Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.
Jasón, siendo por derecho el príncipe de Yolcos, en la tierra de Tesalia, regresó a su reino. Pero Pelias, que hacía ya muchos años que lo había tomado para sí, le habló con buenos términos y le persuadió de que debía emprender alguna aventura y encontrar gloria y renombre para sí mismo y solo entonces regresar; y él juró que entonces renunciaría pacíficamente al reino.
En la tierra de Cólquide, que está al este del mar que los hombres llamaban mar Hospitalario, se guardaba un gran tesoro: el vellón de un gran carnero que había sido sacrificado allí en tiempos pasados. Este carnero era un animal maravilloso, pues había volado a través de los aires hasta Cólquide desde la tierra de Grecia, y su vellón era de oro puro. Así pues, Jasón reunió a muchos hombres valientes, hijos de dioses y héroes, como Heracles, el hijo de Zeus, y Cástor y Pólux, los hermanos gemelos, y Calais y Zeto, que eran hijos del viento del norte, y Orfeo, que era el músico más dulce de entre todos los habitantes de la tierra. Y construyeron una nave, a la que llamaron Argo, y se hicieron a la mar para llevarse el vellocino de oro a la tierra de Grecia, a la que pertenecía por derecho.
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Cuando Jasón y sus compañeros llegaron a Cólquide, pidieron el vellocino al rey del país. Este les dijo que se lo daría, solo que antes Jasón debía uncir a unos toros que echaban fuego por la nariz y matar a un gran dragón. Pero la princesa Medea vio a Jasón y se enamoró de él, por lo que se propuso en su corazón ayudarlo. Y siendo una gran hechicera y conociendo todo tipo de hechizos y encantamientos, le dio un ungüento que hacía que el que se ungiera con él no sufriera ningún daño en la batalla con hombres o bestias. Pero antes Jasón le había prometido, haciéndole un gran juramento, que la tomaría por esposa, y que la llevaría consigo a la tierra de Grecia, y que le sería fiel hasta el fin de su vida.
Así pues, cuando él y sus compañeros hubieron uncido a los toros, matado al dragón y tomado el vellocino, se llevaron a Medea con ellos en el barco y partieron. Pero cuando Jasón llegó a la tierra de Yolcos, Pelias no quiso cumplir su promesa de que le entregaría el reino. Entonces Medea ideó un plan contra él: tomó un carnero viejo, lo cortó en pedazos, hirvió su carne en agua, puso hierbas en el caldero y pronunció diversos encantamientos, y… ¡sorprendentemente el animal salió joven! A continuación, dijo a las hijas de Pelias:
—Veis que este carnero, que era viejo, lo he rejuvenecido hirviéndolo en agua. Haced vosotras lo mismo con vuestro padre, y yo os ayudaré con hierbas y encantamientos a que hagáis con él lo que yo hice con el carnero.
Pero les mintió y no les ayudó: así murió el rey Pelias, asesinado por sus hijas cuando creían que iban a rejuvenecerlo. Pero la gente del país se enfadó mucho con Medea y con Jasón y no les permitieron seguir viviendo allí. Fueron, pues, a vivir en la tierra de Corinto. Cuando llevaban ya muchos días allí, el corazón de Jasón se apartó de su mujer, y quiso repudiarla y tomar otra esposa, Glauce, que era hija de Creonte, el rey de la ciudad.
Cuando le contaron esto a Medea, al principio recorrió la casa enfurecida como una leona que ha perdido a sus cachorros, clamando a los dioses que castigaran al pérfido marido que había jurado y luego roto su juramento, y afirmaba que ella misma se vengaría de él; y los que tenían a su cargo a sus hijos los apartaban de ella por temor a que hiciera alguna fechoría.
