dice la historia.

El sonido del terrible lamento en lugar de la risa llevó a Freya a donde en el suelo yacía muerto Bálder, y a su alrededor había espadas, hachas, dardos y lanzas esparcidos por doquier, que todos los dioses habían arrojado con ligereza a Bálder, a quien ningún arma atravesó ni hirió; pero en su pecho estaba clavada la rama fatal del muérdago.

Cuando vio lo que le había ocurrido, el de Freya fue un dolor que se negaba a ser consolado, pero cuando los dioses, abrumados por la pena, no supieron qué hacer, rápidamente ordenó que uno de ellos cabalgara a Niflheim y ofreciera a Hel un rescate si permitía que Bálder regresara a Ásgard.

Hermóder el Ágil, otro de los hijos de Odín, emprendió la misión y, montado en el corcel de ocho patas de su padre, llegó rápidamente a los helados dominios de Hel.

Allí encontró a Bálder, sentado en el asiento más noble de los que festejan, reinante entre la gente del inframundo. Con ardientes palabras Hermóder suplicó a Hel que permitiera a Bálder regresar al mundo de los dioses y al mundo de los hombres, por ambos tan queridos.

—Si Bálder era tan querido y amado, ¡muéstrame por todo el mundo los signos del dolor! Con que haya una sola cosa que no se lamente, aquí se quedará Bálder. Todo lo que vive y se mueve sobre la tierra ha de llorarle, y también lo que no tiene vida debe lamentarse: que lo lloren dioses, hombres, bestias, plantas y piedras. De esta forma sabré que era ciertamente amado, y entonces doblegaré mi corazón y lo dejaré volver al cielo.

—¡Todas las cosas llorarán por Bálder! —respondió Hermóder con alegría.

Rápidamente emprendió su peligroso viaje de regreso, y enseguida, cuando los dioses se enteraron de lo que Hel había dicho, se enviaron mensajeros por toda la tierra para rogar a todas las cosas, vivas y muertas, que lloraran por Bálder, y tan querido era el hermoso dios por toda la naturaleza que los mensajeros dejaban tras de sí en todas partes un rastro de las lágrimas que hacían derramar.

Mientras tanto, en Ásgard se hacían los preparativos para la pira de Bálder. Los dioses cortaron los pinos más altos del bosque y los apilaron en una imponente pira sobre la cubierta de su gran barco Ringhorn, el más grande del mundo.

Llevaron el cuerpo a la orilla del mar y lo depositaron en la pira, rodeado de ricos regalos, y cubrieron los troncos de pino de los bosques del Norte que formaban la pira con hermosos tapices y fragantes flores. Y cuando lo hubieron depositado allí, con todo amor y delicadeza, y su bella y joven esposa, Nanna, hubo contemplado su bello rostro inmóvil, la tristeza golpeó su corazón de tal modo que se rompió, y cayó muerta. Con ternura la pusieron a su lado, y junto a él depositaron también los cuerpos de su caballo y de sus perros, a los que mataron para que acompañaran a su amo en la tierra a la que se había marchado su alma; y alrededor de la pira entrelazaron espinas, el emblema del sueño.

Sin embargo, incluso entonces esperaban su pronto regreso, radiante y contento de volver a casa, a una tierra de felicidad iluminada por el sol. Y cuando vieron acercarse a los mensajeros que debían traer la noticia de su libertad, se agolparon ansiosos para oír las alegres palabras: «¡Todas las criaturas lloran, y Bálder volverá!».

Pero con ellas no traían esperanza, sino desesperación. Todas las cosas, vivas y muertas, habían llorado, excepto una sola. Una giganta sentada en una oscura cueva se había reído de ellos. Con diabólica alegría se burló:

—Ni en la vida ni en la muerte me dio él alegría alguna. Que Hel se quede con su presa.

Entonces todos supieron que por segunda vez Bálder había sido traicionado, y que la giganta no era otra que Loki, y Loki, dándose cuenta de la feroz ira de Odín y de los demás dioses, huyó ante ellos, pero no pudo escapar de su perdición. Indecible fue el dolor de los dioses y el de los hombres cuando supieron que en el frío reino de los muertos sin gloria debía permanecer Bálder hasta que hubiera llegado el crepúsculo de los dioses, hasta que las cosas viejas hubieran pasado y todas se hubieran hecho nuevas.

No solo los dioses, sino también los gigantes de la tormenta y el hielo, y los elfos del hielo acudieron a contemplar lo último de aquel a quien amaban. Entonces se prendió fuego a la pira y se botó el gran navío, que se deslizó mar adentro con las velas en llamas.

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Sin embargo, antes de separarse de su hijo muerto, Odín se inclinó sobre él y le susurró una palabra al oído. Y hay quienes dicen que mientras los dioses, con infinita tristeza, permanecían en la playa mirando al mar, cayó la oscuridad, y solo un rastro de fuego en las olas mostraba adónde había ido aquel cuya muerte había despojado a Ásgard y a la tierra de su cosa más hermosa; pesados como el peso de la mano sin remordimientos de la fría Muerte habrían sido sus corazones, de no ser por el conocimiento de aquella palabra. Sabían que con la muerte de Bálder había comenzado el crepúsculo de los dioses, y que a través de muchas luchas e infinitos sufrimientos a lo largo de los siglos debía llevarse a cabo la obra de su purificación y consagración. Pero cuando todos estuvieran preparados para recibirlo, y la paz y la felicidad volvieran a reinar en la tierra y en el cielo, Bálder regresaría. Porque la palabra era resurrección.

«La muerte de Bálder» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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