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La «Ifigenia en Áulide» de Eurípides para todos los públicos

Esta es una de las tragedias griegas en la versión para todos los públicos de Alfred John Church (1829-1912), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

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El rey Agamenón estaba sentado en su tienda de campaña en Áulide, donde estaba reunido el ejército de los griegos a punto de zarpar contra la gran ciudad de Troya. Era ya más de medianoche, pero el rey no dormía, pues estaba inquieto y preocupado por muchas cosas. Tenía ante sí una lámpara, y en la mano, una tabla de madera de pino en la que escribía; pero no parecía poder concentrarse en lo que escribía, porque ahora borraba las letras y luego las volvía a escribir, y ahora ponía el sello en la tablilla y luego lo rompía. Y mientras hacía esto lloraba y se le veía claramente desconcertado.

Al cabo de un rato, llamó a un anciano, su sirviente (el hombre había sido entregado en otro tiempo por Tindáreo a su hija, la reina Clitemnestra), y le dijo:

—Anciano, tú sabes que Calcante, el adivino, me ordenó ofrecer en sacrificio a Ártemis, diosa de este lugar, a mi hija Ifigenia, diciendo que solo así el ejército tendría una travesía exitosa desde este lugar hasta Troya para tomar la ciudad y destruirla. Cuando oí estas palabras, ordené al heraldo Taltibio que recorriera el ejército y les ordenara que se marchara cada uno a su país, pues yo no quería hacelo; y mi hermano, el rey Menelao, me persuadió de tal modo que consentí en ello. Ahora, pues, escucha esto, porque lo que voy a contarte solo lo saben tres hombres: el adivino Calcante, mi hermano Menelao y Odiseo, rey de Ítaca. Escribí una carta a mi esposa, la reina, para que enviara aquí a nuestra hija a fin de que se casara con el príncipe Aquiles, y engrandecí al hombre ante ella, diciéndole que de ningún modo navegaría con nosotros a menos que yo le diera a mi hija en matrimonio. Pero ahora he cambiado de propósito y he escrito otra carta que dice así: «Hija de Leda, no envíes a nuestra hija a la tierra de Eubea, pues la ofreceremos en matrimonio en otra ocasión».

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—Sí —dijo el anciano—, pero ¿cómo tratarás al príncipe Aquiles? ¿No se enfadará al saber que ha sido engañado con respecto a su boda?

—No es así —respondió el rey—, pues hemos usado su nombre, pero él no sabe nada de este matrimonio. Ahora date prisa. No te sientes junto a ninguna fuente del bosque ni dejes que se duerman tus ojos, y ten cuidado de que el carro que lleva a la reina y a su hija no pase por donde se dividen los caminos, y procura mantener intacto el sello de esta carta.

El anciano partió con la carta. Apenas había salido de la tienda cuando el rey Menelao lo vio y le echó mano, cogió la carta y rompió el sello. Y el anciano exclamó:

—¡Socorro, mi señor: se llevan tu carta!

Entonces el rey Agamenón salió de su tienda, diciendo:

—¿Qué significa este alboroto y disputa que oigo?

—¿Ves esta carta que tengo en la mano? —respondió Menelao.

—La veo: es mía. Dámela.

—No te la daré hasta que haya leído a todo el ejército de los griegos lo que en ella hay escrito.

—¿Dónde la encontraste?

—La encontré mientras esperaba a tu hija hasta que llegara al campamento.

—¿Qué tienes que ver tú con eso? ¿No puedo gobernar mi propia casa?

Entonces Menelao reprochó a su hermano que no continuara en esa actitud:

—Primero, porque, antes de que fueras elegido general del ejército, lo eras todo para todos los hombres, y saludabas cortésmente a cada uno, tomándolo de la mano y hablando con él y dejando tus puertas abiertas a cualquiera que quisiera entrar; pero después, una vez elegido, te volviste altivo y de trato difícil. Y luego, cuando sobrevino la desgracia al ejército y tuviste gran temor de perder tu cargo, y con ello tu fama, ¿no hiciste caso al adivino Calcante y prometiste a tu hija para el sacrificio, y mandaste traerla al campamento, fingiendo darla en matrimonio a Aquiles? Y ahora has faltado a tu palabra. Ciertamente este es un mal día para Grecia, que está atribulada por tu falta de sabiduría.

—¿Qué tienes contra mí? —respondió Agamenón—. ¿Por qué me culpas a mí de que tú no haya podido controlar a tu esposa? Y ahora, para reconquistar a esta mujer, porque es hermosa, dejas a un lado la razón y el honor. Y a mí, si tenía un mal propósito y ahora lo he cambiado por otro más sabio, ¿me acusas de locura? Que te acompañen en esta misión los que le hicieron el juramento a Tindáreo. ¿Por qué he de matar a mi hija y causarme penas y remordimientos sin fin para que tú puedas vengarte por culpa de tu malvada esposa?