Pero cuando se le pasó el primer arrebato, salió de su casa y habló con algunas mujeres de Corinto conocidas suyas, que se habían reunido para consolarla, y dijo:
—He venido, amigas mías, para excusarme ante vosotras. Conocéis esta repentina aflicción que me ha trastornado y la gran maldad de mi marido. Ciertamente, nosotras las mujeres somos, de todas las criaturas que respiran, las más desdichadas, porque debemos tener maridos que nos gobiernen, y… ¿cómo hemos de saber si son buenos o malos? En verdad, una mujer debería tener el don de la adivinación para saber qué clase de hombre es aquel con quien se casa, ya que es un extraño y un desconocido para ella. Y si al final encuentra uno que sea digno, bien por ella; pero si no, más le valdría morir, porque un hombre, si está atribulado en su casa, sale fuera y conversa con sus amigos e iguales en edad, y así se consuela. Pero con una mujer no es así, porque ella solo tiene la vida en el interior de la casa. ¿Por qué me comparo con vosotras? Porque vosotras vivís en vuestra tierra y tenéis padres, parientes y amigos, pero yo estoy desolada y sin patria, y me siento agraviada por este hombre que me ha arrebatado a una tierra extranjera: ni tengo madre, ni hermano, ni pariente que pueda ayudarme en mi necesidad. Esto, pues, os pido: que, si puedo maquinar algún ardid para vengarme de mi marido y de aquel que ahora le entrega su hija y de la muchacha, guardéis silencio. Y venganza tendré, porque, aunque una mujer no tenga valor ni se atreva a mirar la espada, si es agraviada en su amor, no hay nada más fiero que ella.
—Callaremos como nos mandas —dijeron las mujeres—, pues es justo que te vengues de tu marido. Pero, ¡mira!, aquí viene el rey Creonte, sin duda con algún nuevo propósito.
—Escucha esto, Medea —dijo el rey—: te ordeno que salgas de esta tierra, y tus hijos contigo. Y yo mismo he venido a ejecutar esta sentencia, pues no volveré a mi casa hasta que te haya expulsado de mis fronteras.
—Ahora estoy completamente destrozada —respondió Medea—; pero dime, mi señor: ¿por qué me expulsas de tu tierra?
—Porque te temo, no sea que me hagas a mí y a mi casa un daño irreparable, porque sé que eres sabia y conocedora de muchas artes singulares; y además, he oído que has amenazado con causar graves daños a todos los interesados en este nuevo matrimonio.
—¡Oh, señor mío —replicó Medea—, este relato de astucia y sabiduría me ha causado daño no solo hoy, sino muchas veces! Verdaderamente no es bueno que un hombre enseñe a sus hijos a ser sabios, pues con ello no obtienen ningún provecho, sino solo odio. Pero en cuanto a mí, señor mío, mi sabiduría es poca cosa, y no hay motivo para que me temas. ¿Quién soy yo para atentar contra un rey? Y tú no me has hecho ningún mal. A mi marido, en efecto, lo odio; pero tú has entregado a tu hija como mejor te ha parecido. ¡Que los dioses concedan que os vaya bien a ti y a los tuyos! Tan solo permíteme vivir en esta tierra.
Pero el rey no estaba dispuesto, por más que ella le suplicó con insistencia. Solo al final le concedió que se quedara un día y buscara algún refugio para sus hijos.
—Pero —dijo—, si te quedas por más tiempo, tú y tus hijos moriréis.
Luego se marchó, y Medea dijo a las mujeres que estaban allí:
—Eso al menos está bien. Aseguraos de que al novio y la novia en este nuevo matrimonio no le falten males, y lo mismo con sus parientes. ¿Creéis que he halagado a este hombre por otra razón que porque pensaba ganar algo con ello? De otra forma, no habría tocado su mano, no, ni hablado con él. Y ahora, necio como es, me ha dado este día y, cuando podía haberme echado de la tierra, me permite quedarme. Ciertamente morirá por ello, él y su hija y su nuevo novio. ¿Pero cómo lo haré? ¿Meteré fuego a la morada de la novia, o entraré a hurtadillas en su aposento y la mataré? Si me descubren haciendo eso, pereceré, y mis enemigos se reirán de mí. No, he de obrar con veneno, como es mi costumbre. Bien… Y cuando mueran, ¿entonces, qué? ¿Qué ciudad me recibirá? ¿Qué amigo me protegerá? No lo sé. Esperaré un poco y, si aparece alguna ayuda, obraré mi propósito con astucia; pero, si no, tomaré mi espada y mataré a los que odio, aunque muera yo también. Porque, por Hécate, a quien venero más que a ningún otro dios, ningún hombre irritará mi corazón ni prosperará. Por tanto, Medea, no temas: usa todo tu juicio y astucia. ¿Acaso la raza de Sísifo, Jasón, ha de reírse de ti, que eres del linaje del Sol?
