Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.
Había una vez un dios del mar llamado Nereo, que vivía con sus cincuenta hijas en una hermosa gruta resplandeciente en el fondo del mar. Las hijas eran conocidas como nereidas y pasaban la mayor parte del tiempo hilando con husos de oro; pero, si un barco estaba en peligro de hundirse a causa de las tormentas o del mal tiempo, siempre estaban prontas para acudir en ayuda de los marineros en apuros, pues eran amables y cordiales con los hombres.
Todas eran maravillosamente bellas, pero especialmente una de ellas, que se llamaba Tetis y era amada incluso por los dioses que habitaban el Olimpo. Había un joven príncipe en Tesalia llamado Peleo, que también era querido por los dioses, y a él le dieron por esposa a la bella Tetis: una diosa a un hombre mortal.
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El matrimonio se celebró en el monte Pelión, y todos los dioses y diosas fueron invitados excepto una: la diosa de la discordia, que se llamaba Eris. Estaba muy enfadada por no haber sido invitada, por lo que decidió vengarse. Así pues, cuando el banquete estaba en su apogeo, apareció de repente con una manzana de oro en la mano y la arrojó entre los invitados, gritando: «¡Para la más bella!». Entonces surgió una disputa entre las diosas Hera, Atenea y Afrodita: ¿cuál de ellas podía reclamar la manzana? Las tres eran hermosas, mucho más que cualquier mujer mortal.
Hera, la esposa de Zeus, el rey de los dioses, parecía la reina más gloriosa que pudiera imaginarse, y llenaba a quien la contemplara de temor y reverencia; Atenea tenía la belleza de una doncella heroica, y sus ojos brillaban con valor y sabiduría; Afrodita rebosaba encanto y gracia, y nadie que la viera se cansaba de admirar su hechizante belleza. Como ninguna de ellas renunciaba a su derecho a la manzana, se decidió que debían elegir a un mortal para que decidiera entre ellas. Eris ya había conseguido su propósito, pues, cuando comenzó la contienda, toda la felicidad del banquete nupcial llegó a su fin, y los invitados se dispersaron rápidamente.
En Asia vivía un joven príncipe llamado Paris, que cuidaba los rebaños de su padre en las laderas del monte Ida, no lejos de la ciudad de Troya. Fue a él a quien las diosas eligieron para decidir cuál de ellas era la más bella; y un día, cuando estaba sentado a la sombra de un árbol en un valle boscoso del monte Ida, tocando una flauta de caña, las tres se presentaron de repente ante él en su deslumbrante belleza. Al principio se quedó perplejo al verlas, pero ellas le dijeron con qué propósito habían acudido y le dieron la manzana de oro, que él debía entregar a la que considerara la más bella.
Entonces Hera se adelantó la primera y dijo:
—Si me das la manzana, te convertiré en un rey poderoso, y gobernarás sobre muchas tierras.
Después tomó la palabra Atenea y dijo:
—Si me concedes la manzana, te dotaré de tal sabiduría que los hombres te ensalzarán como a un dios y vendrán de tierras lejanas a pedirte consejo.
Por último, llegó el turno de Afrodita, que dijo:
—Mi recompensa, si te decides a mi favor, será que tendrás por esposa a la mujer más bella del mundo.
Cada regalo que las diosas ofrecían le parecía al joven príncipe mejor que el anterior. Cuando terminaron de hablar, el príncipe se detuvo un momento, pero le siguió pareciendo que la promesa de tener por esposa a la mujer más hermosa del mundo era la mejor, y le tendió la manzana a Afrodita. Ella se alegró mucho de su victoria, pero las otras dos diosas se llenaron de amargo odio contra el joven príncipe y todo su linaje.
Algún tiempo después, se empezó a hablar mucho en todas partes de la belleza de Helena, hija del rey de Esparta, de la que se decía que era la doncella más hermosa del mundo. Su verdadero padre era Zeus, pero Tindáreo, el rey de Esparta, con quien vivía, era su padrastro; y tenía dos hermanos llamados Cástor y Pólux, uno de los cuales era hijo de Zeus, y el otro, hijo de Tindáreo. La fama de su belleza se extendió por toda Grecia, y no había príncipe que no deseara tenerla por esposa.