—Traicióname si quieres —gritó Menelao, furioso—. Me ocuparé de otros planes con otros amigos.

Pero mientras hablaba, llegó un mensajero diciendo:

—Rey Agamenón, he venido, como tú me ordenaste, con tu hija Ifigenia. También ha venido su madre, la reina Clitemnestra, que trae consigo también a su hijo pequeño, Orestes. Ahora descansan ellos y sus caballos junto a una fuente, pues el camino es largo y fatigoso. Todo el ejército se ha reunido a su alrededor para verlos y saludarlos, y los hombres se preguntan mucho por qué han venido, diciendo: «¿Prepara el rey una boda para su hija, o ha enviado a buscarla por anhelo de verla?». Pero yo conozco tu propósito, mi señor: por eso bailaremos y gritaremos y nos alegraremos, pues este es un día feliz para la doncella.

Pero el rey Agamenón se quedó muy consternado cuando supo que la reina había llegado, y se dijo a sí mismo: «¿Qué le diré ahora a mi esposa? ¿Quién puede negar que ha venido a casar a su hija? Pero ¿qué dirá cuando sepa mi propósito? Y de la doncella, ¿qué diré? ¡Desdichada doncella, cuyo esposo será la muerte! Porque ella me gritará: “¿Quieres matarme, padre mío?”. Y el pequeño Orestes se lamentará, sin saber lo que hace, pues no es más que un bebé. Maldito sea Paris, que ha provocado este infortunio».

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Y volvió el rey Menelao, diciendo que se arrepentía de lo que había dicho:

—¿Por qué ha de morir tu hija por mí? ¿Qué tiene que ver con Helena? Que se disperse el ejército para que no se cometa este ultraje.

—¿Pero cómo escaparé de este aprieto? —repuso Agamenón—, pues todo el ejército me obligará a seguir adelante.

—No será así —dijo el rey Menelao— si devuelves a la doncella a Argos.

—Pero ¿de qué servirá eso? —dijo Agamenón—. Calcante dará a conocer el asunto, u Odiseo, diciendo que he faltado a mi promesa; y si vuelo a Argos, irán y destruirán mi ciudad y asolarán mi tierra. ¡Ay de mí! ¡En qué aprieto me encuentro! Pero cuida, hermano mío, de que Clitemnestra no se entere de nada de esto.

Cuando terminó de hablar, la reina en persona llegó a la tienda, montada en un carro, con su hija a su lado, y ordenó a uno de los asistentes que sacara con cuidado los cofres que había traído para su hija, y a otros, que ayudaran a su hija a bajar, y a ella misma también, y a un cuarto le dijo que se llevara al pequeño Orestes.

Entonces Ifigenia saludó a su padre, diciendo:

—Has hecho bien en mandar a buscarme, padre mío.

—Es verdad y no es verdad, hija mía.

—No pareces muy contento de verme, padre mío.

—El que es rey y comanda un ejército tiene muchas preocupaciones.

—Deja tus preocupaciones por un momento y dedícame un momento.

—Me alegro mucho de verte.

—¿Te alegras? Entonces, ¿por qué lloras?

—Lloro porque has de estar mucho tiempo ausente de mí.

—¡Perezcan todas estas luchas y problemas!

—Harán perecer a muchos, y a mí, el más miserablemente de todos.

—¿Te alejas de mí, padre mío?

—Sí, y tú también tienes un viaje que hacer.

—¿Debo hacerlo sola o con mi madre?

—Sola: no hay padre ni madre que puedan acompañarte.

—¿Me enviáis a vivir a otra parte?

—Calla: esas cosas no son para que las pregunten las doncellas.

—Bien, padre mío, arregla los asuntos con los frigios y regresa cuanto antes.

—Primero debo hacer un sacrificio a los dioses.

—Está bien. Los dioses deben recibir los debidos honores.

—Sí, y tú estarás cerca del altar.

—¿He de dirigir las danzas, padre mío?

—¡Oh, hija mía, cómo te envidio, que no sabes nada! Y ahora entra en la tienda; pero antes dame un beso y toma mi mano, pues te separarás de tu padre durante muchos días.

Y cuando ella hubo entrado, él exclamó:

—¡Oh, hermoso seno y encantadoras mejillas y rubios cabellos de mi niña! Ciudad de Príamo, ¡qué dolor me traes! Pero no debo decir más.