Cuando hubo dicho estas palabras, llegó Jasón y le dijo que no hacía bien en enfadarse así, y que ella misma se había buscado el destierro con palabras vanas contra los gobernantes de la tierra; pero que, no obstante, él cuidaría de ella y se ocuparía de que no le faltara nada. Pero cuando Medea le oyó hablar así, estalló contra él con gran furia, recordando cómo lo había salvado una vez de los toros que exhalaban fuego y del gran dragón que guardaba el vellocino de oro, y cómo había dado muerte al anciano Pelias por su causa.
—Y ahora —dijo—, ¿adónde iré? ¿Quién me recibirá? Pues me he enemistado con mis parientes por tu culpa, y ahora me abandonas. ¿Por qué, oh, Zeus, podemos distinguir el dinero falso del verdadero, pero, en cuanto a los hombres, cuando queremos saber cuál es el bueno y cuál el malo, no hay ninguna marca por la que podamos conocerlos?
Pero Jasón respondió que, si ella lo había salvado en el pasado, lo había hecho por necesidad, obligada por el amor; y que él le había dado una recompensa plena, llevándosela de una tierra bárbara a la tierra de Grecia, donde los hombres vivían por la ley y no por la voluntad del más fuerte, y haciendo que fuera altamente reputada por su sabiduría entre la gente de la tierra.
—Y en cuanto a este matrimonio —dijo—, por el que me culpas, lo he hecho con prudencia y cuidando de ti y de tus hijos, pues, siendo un exiliado en esta ciudad, ¿qué podría hacer mejor que casarme con la hija del rey? Ni mi corazón se aparta de ti ni de tus hijos. Solo he hecho provisión contra la pobreza y para criar a mis hijos como corresponde a su nacimiento. Y ahora, si necesitas algo en tu destierro, habla, pues yo te daría sustento sin rencor, y también te encomendaría a los amigos que tengo.
—Guárdate tus regalos y tus amigos —dijo ella—. De ningún provecho es lo que sale de manos como las tuyas.
Así pues, Jasón siguió su camino y, cuando partió, llegó Egeo, rey de Atenas, que había estado de viaje para consultar al dios en Delfos, ya que no tenía hijos, y le gustaría que le naciera un hijo. Pero no entendía lo que el dios le había respondido, y se dirigía a presencia del rey Piteo de Trecén, hombre entendido en la materia, para que se lo interpretara. Y cuando vio que Medea había estado llorando, quiso saber qué la afligía. Entonces ella le contó que su marido la iba a traicionar casándose con otra mujer, la hija del rey del país, y que estaba a punto de ser desterrada, y sus hijos con ella. Y cuando vio que estas cosas disgustaban al rey Egeo, dijo:
—Ahora, mi señor, te ruego que tengas piedad de mí y no me permitas vagar sin hogar y sin amigos, sino recíbeme en tu casa. Que los dioses te concedan tu deseo de tener un hijo que reine después de ti. Y en efecto tengo tal conocimiento en estos asuntos que yo misma podría ayudarte.
—Estoy dispuesto a hacerte este favor —dijo Egeo— tanto por justicia como por la esperanza de los hijos que me prometes. Lo único que pasa es que no puedo llevarte conmigo; pero, si tú vienes junto mí, estarás a salvo, y no te entregaré a ningún hombre.
—Está bien, y confío en ti —dijo Medea—; sin embargo, como soy débil y mis enemigos son fuertes, quisiera vincularte con un juramento.
