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Los griegos en Áulide

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Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Agamenón fue entre los palacios de los príncipes y exigió a todos que se preparasen rápidamente para acudir en ayuda de su hermano; y en todas partes encontró oídos bien dispuestos, pues, además del juramento que habían hecho, todos los príncipes estaban indignados por la vergonzosa manera en que Paris había devuelto la hospitalidad a Menelao, y estaban ávidos de ponerse en marcha para castigarlo. Todos debían reunirse en el puerto de Áulide con sus tropas y tantas naves como pudieran reunir; y cuando llegaron todos, conformaban una flota como nunca se había visto en Grecia. Eran muchos más de mil barcos, y no se podían contar los hombres que los llenaban.

Sin embargo, aún faltaban dos héroes, sin los cuales Agamenón no estaba dispuesto a comenzar la guerra: el sabio Odiseo y el poderoso Aquiles.

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Odiseo no temía en absoluto a la guerra, y nunca se arredraba ante una lucha audaz, pero ahora no estaba dispuesto a abandonar su hogar, pues amaba con ternura a su esposa Penélope y hacía un año que le había nacido un hijo pequeño, al que había llamado Telémaco. Como no había acudido a Áulide, Agamenón envió a dos héroes —Menelao y el sabio Palamedes— a Ítaca para obligarle a acudir y tomar parte en la guerra. Odiseo oyó hablar de los invitados que habían desembarcado en su isla y, conociendo su misión, pensó inmediatamente en una estratagema con la que esperaba zafarse.

Salió al campo, unció un buey y un asno juntos a un arado, y condujo al infrecuente dúo arriba y abajo, haciendo él mismo muecas y gestos como si estuviera loco; y luego sembró los surcos que había hecho con sal en lugar de grano. Menelao pensó que estaba realmente loco, pero Palamedes sabía que solo era un ardid. La nodriza estaba de pie con el pequeño Telémaco en brazos, y él se lo quitó y lo dejó justo delante del arado que avanzaba. Si Odiseo hubiera estado realmente loco, habría atropellado al niño sin saber lo que hacía, pero en lugar de eso se detuvo rápidamente, cogió al niño en brazos y lo cubrió de besos. De este modo, un hombre astuto superó a otro y, como Odiseo ya no tenía excusa, cedió al deseo de los héroes, se despidió de su mujer y de su hijo y partió con doce naves en ayuda de los griegos.

Aquiles era hijo del rey Peleo y de la diosa Tetis, y el destino había decretado que su vida fuera larga y sin acontecimientos importantes, o bien corta y gloriosa. Su madre no dudó en la elección que quería para él y estaba dispuesta a renunciar al honor de ser la madre de un héroe cuyo nombre sería honrado por todos los hombres, con tal de mantenerlo con vida durante muchos años. Así, cuando se enteró de que los griegos se preparaban para la guerra contra Troya, se llevó al joven héroe a una isla y lo mantuvo oculto allí, pues sabía que, a la primera llamada de los griegos, se iría encantado con ellos y participaría en los peligros de la guerra.

Sin embargo, el sacerdote Calcante, que comprendía el significado de los signos concedidos por los dioses, dijo a los griegos reunidos en Áulide que, si Aquiles no iba con ellos a la guerra, no obtendrían la victoria, por lo que Agamenón envió a Odiseo y a otros héroes para descubrir dónde se encontraba.

Hicieron muchas averiguaciones, y al fin descubrieron que vivía, vestido de doncella, en casa de Licomedes, rey de la isla de Esciros, que tenía muchas hijas. Los héroes fueron a Esciros y se hicieron pasar por mercaderes que viajaban con hermosas telas ideales para los vestidos de las mujeres. Los llevaron al palacio, y Odiseo extendió sus telas ante las hijas del rey y estuvo negociando con ellas el precio. También había llevado consigo una lanza y un escudo que colocó en un rincón de la sala.

De repente, se oyó el sonido de una trompeta de guerra, como si unos enemigos hubieran entrado y estuvieran a punto de atacar la casa. El pánico se apoderó de todas las doncellas, que huyeron gritando; solo quedó una, que con paso varonil se dirigió hacia el rincón donde estaban el escudo y la lanza, los cogió y se apresuró hacia la puerta para enfrentarse al enemigo. Sin embargo, era solo una estratagema de Odiseo para descubrir cuál de las supuestas doncellas era el joven héroe; y ahora lo retuvo sonriendo y le dijo:

—Tú eres Aquiles, y nosotros no somos comerciantes, sino héroes enviados por Agamenón para descubrir tu escondrijo e invitarte a unirte a nosotros en nuestra expedición contra Troya.