Luego se volvió hacia la reina y se excusó por haber llorado cuando más bien debería haberse alegrado por el matrimonio de su hija. Y cuando la reina quiso saber algo del novio, él le dijo que se llamaba Aquiles, y que era hijo de Peleo con su esposa Tetis, hija de Nereo, rey del mar, y que vivía en Ftía. Y cuando ella le preguntó por la fecha de las bodas, él le dijo que debían celebrarse en el mismo mes, en el primer día afortunado; y en cuanto al lugar, que debía ser donde el novio se encontraba, es decir, en el campamento.

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—Y yo —concluyó el rey— entregaré la doncella a su esposo.

—Pero ¿dónde te place que me quede yo? —preguntó la reina.

—Debes volver a Argos y cuidar allí de las doncellas.

—¿Dices que debo volver? ¿Quién entonces sostendrá la antorcha para la novia?

—Yo haré lo que sea necesario, pues no es conveniente que tú estés presente donde se reúne todo el ejército.

—Sí, pero es lo apropiado que una madre entregue a su hija en matrimonio.

—Pero no se debe dejar solas a las doncellas en casa.

—Están bien protegidas en sus aposentos.

—Hazme caso, mujer.

—En absoluto: tú ordenarás lo que está fuera de la casa, pero yo, lo que está dentro.

Justo entonces llegó Aquiles para decirle al rey que el ejército estaba cada vez más impaciente, diciendo que, a menos que pudieran navegar rápidamente a Troya, volvería cada uno a su casa. Y cuando la reina oyó su nombre (pues él había dicho al asistente: «Dile a tu señor que Aquiles, el hijo de Peleo, quiere hablar con él»), salió de la tienda y lo saludó, y le ordenó que le diera la diestra; y como el joven se avergonzase (pues no se consideraba cosa decorosa que los hombres hablasen con las mujeres), ella le dijo:

—¿Por qué te avergüenzas, cuando vas a casarte con mi hija?

—¿Qué dices, señora? —respondió él—. Me quedo sin palabras ante tus palabras.

—A menudo los hombres se avergüenzan cuando ven a nuevos amigos y se habla de matrimonio.

—Pero, señora, nunca he sido pretendiente de tu hija, ni los hijos de Atreo me han dicho nada al respecto.

La reina quedó asombrada en extremo y exclamó:

—Esto sí que es vergonzoso, que yo tenga que buscar un novio para mi hija de esta manera.

Pero cuando Aquiles quiso partir para preguntar al rey qué significaba aquello, salió el anciano que había llevado la carta al principio y le ordenó que se quedara. Cuando tuvo la seguridad de que no recibiría ningún daño por lo que les dijera, les contó todo el asunto.

Nada más oírlo, la reina exclamó a Aquiles:

—¡Oh, hijo de Tetis, reina del mar!, ayúdame ahora en este apuro, y ayuda a esta doncella que ha sido llamada tu novia, aunque por lo que parece es mentira. Sería una vergüenza para ti que se cometiera semejante ultraje en tu nombre, pues es tu nombre el que nos trae la ruina. No tengo ningún altar al que huir, ni más amigo que tú solo en este ejército.

—Señora, aprendí de Quirón, que era el más justo de los hombres, a ser veraz y honesto —respondió Aquiles—. Y si los hijos de Atreo gobiernan conforme a derecho, les obedezco; y si no, no. Has de saber, pues, que tu hija, puesto que me ha sido entregada, aunque solo de palabra, no será muerta por su padre, porque, si así muriese, mi nombre sería deshonrado en gran manera, ya que por su causa has sido persuadida a venir con ella a este lugar. Esta espada verá muy pronto si alguien se atreve a arrebatarme a esta doncella.

Y entonces salió el rey Agamenón, diciendo que todo estaba preparado para el matrimonio, y que esperaban a la doncella, sin saber que todo el asunto había sido revelado a la reina.

—Dime ahora —dijo entonces la reina—: ¿pretendes matar a tu hija y a la mía? —Y como él callase, pues no sabía ciertamente qué decir, ella le reprochó con muchas palabras que había sido para él una esposa leal y fiel, lo cual él le pagaba aniquilando a su hija.