—Eres prudente —respondió el rey—, y no me niego al juramento, pues, estando obligado de esta forma, tendré con qué responder a tus enemigos si buscan alejarte de mí. ¿Por qué dioses he de jurar?
—Jura por la Tierra y por el Sol, que fue padre de mi padre, y por todos los dioses, que no me expulsarás de tu tierra ni me entregarás a los enemigos que me buscan.
Y el rey Egeo hizo un gran juramento por la Tierra y por el Sol y por todos los dioses de que no la desterraría ni la entregaría; y entonces partió.
Entonces dijo Medea:
—Ahora avanzarán mis planes, pues este hombre me ha dado lo que necesitaba: un refugio en la ciudad de Atenas. Ahora, pues, oíd lo que voy a hacer. Enviaré a uno de mis criados ante Jasón, le diré que venga junto a mí y le hablaré en voz baja, admitiéndole que ha hecho bien en casarse con la hija del rey Creonte. Y le pediré que mis hijos permanezcan aquí, y los enviaré con un regalo a la hija de este rey: un manto y una corona. Y, cuando ella se engalane con ellos, perecerá: tan mortíferos son los venenos con que los ungiré. Pero muy grave es el acto que debo llevar a cabo cuando esto se haya cumplido, porque, después de esto, he de matar a mis hijos, y nadie los librará de mis manos: así destruiré toda la casa de Jasón, y así me iré de aquí. Es un acto perverso, pero no puedo soportar que mis enemigos se rían de mí. ¿Y de qué me sirve vivir? Pues no tengo patria, ni hogar, ni refugio contra los problemas. Hice mal dejando la casa de mi padre para seguir a este griego. Pero ciertamente él me las pagará hasta las últimas consecuencias. No verá más a sus hijos, y su esposa perecerá miserablemente. Por tanto, que nadie me considere débil o endeble.
Y cuando las mujeres quisieron hacerla desistir de su propósito, diciéndole que así sería la más desdichada de las mujeres, no quiso escuchar, pensando solo en la mejor manera de herir el corazón de su marido.
Mientras tanto, un criado había llevado el mensaje a Jasón. Y cuando él llegó, Medea le dijo que se había arrepentido de su cólera contra él, y que ahora le parecía que él había obrado sabiamente, fortaleciéndose a sí mismo y a su casa con este matrimonio; y le rogó que la perdonase, pues no era sino mujer y débil. Luego llamó a sus hijos para que salieran de la casa y tomaran a su padre de la mano, pues su ira había cesado y había paz entre ellos.
Y Jasón la alabó por haber cambiado así sus pensamientos, y a sus hijos les dijo:
—Estad seguros, hijos míos, de que vuestro padre os ha aconsejado sabiamente. Vivid: aún habéis de ser los primeros en esta tierra de Corinto. —Y al decir estas palabras, se dio cuenta de que Medea lloraba, y dijo—: ¿Por qué lloras?
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—Las mujeres siempre están dispuestas a llorar por sus hijos —respondió ella—. Yo los engendré; y cuando les dijiste: «Vivid», dudé que así fuera. Pero escucha: sin duda es bueno que me vaya de esta tierra, tanto para mí como para ti; pero en cuanto a estos niños… ¿no persuadirás al rey para que les permita vivir aquí?
—No sé si podré persuadirle, pero haré el esfuerzo.
—Pide a tu esposa que interceda por estos niños, para que no sean desterrados de esta tierra.
—Así será: con ella sin duda triunfaré, si es como las demás mujeres.
—Yo te ayudaré en esto, enviándole regalos tan hermosos que no podría encontrarse nada más bello sobre la tierra: un manto extremadamente fino y una corona de oro. Mis hijos se los llevarán. Así será la más feliz de las mujeres, teniendo un esposo como tú y este adorno que el Sol, mi abuelo, dio a sus descendientes. —Entonces se volvió hacia sus hijos y les dijo—: Tomad en vuestras manos estos cofres, hijos míos, y llevadlos a la nueva esposa de vuestro padre, la hija del rey.
