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Los «Siete contra Tebas» de Esquilo para todos los públicos

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Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Sucedió en tiempos pasados que los dioses, enfurecidos con los habitantes de Tebas, enviaron a su tierra un monstruo muy fastidioso: la esfinge, que tenía el rostro y el pecho de una mujer muy hermosa, pero los pies y las garras de un león, y se dedicaba a plantear una adivinanza a los que se encontraban con ella, y a los que no respondían correctamente los despedazaba y devoraba.

Después de que la esfinge hubiera aterrorizado la región durante largo tiempo, llegó a Tebas un tal Edipo, que había huido de la ciudad de Corinto para escapar de la condena que los dioses habían decretado contra él. Los hombres del lugar le hablaron del monstruo, de cómo devoraba cruelmente al pueblo, y de que aquel que los librara de ella obtendría el reino. Así pues, Edipo, que era muy audaz e ingenioso, salió al encuentro de la esfinge. Al verlo, le dijo:

¿Cómo se llama la criatura
que conserva su natura,
aunque primero anda sobre cuatro pies,
luego en dos y finalmente en tres?

Y Edipo respondió:

—Se trata del hombre, que en los primeros días de su vida con cuatro pies se arrastra por el suelo; cuando al pasar el tiempo ha desarrollado sus fuerzas, se yergue y camina sobre dos pies; y cuando la edad lo ha debilitado, tiene que recurrir a un tercer pie, el bastón.

Cuando la esfinge descubrió que su acertijo había quedado resuelto, se arrojó desde un acantilado y así murió. Durante un tiempo, Edipo reinó con gran esplendor y gloria, pero después le sobrevino su perdición, de modo que en su locura se sacó los ojos.

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Entonces sus dos hijos lo encerraron y se apoderaron de su reino, acordando entre ellos que cada uno reinaría por espacio de un año. El mayor de los dos, que se llamaba Etéocles, fue el primero en reinar; pero, cuando se hubo cumplido su año, no quiso respetar su promesa, sino que se quedó con lo que debía ceder a su hermano menor, al que expulsó de la ciudad.

El más joven, que se llamaba Polinices, huyó a Argos, junto al rey Adrasto, y al cabo de un tiempo se casó con la hija del rey, quien hizo un pacto con él de que le ayudaría a regresar a Tebas y lo colocaría en el trono de su padre. Entonces el rey envió mensajeros a algunos de los príncipes de Grecia, rogándoles que le ayudaran en este asunto. De estos, algunos no quisieron, pero otros escucharon sus palabras, de modo que se reunió un gran ejército que siguió al rey y a Polinices para hacer la guerra contra Tebas.

Llegaron, pues, y acamparon frente a la ciudad. Después de haber luchado contra ella muchos días sin haber conseguido nada, Adrasto celebró un consejo con los demás caudillos, y se acordó que al día siguiente, por la mañana temprano, asaltarían la ciudad con todas sus fuerzas. Cuando llegó la mañana, se reunieron los caudillos, que eran siete. En primer lugar, mataron un caballo y recogieron la sangre de la bestia en el hueco de un escudo, en el que mojaron las manos, e hicieron el gran juramento de que tomarían la ciudad de Tebas o morirían. Y después de haber jurado, colgaron en el carro de Adrasto lo que debía ser un recuerdo de ellos, cada uno para sus respectivos padres y madres, y lloraban mientras lo hacían. Después de esto echaron a suertes los lugares que debían ocupar en el asalto, pues había siete puertas en la ciudad, para que cada jefe pudiera atacar una puerta.

Pero el rey Etéocles conocía su propósito, pues había oído todo el asunto a Tiresias, el sabio adivino, que le había dicho de antemano todo lo que iba a suceder, pues él lo había sabido por la voz de los pájaros, ya que, al ser ciego, no podía juzgar por su vuelo ni por las señales del fuego, como acostumbran otros adivinos.

Por lo tanto, el rey reunió a todos los que podían portar armas, incluso jóvenes aún no crecidos y ancianos debilitados por la edad, y les ordenó luchar por la tierra.

—Y es que Tebas —les dijo— os dio a luz y os crio, y ahora pide que la ayudéis en esta hora de necesidad. Y aunque hasta ahora nos ha ido bien en esta guerra, sabed con certeza, porque Tiresias el adivino lo ha dicho, que hoy se cierne un gran peligro sobre la ciudad. Por tanto, apresuraos a subir a las almenas y a las torres que están sobre las murallas, y situaos en las puertas, y sed valientes, y luchad como hombres.