Cuando terminó de hablar, la doncella salió de la tienda con el pequeño Orestes en brazos, se arrodilló ante su padre y le suplicó:

—Quisiera, padre mío, tener la voz de Orfeo, que hace que hasta las rocas le sigan, para poder persuadirte; pero ahora todo lo que tengo te lo doy, incluso estas lágrimas. Oh, padre mío, soy tu hija: no me mates antes de tiempo. Esta luz es dulce a la vista: no me alejes de ella para enviarme al país de las tinieblas. Yo fui la primera en llamarte padre y la primera a quien dijiste «hija mía». Y tú me decías: «Algún día, hija mía, te veré como una esposa feliz en casa de un marido rico». Y yo te respondía: «Y yo te acogeré con todo mi amor cuando seas viejo, y te devolveré todos tus cuidados». Esto sí lo recuerdo yo, pero tú lo olvidas, pues estás dispuesto a matarme. No lo hagas, te lo ruego, por Pélope, tu abuelo, y por Atreo, tu padre, y por esta mi madre, que sufrió por darme a luz, y ahora vuelve sufrir en su dolor. Y tú, hermano mío, aunque no eres más que un bebé, ayúdame. Llora conmigo, ruega a tu padre que no mate a tu hermana. Padre mío: aunque él calla, te suplica; por él, pues, y por mí misma, ten piedad de mí y no me mates.

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Pero el rey estaba muy desconcertado, sin saber qué decir ni qué hacer, pues se encontraba en un terrible apuro, ya que el ejército no podía emprender el viaje a Troya sin que antes se llevara a cabo el acto. Mientras dudaba, llegó Aquiles diciendo que había un horrible tumulto en el campamento: que los hombres gritaban que la doncella debía ser sacrificada, y que, cuando él quiso detenerlos de su propósito, la gente le había tirado piedras, y que sus propios mirmídones no lo ayudaron, sino que fueron los primeros en atacarlo. No obstante, dijo que lucharía por la doncella hasta las últimas consecuencias, y que había hombres fieles que estarían a su lado y le ayudarían.

Pero cuando la doncella oyó estas palabras, se levantó y dijo:

—Escúchame, madre mía. No te enfades con mi padre, pues no podemos luchar contra el destino. Además, debemos procurar que este joven no sufra, pues su ayuda no servirá de nada y él mismo perecerá. Por eso estoy dispuesta a morir, pues toda Grecia me espera, ya que sin mí las naves no pueden hacer su viaje, ni ser tomada la ciudad de Troya. Me diste a luz, madre mía, no solo por ti, sino por todo este pueblo. Por eso me entregaré por ellos. Ofréceme como sacrificio, y que los griegos tomen la ciudad de Troya, pues este será mi recuerdo eterno.

—Muchacha —dijo Aquiles—, me consideraría muy feliz si los dioses te entregaran a mí como esposa, pues no puedo sino amarte cuando veo lo noble que eres. Y si quieres, te llevaré a mi casa, y no dudo que te salvaré, aunque todos los hombres de Grecia estén contra mí.

—Lo que digo —respondió la doncella— lo digo con pleno propósito: no quiero que ningún hombre muera por mí, sino salvar a esta tierra de Grecia.

—Si esa es tu voluntad —dijo Aquiles—, no puedo negarme, pues es algo noble lo que haces.

La doncella no se desvió de su propósito, aunque su madre se lo suplicó con muchas lágrimas. Los que habían sido designados la condujeron a la arboleda de Ártemis, donde había un altar, y todo el ejército de los griegos se reunió a su alrededor. Cuando el rey la vio ir a la muerte, se cubrió el rostro con el manto, pero ella, de pie junto a él, dijo:

—Entrego mi cuerpo con el corazón dispuesto a morir por mi país y por toda la tierra de Grecia. Ruego a los dioses que obtengáis la victoria en esta guerra y volváis sanos y salvos a vuestros hogares. Y ahora, que nadie me toque: ofreceré mi cuello a la espada de buen grado.

Todos los hombres se maravillaron al ver el coraje de la muchacha. Entonces el heraldo Taltibio se puso en medio y ordenó silencio al pueblo; y Calcante, el adivino, le puso una guirnalda en la cabeza y sacó un afilado cuchillo de su vaina. Todo el ejército se quedó mirando a la doncella, al sacerdote y al altar.

Entonces ocurrió algo maravilloso: Calcante dio un tajo con su cuchillo, y todos oyeron el sonido de la hoja al deslizarse… pero la doncella no estaba allí. Nadie sabía adónde había ido, pero en su lugar yacía jadeante una gran cierva, y todo el altar estaba rojo con su sangre. Y Calcante dijo:

—Mirad esto, hombres de Grecia: la diosa ha dispuesto esta ofrenda en lugar de la doncella, pues no quiere que su altar sea profanado con sangre inocente. Por tanto, tened valor y marchad cada uno a su barco, pues hoy zarparéis por el mar hacia la tierra de Troya.

Y lo que acaeció a Ifigenia lo veremos más tarde.

«La «Ifigenia en Áulide» de Eurípides para todos los públicos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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