—¿Pero por qué vacías tus manos? ¿No crees que hay suficientes vestidos y oro en el tesoro del rey? Quédatelos tú. Ella me tendrá más en cuenta a mí que a tus regalos.
—No, no es así. ¿No se dice que hasta a los dioses se les convence con regalos, y que el oro es más poderoso que diez mil discursos? Id, pues, hijos míos, al palacio del rey. Buscad a la nueva esposa de vuestro padre, postraos ante ella y suplicadle, dándole estos adornos, que no se os destierre del país.
Así pues, los dos muchachos se dirigieron al palacio llevando los regalos. Y todos los siervos de Jasón que allí estaban se regocijaron al verlos, pensando que Medea había depuesto su cólera contra su marido. Les besaron las manos y la cabeza, y uno de ellos los condujo a los aposentos de las mujeres, donde estaba la hija del rey. Y ella, que antes estaba sentada mirando con mucho amor a Jasón, cuando vio a los muchachos, apartó la vista de ellos con ira. Pero Jasón la calmó, diciéndole:
—No te enfades con tus amigos, sino ama a aquellos a los que ama tu marido, y toma los regalos que traen, y persuade a tu padre por mí para que no los destierre.
Y ella, al ver los regalos, cambió de parecer y accedió a sus palabras. Y al momento tomó la túnica y se vistió con ella, y se puso la corona en la cabeza, y se arregló los cabellos, mirándose en el espejo y sonriendo a la imagen de sí misma. Y luego se levantó de su asiento y caminó por la casa, con delicados pasos y a menudo mirándose a sí misma.
Pero entonces ocurrió algo espantoso, pues se puso pálida y empezó a temblar, y a punto estuvo de caer al suelo sin apenas poder sostenerse en su silla.
Y una anciana que era una de sus asistentas lanzó un gran grito, pensando que Pan u otro dios la había azotado; pero, cuando vio que echaba espuma por la boca y que se le ponían los ojos en blanco y que se le helaba la sangre, corrió a contárselo a Jasón, y otra se apresuró a la cámara del rey.
Y entonces sobrevino a la doncella un infortunio mayor que al principio, pues de la corona de oro que llevaba en la cabeza brotó un prodigioso chorro de fuego, y mientras tanto el manto devoraba su piel. Entonces se levantó de su asiento y corrió por toda la casa, sacudiéndose el cabello y tratando de deshacerse de la corona; pero no pudo, pues la corona estaba bien aferrada. Y al fin cayó muerta al suelo, tan desfigurada que solo su padre la podía reconocer. Y todos temían tocarla, no fueran a ser devorados también por el fuego. Pero cuando el rey llegó, se arrojó sobre el cadáver, diciendo:
—¡Oh, hija mía! ¿Qué dios te ha golpeado de esta forma? ¿Por qué me has abandonado en mi vejez?
Y cuando quiso levantarse, el manto le retuvo, y no fue capaz, por mucho que lo intentó. Murió también él, y los dos, padre e hija, yacían juntos muertos en el suelo.
Entretanto, el anciano que cuidaba de los muchachos los condujo a casa de la madre y le dijo que se alegrara, pues habían sido liberados de la pena de destierro, y que algún día ella también regresaría por sus medios.
Pero Medea lloró y respondió dubitativa. Entonces le ordenó que entrara en la casa y preparara para los muchachos lo que pudieran necesitar para el día. Y cuando él se hubo marchado, ella dijo:
—Oh, hijos míos, me voy a una tierra extranjera y no os veré prosperar ni haré preparativos para vuestro matrimonio cuando hayáis llegado a la edad adulta. En vano os di a luz con los dolores del parto; en vano os crie; en vano esperé que me cuidarais en mi vejez y me prepararais para mi entierro. Oh, hijos míos, ¿por qué me miráis así? ¿Por qué os reís de mí, que no volveré a reír? No, no puedo hacerlo. Cuando veo el brillo de los ojos de mis hijos, no puedo hacerlo. ¿Y aun así mis enemigos han de triunfar sobre mí y reírse de mí? No: haré todo lo que tenga que hacer. —E hizo entrar a sus hijos en casa.