Cuando hubo terminado de hablar, entró corriendo uno que declaró que en aquel mismo momento el enemigo estaba a punto de asaltar la ciudad. Tras él llegó una tropa de doncellas de Tebas gritando que el enemigo había salido del campamento, y que oían el pisoteo de muchos pies sobre la tierra, el repiqueteo de escudos y el ruido de muchas lanzas, y alzaron sus voces a los dioses para que ayudaran a la ciudad, a Ares, el dios del casco de oro, para que defendiera la tierra que en justicia era suya desde antiguo, y al padre Zeus, y a Palas, que era hija de Zeus, y a Poseidón, el gran soberano del mar, y a la hermosa Afrodita, por ser la madre de su estirpe, y a Apolo, para que fuera como un lobo devorador para el enemigo, y a Ártemis, para que tensara su arco contra ellos, y a Hera, la reina del cielo, y a todos los moradores del Olimpo, para que defendieran la ciudad y la salvaran.

Sin embargo, el rey se enfureció mucho al oír este clamor, y gritó:

—¿Pensáis enardecer los corazones de nuestros hombres con estos lamentos? Que los dioses me libren de esta raza de mujeres, pues, si son atrevidas, ningún hombre puede soportar su insolencia, y, si tienen miedo, mancillan su hogar y su país. Por eso ahora ayudáis a los de fuera y molestáis a los vuestros. Pero prestad atención a esto: a quien no escuche mi orden, sea hombre o mujer, el pueblo lo apedreará. ¿Hablo claro?

—Pero, hijo de Edipo —respondieron las doncellas—, oímos el rodar de las ruedas de los carros, el traqueteo de los ejes y el tintineo de las riendas.

—¿Y qué? —dijo el rey—. Si la nave trabaja en el mar, y el timonel deja el timón y vuela a la proa para rezar ante la imagen, ¿hace bien?

—No, no nos culpes de haber venido a suplicar a los dioses cuando oímos el estrépito de la guerra repiquetear en las puertas.

—Está bien —exclamó el rey—, pero los hombres dicen que los dioses abandonan la ciudad que está a punto de caer; y tened en cuenta que la seguridad es hija de la obediencia. En cuanto al deber, corresponde a los hombres ofrecer sacrificios a los dioses, y a las mujeres, guardar silencio y permanecer en casa.

—Son los dioses —replicaron las mujeres— quienes protegen esta ciudad, y no traicionan a quienes los veneran.

—Sí, pero que los veneren en su debido término. Y ahora escuchadme. Guardad silencio. Cuando haya completado mi oración, elevad un grito de júbilo que alegre los corazones de nuestros amigos y aleje de ellos todo temor. Y a los dioses que guardan esta ciudad juro que, si nos dan la victoria en esta guerra, les sacrificaré ovejas y bueyes y colgaré en sus casas los despojos del enemigo. Y ahora, doncellas, elevad vosotras también vuestras plegarias, pero no con clamores vanos. Yo escogeré siete hombres, siendo yo el séptimo, que han de enfrentarse a los siete que vengan contra las puertas de nuestra ciudad.

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Entonces el rey partió, y las doncellas oraron de la siguiente manera:

—Mi corazón teme como teme a la serpiente la paloma por sus crías: ¡tan cruelmente viene el enemigo a destruir esta ciudad! ¿Hallaréis en otra parte una tierra tan hermosa, dioses, si permitís que esta sea arrasada, o unos arroyos tan dulces? Ayudadnos, pues es cosa dolorosa cuando los hombres toman una ciudad, porque las mujeres, viejas y jóvenes, son arrastradas por los cabellos, y los hombres son muertos a espada, y hay matanzas e incendios, mientras los que saquean gritan cada uno a su camarada, y los frutos de la tierra se derraman por el suelo; y no hay más esperanza que la muerte.

Cuando terminaron, regresó el rey, y al mismo tiempo un heraldo que llevaba noticias de la batalla, de cómo los siete caudillos se habían alineado cada uno contra una puerta de la ciudad. El relato del hombre fue el siguiente:

—En primer lugar, Tideo, de Etolia, se alza furioso ante las puertas de Preto. Está encolerizado porque el adivino Anfiarao le impide cruzar el Ismeno, pues los presagios no le auguran la victoria. Tiene una triple cimera, y bajo su escudo hay campanas de bronce que suenan terriblemente. Y en su escudo tiene este símbolo: el cielo tachonado de estrellas, y en medio la más poderosa de las estrellas, el ojo de la noche, la luna. ¿A quién, oh, rey, dispondrás contra este hombre?

—No tiemblo ante el ornato de ningún hombre —respondió el rey—, y los adornos no hieren. En cuanto a la noche que dices que está en su escudo, tal vez signifique la noche de la muerte que caerá sobre sus ojos. Contra él pondré al hijo de Ástaco, hombre valiente y modesto. También es de la estirpe de los dientes del dragón, y los hombres le llaman Melanipo.