No tardó en haber una gran cantidad de nobles pretendientes en la corte de Tindáreo, y el rey tuvo que elegir entre ellos. Esto le inquietaba mucho, pues, como solo podía hacer feliz a uno de ellos con su decisión, temía que los decepcionados se alzaran en armas contra el marido de Helena y destruyeran la paz de su hogar, y no se le ocurría ningún medio de escapar a esta dificultad.
Sin embargo, entre los pretendientes se encontraba Odiseo, el joven y sabio rey de Ítaca. Había llegado a Esparta como los demás, con la esperanza de conseguir a Helena por esposa, pero, desde su llegada, había visto a una doncella que le agradaba aún más: Penélope, la hija de Icario, que era uno de los principales hombres de Esparta. Odiseo adivinó qué era lo que hacía que Tindáreo se moviera entre sus invitados con un rostro tan lleno de preocupación, y le dijo que, si incitaba a Icario a prometerle a él a su hija Penélope, él le daría a cambio un buen consejo que le ayudara al rey a salir de su apuro.
Tindáreo accedió de buen grado, y Odiseo le dio el consejo que le había prometido. Era este: que antes de anunciar a cuál de los pretendientes había elegido como esposo de Helena, les hiciera jurar solemnemente a todos ellos que le apoyarían si alguna vez se veía en apuros por causa de ella. Tindáreo siguió este sabio consejo, y ninguno de los pretendientes osó rechazar el juramento, porque cada uno de ellos pensaba: «Tal vez yo sea el esposo elegido, y entonces tendré a todos los demás para que me ayuden a mí». Después de que todos hubieran jurado, Tindáreo dio a conocer su decisión y dijo que había elegido al joven y valiente héroe Menelao para que fuera su yerno y el heredero de su reino. Poco después murió Tindáreo, y Menelao le sucedió como rey de Esparta.
Menelao tuvo así la esposa más bella de toda Grecia, y él y Helena vivieron felices juntos durante algunos años. Pero Afrodita pensó que había llegado el momento de cumplir la promesa que había hecho a Paris en el valle del monte Ida, por lo que se dirigió a él y le dijo:
—Prepara un barco y zarpa hacia Grecia. Allí, en casa de Menelao, el rey de Esparta, encontrarás a la mujer más hermosa del mundo, y yo haré que abandone a su marido y se venga contigo a Troya.
Paris rogó a su padre, el rey Príamo, que le prestara una nave, pues deseaba —dijo— viajar a Grecia y establecer relaciones amistosas con los nobles y príncipes de aquel país; y Príamo le dio lo que quería. Cuando llegó a Esparta, fue recibido amablemente por el rey, pues, aunque los ojos del joven rebosaban amabilidad, ¿cómo iba a sospechar Menelao que había ido con la intención de robarle a su esposa?
Helena no tardó en sentirse atraída por el hechizo mágico que Afrodita había ejercido sobre ella, y, cuando estaba sentada en el banquete con su marido y Paris, no podía apartar los ojos del forastero. Cada día le gustaba más, aunque, si no hubiera sido por la magia de Afrodita, nunca lo habría preferido a su marido, pues Paris era hermoso, pero con la belleza de un hombre casi adolescente, mientras que Menelao tenía la belleza de un héroe. Hablaron en secreto muchas veces, y al final la reina consintió en abandonar a su marido y a su hija y marcharse con Paris a tierras extrañas, llevándose todos sus tesoros. Lo prepararon todo para la huida, y un día, cuando Menelao volvió a casa de una cacería, vio en alta mar el barco en el que Helena se había marchado con el intruso.
Menelao estaba fuera de sí por el dolor y la angustia; pero tenía un hermano, Agamenón, el poderoso rey de Micenas, que, cuando se enteró de su problema, acudió a Esparta para intentar consolarlo. Le dijo que pronto podría recuperar a su esposa con la ayuda de los príncipes que antes habían pretendido a Helena, pues seguían obligados por su juramento y sería su deber devolvérsela al marido al que se la habían arrebatado.
«Paris y Helena» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com