Pero al cabo de un rato se dijo:
—Oh, corazón mío, no hagas esto: perdona a mis hijos. Ellos te alegrarán en la tierra de tu destierro. —Y algo más tarde añadió—: Pero no, está ordenado de otro modo, y no hay escapatoria. Y sé que a estas horas la hija del rey tiene puestos el manto y la corona, y lo que haya yo de hacer debo hacerlo rápidamente.
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Entonces llamó de nuevo a los muchachos y les dijo:
—¡Oh, hijos míos!, dadme vuestras manos derechas. Oh, manos y bocas que amo, y rostros hermosos en extremo. Sed felices, pero no aquí. Todo lo que hay aquí os lo ha quitado vuestro padre. ¡Oh, querida mirada; oh, suave, suave piel; oh, dulce, dulce aliento de mis hijos! Marchaos, hijos míos, marchaos: ya no puedo contemplar vuestros rostros.
Y llegó un mensajero del palacio del rey y le contó todo lo que allí había sucedido. Cuando ella lo oyó, supo que había llegado el momento y entró en la casa.
Y las mujeres que estaban fuera oyeron un grito terrible de los niños, que intentaban huir de su madre y no podían. Y mientras dudaban si no debían apresurarse a entrar y, con suerte, librarlos de su madre, llegó Jasón a la puerta y les dijo:
—Decidme, mujeres, ¿está Medea aquí o ha huido? Es preciso que se esconda en la tierra o que vuele a través de los aires si no quiere sufrir el castigo por lo que ha hecho al rey y a su hija. Pero no pienso tanto en ella como en sus hijos, pues quisiera salvarlos, no sea que los parientes de los muertos les hagan algún daño, buscando venganza por la sangrienta acción de su madre.
—Oh, Jasón, no sabes la verdad, o no dirías tales palabras —dijeron ellas.
—¿Cómo es eso? ¿Quiere matarme a mí también?
—Tus hijos están muertos, asesinados por la mano de su madre.
—¿Muertos están? ¿Cuándo los mató?
—Si abres las puertas, verás los cadáveres de tus hijos.
Pero cuando golpeó las puertas y gritó que le abrieran, oyó una voz desde lo alto y vio a Medea en un carro, con dragones alados por caballos, y le gritó:
—¿Por qué buscas a los muertos y a mí, que los maté? No te preocupes: si quieres algo de mí, dilo, pero jamás me tocarás con tus manos, pues este carro, que mi padre el Sol me ha dado, me librará de ellas.
—Eres una mujer despreciable —exclamó Jasón—, que has matado a espada a tus propios hijos, y sin embargo te atreves a mirar a la tierra y al sol. Qué locura fue traerte de tu país a esta tierra de Grecia, pues traicionaste a tu padre y mataste a tu hermano también a espada, y ahora has matado a tus propios hijos, para vengar lo que consideras tu propio agravio. No eres mujer, sino una leona o un monstruo marino.
—Eres una mujer maldita —exclamó Jasón—, que has matado a espada a tus propios hijos, y sin embargo te atreves a mirar a la tierra y al sol. Qué locura fue traerte de tu país a esta tierra de Grecia, pues traicionaste a tu padre y mataste a tu hermano también a espada, y ahora has matado a tus propios hijos, para vengar lo que consideras tu propio agravio. No eres mujer, sino una leona o un monstruo marino.
—Llámame como quieras —respondió ella—, leona o monstruo marino; pero yo sé que te he atravesado el corazón. Y en cuanto a tus hijos, no los tocarás ni los verás más, porque yo los llevaré a la arboleda de Hera y los enterraré allí, no sea que algún enemigo destruya su tumba y les cause alguna deshonra. Y yo misma me iré a la tierra del Ática, donde habitaré con el rey Egeo, hijo de Pandión. Y en cuanto a ti, perecerás miserablemente, pues un madero de la nave Argo te golpeará en la cabeza. Así morirás.
De esta forma se cumplió la venganza de Medea.
«La «Medea» de Eurípides para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com