—¡El cielo le envíe buena fortuna! —exclamó el heraldo—. En la puerta de Electra está Capaneo, un hombre de gran estatura, y sus alardes son desmesurados, pues grita que destruirá esta ciudad quieran o no los dioses, y que ni Zeus con su trueno podría detenerle, pues el trueno no es sino como el sol al mediodía. Y en su escudo lleva a un hombre con una antorcha y estas palabras: «Quemaré esta ciudad». ¿Quién se enfrentará sin temor a este fanfarrón?

—No hago caso de sus fanfarronadas —dijo el rey—: se convertirán en su propia destrucción, porque, así como él lanza palabras altisonantes contra Zeus, Zeus enviará contra él el trueno, hiriéndole, pero no desde luego como hiere el sol. A él se enfrentará Polifante, un hombre valiente y querido por la reina Ártemis.

—El que se opone a la puerta de Neis se llama Eteoclo. Conduce un carro con cuatro caballos, en cuyas fosas nasales hay tubos que chirrían, al modo de los bárbaros; y en su escudo lleva este adorno: un hombre subido a una escalera que está apoyada en una torre sobre una muralla, y junto a ella estas palabras: «Ni el mismo Ares me rechazará de aquí». Asegúrate de poner contra él a un guerrero idóneo.

—Contra él peleará Megareo, hijo de Creonte, de la raza del dragón, que no saldrá de la puerta por ningún chirrido de caballos, pues o morirá como muere un valiente por su patria o tomará doble botín: al propio fanfarrón y también al que lleva en su escudo.

—En la puerta siguiente a esta, la de Atenea, está Hipomedonte. Tiene un escudo grande y terrible, y sobre él este artificio, que ningún artesano ha forjado: Tifón exhalando una gran ráfaga de humo negro, y alrededor, serpientes enroscadas. Y el hombre también es terrible como su escudo y parece inspirado por Ares. ¿A quién pondrás contra este hombre, oh, rey?

—En primer lugar, a Palas, que le hará frente y le expulsará de esta ciudad, como un pájaro expulsa a una serpiente que quiere apoderarse de sus polluelos. Y a continuación he puesto a Hiperbio, hijo de Eneo, para que se enfrente a él, pues no es inferior ni en forma ni en valor, ni tampoco en destreza con las armas, y es también querido por Hermes. Enemigos serán, y es que también en sus escudos tienen representados dioses enemigos, pues Hipomedonte tiene a Tifón, pero Hiperbio tiene a Zeus; y así como Zeus prevaleció sobre Tifón, así también Hiperbio prevalecerá sobre este hombre.

—Así sea, oh, rey. Has de saber también que en la puerta norte está Partenopeo, de Arcadia. Es muy joven y hermoso, y su madre fue la cazadora Atalanta. Este hombre jura por su lanza, que considera mejor que todos los dioses, que arrasará esta ciudad. Y en su escudo lleva un símbolo, la esfinge, que tiene en sus garras a uno de los hijos de Cadmo.

—Contra este arcadio pondré a Áctor, hermano de Hiperbio, no un fanfarrón, sino hombre de obras, que no dejará que este odioso monstruo, la esfinge, pase así a la ciudad, sino que más bien le hará arrepentirse de haber llegado hasta aquí: tantos y tan feroces golpes le asestará.

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—Escucha ahora cuál es el sexto entre los caudillos: el sabio adivino Anfiarao. Mal se complace en estas cosas, pues contra Tideo profiere muchos reproches: que es un mal consejero de Argos y del rey Adrasto, pues incita a la contienda y a la matanza. Y a tu hermano también le habla de la misma manera, diciendo: «¿Es esto lo que aman los dioses y lo que los hombres alabarán en los días venideros: que traigas un ejército de extranjeros para asolar la ciudad de tus padres? ¿Acaso esta tierra, si la sometes con la lanza del enemigo, hará alianza contigo? En cuanto a mí, caeré en esta tierra, pues ¿no soy vidente? Que así sea. ¡No moriré sin honor! Este hombre no tiene ningún emblema en su escudo, pues no busca parecer el más excelente, sino realmente serlo. Es preciso que envíes a algún sabio que le haga frente.

—Es un mal presagio que un hombre justo se junte con un malvado. En verdad, no hay cosa peor sobre la tierra que la mala compañía, en la que la siembra es la locura y la cosecha es la muerte. Y es que, de esta forma, un hombre temeroso de los dioses que se embarca con compañeros impíos perece con ellos; y uno que es justo, si habita en una ciudad con los impíos, es destruido con la misma ruina. Así le sucederá a este Anfiarao, pues, aunque sea un hombre bueno y justo y que teme a los dioses, perecerá por tener por compañía a estos fanfarrones. Y creo que no se acercará a las puertas, pues sabe muy bien lo que le sucederá. Sin embargo, he puesto contra él a Lástenes, joven en años pero viejo en juicio, muy agudo de vista y rápido de mano para arrojar su lanza desde debajo de su escudo.