Aquiles aceptó encantado la invitación y regresó a casa de su padre para prepararse para la guerra. Peleo le dio barcos y una tropa de valientes soldados para que le acompañaran, y le advirtió al despedirse que se hiciera famoso como el más valiente de todos los griegos y que luchara siempre en la vanguardia de la batalla.

Antes de partir, los griegos querían saber si los troyanos devolverían a Helena y sus tesoros por las buenas, así que Menelao y Odiseo fueron elegidos para ir a comprobarlo: Menelao, porque era el marido que había sido agraviado, y Odiseo, porque era el más sabio y prudente de todos los hombres. Fueron a Troya y proclamaron que se había reunido un gran ejército que había jurado tomar y destruir por completo la ciudad a menos que los troyanos consintieran en entregar a Helena y los tesoros que Paris se había llevado.

Había muchos hombres en Troya que deseaban la paz, pero Paris declaró que nunca se separaría de los tesoros que él mismo había adquirido; y su padre, el rey, y la mayoría de los troyanos estaban tan cautivados por la maravillosa belleza de Helena que estaban dispuestos a embarcarse en una peligrosa guerra antes que desprenderse de ella. Los emisarios no consiguieron nada y abandonaron la ciudad. Mientras estuvieron allí, fueron hospitalariamente agasajados por el príncipe Anténor, pero el pueblo no les mostró ninguna buena voluntad, y no se habrían salvado de la violencia y el ultraje si Anténor no los hubiera protegido de la muchedumbre.

Mientras tanto, en Áulide, se habían completado todos los preparativos y la flota estaba lista para partir, pero día tras día soplaban vientos contrarios, por lo que era imposible zarpar. Finalmente, los griegos pidieron al sacerdote Calcante que preguntara a los dioses por qué estaban enfadados y cómo podía aplacarse su ira. Les dijo que era porque Agamenón había matado una vez, en una cacería, una cierva consagrada a Ártemis, la diosa de la caza, y que nada podía expiarlo salvo el sacrificio de Ifigenia, la hija de Agamenón. El rey sintió miedo y horror y no quiso oír hablar de tal expiación: su hija le era más querida que nada en el mundo, y dijo que permitiría que ocurriera cualquier cosa antes que consentir que fuera ofrecida como víctima.

Así transcurrió el tiempo; seguían soplando vientos contrarios, y los griegos se impacientaban cada vez más. Entonces todos los demás príncipes le dijeron a Agamenón que, por el bien de su hermano y del resto de los griegos, debía obedecer la voluntad de los dioses, y le presionaron tanto que al final consintió en hacer lo que querían, por lo que envió a buscar a la doncella a su casa.

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Pero la madre de Ifigenia no habría consentido que se la llevaran si hubiera sabido el destino que la aguardaba, así que Agamenón tuvo que engañar a su esposa diciéndole que llevara a Ifigenia inmediatamente al campamento de los griegos, porque iba a casarla con el joven Aquiles antes de zarpar hacia Troya. Clitemnestra se alegró al oírlo y se apresuró a ir a Áulide con su hija, vestida de fiesta y seguida de una noble comitiva; pero cuando supo la verdad, se llenó de cólera y desesperación y maldijo a su marido por haber consentido tan funesta fechoría.

Ifigenia habría preferido vivir más tiempo, pero, como los griegos no podían marcharse si no era tras su muerte, se sometió a la dura necesidad y se dejó conducir al altar como víctima voluntaria. El fuego del sacrificio ardía alto y brillante; junto al altar estaba la doncella, y cerca de ella, el sacerdote, con el cuchillo sacrificial en la mano. Primero rezó a Ártemis, y luego levantó el cuchillo para clavarlo en el corazón de la joven; pero en ese momento una nube descendió de repente y produjo una oscuridad total, y, cuando la nube se levantó de nuevo, yacía sobre el escalón del altar una cierva en lugar de Ifigenia, y la doncella había desaparecido.

El sacerdote, reconociendo la voluntad de la diosa, sacrificó la cierva, y, en cuanto lo hizo, las velas de las naves ya ondeaban con el viento favorable. Mientras tanto, Ifigenia había sido transportada a un país lejano, donde había un templo de Ártemis, en el que sirvió a la diosa como sacerdotisa; y después de muchos años tras la guerra, pudo regresar a su hogar en la hermosa tierra de Grecia.

«Los griegos en Áulide» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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