—Y ahora, ¡oh, rey!, escucha cómo se comporta tu hermano, pues es él quien está allí, en la séptima puerta. Y es que grita en voz alta que trepará a la muralla y te matará, aunque muera contigo, o te expulsará al destierro, como dice que tú le has expulsado a él. Y en su escudo hay este dibujo: una mujer que conduce a un hombre armado y, mientras lo conduce, dice: «Yo soy la Justicia y devolveré a este hombre el reino que le corresponde por derecho».

Al oír esto, el rey estalló encolerizado:

—Ahora se cumplirá hasta las últimas consecuencias la maldición de esta casa. Pero no debo lamentarme, no sea que caiga sobre nosotros un mal aún mayor que este. En cuanto a Polinices, ¿piensa que los signos y los artificios le darán lo que codicia? ¿Cree que la Justicia está de su lado? No, pero desde el día en que salió del vientre materno no ha conversado con ella, ni ella estará a su lado hoy. Yo lucharé contra él: ¿quién, más apto que yo? Traedme la armadura, que me prepare.

Y aunque las doncellas le rogaron con muchas palabras que no hiciera eso, sino que dejara el lugar a algún otro de los caudillos, diciendo que no había curación ni remedio para la sangre de un hermano derramada de esa manera, él no quiso escuchar, sino que se armó y salió a la batalla. Así es como la locura de los hombres cumple plenamente las maldiciones de los dioses.

Entonces la batalla se encarnizó en torno al muro, y los hombres de Tebas prevalecieron. Cuando Partenopeo, el arcadio, cayó como un torbellino sobre la puerta que estaba frente a él, Áctor, el tebano, lo golpeó con una gran piedra en la cabeza y se la abrió, de modo que cayó muerto al suelo. Y cuando Capaneo asaltó la ciudad, gritando que ni siquiera los dioses habían de detenerlo, le sobrevino la ira que desafiaba, pues, cuando había subido la escalera y estaba a punto de saltar sobre las almenas, Zeus lo hirió con el rayo, y no le quedó vida: tan feroz era el calor abrasador del relámpago.

Pero la lucha más importante fue la que enfrentó a los dos hermanos, y esto, de hecho, los dos ejércitos se detuvieron para contemplarlo. Polinices rezó primero a Hera, diosa de la gran ciudad de Argos, que le había ayudado en su empresa, y Etéocles rezó a Palas, la del escudo de oro, cuyo templo se hallaba en las cercanías. Luego se aprestaron al combate, cada uno cubierto con su escudo y con su lanza en la mano, por si por casualidad su enemigo le daba ocasión de herirle; y si uno mostraba siquiera un ojo por encima del borde de su escudo, el otro le golpeaba.

Al cabo de un rato, el rey Etéocles tropezó con una piedra que tenía bajo el pie y dejó la pierna al descubierto, y allí enseguida apuntó Polinices con su lanza y le atravesó la piel. Los hombres de Argos clamaron al verlo. Pero al hacerlo, dejó desprotegido su propio hombro, y el rey Etéocles le hizo una herida en el pecho; y entonces los hombres de Tebas gritaron de alegría. Pero él rompió su lanza cuando atacó, y le habría ido mal de no ser porque con una gran piedra quebró la lanza de Polinices por la mitad.

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Ahora estaban los dos en igualdad de condiciones, pues cada uno había perdido su lanza. Así pues, desenvainaron sus espadas y se acercaron aún más. Pero Etéocles se valió de una estratagema que había aprendido en el país de Tesalia: echó hacia atrás el pie izquierdo, como si quisiera retirarse de la batalla, y de repente adelantó el derecho; y así, atacando en diagonal, atravesó con su espada el cuerpo de Polinices. Pero cuando, pensando que lo había matado, clavó sus armas en la tierra y empezó a despojarlo de sus armas, el otro, pues aún respiraba un poco, puso la mano sobre su espada y, aunque apenas tenía fuerzas para golpear, asestó al rey un golpe mortal, de modo que los dos cayeron muertos juntos en la llanura. Los hombres de Tebas recogieron los cuerpos de los muertos y los llevaron a ambos a la ciudad.

De esta forma se consumó la perdición de la casa de Edipo; y aun así no todo había acabado, como se contará en la historia de Antígona, que era hermana de estos dos.

«Los «Siete contra Tebas» de Esquilo para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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