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Griegos y troyanos

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Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Los griegos navegaron ahora por el ancho mar hasta llegar a la costa de Asia y acercarse a la ciudad de Troya. Desembarcaron a cierta distancia de la ciudad y atracaron sus naves en la orilla, colocándolas en filas, una detrás de otra. No era poca la distancia que debía recorrer quien quisiera caminar a lo largo de una de esas hileras, y eran innumerables las tiendas instaladas para que vivieran los príncipes y la soldadesca. El campamento, con sus anchas calles y estrechos caminos, parecía una ciudad no menos grande que la poderosa Troya.

Los troyanos se llenaron de asombro cuando vieron desde sus murallas aquel maravilloso campamento, que se extendía más allá de lo que alcanzaba la vista. Sin embargo, no perdieron el valor, pues habían mandado llamar a todos sus vecinos para que acudieran en su ayuda, y un buen grupo de hombres había acudido rápidamente en su ayuda. Pero, sobre todo, confiaban en los cincuenta hijos de su rey, Príamo. Todos eran valientes y nobles, pero ninguno se acercaba en valor al mayor de los hermanos, el poderoso Héctor. Además, era muy hábil en dirigir ejércitos y amaba a su patria más allá de la vida misma. Entre los demás ciudadanos también había muchos héroes valientes; y en caso de que les ocurriera lo peor en campo abierto, tenían su ciudad de altos muros y bien protegida, en la que siempre podían encontrar un refugio fiable. Esperaban, por tanto, que los griegos se vieran pronto obligados a abandonar la guerra y regresar, avergonzados y desconcertados, a sus hogares. No sabían que bajo el mando del rey Agamenón se había reunido una noble hueste de héroes.

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De todos los griegos, el más fuerte y poderoso era Aquiles, pero había muchos otros que no le iban a la zaga en valor. Además, entre los griegos no solo había hombres valientes que sabían luchar, sino también sabios que sabían aconsejar. El prudente Odiseo estaba allí, y el anciano y experimentado Néstor, que en su juventud había vivido mucho en compañía de héroes y se había distinguido en muchos conflictos peligrosos. Era tan viejo que los nietos de aquellos que habían sido compañeros de su juventud eran ya hombres adultos, y bien podría habérsele disculpado si hubiera optado por permanecer tranquilamente en casa y esperar noticias de la guerra hasta que los héroes regresaran y se lo contaran todo, pero su valiente espíritu no le permitía descansar en la ociosidad, y prefirió seguir a los hombres más jóvenes hasta Troya y ganar para sí honor y renombre, no solo en el campo de batalla, sino aún más en las asambleas. A él se remitían los griegos siempre que era necesario considerar cuál sería el camino que conduciría con mayor seguridad a la gloria y a la victoria, pues Néstor tenía la ventaja de conocer por experiencia propia las grandes hazañas del pasado que servían de advertencia y de modelo a los hombres de épocas posteriores; y cuando se levantaba para hablar, las palabras que salían de sus labios eran tan claras y tan persuasivas que su opinión obtenía siempre la aprobación de quienes le escuchaban.

Pronto comenzó la lucha, y la llanura entre Troya y el campamento de los griegos estaba constantemente inundada de sangre. Sin embargo, pasaban los años y el final de la guerra no parecía acercarse, pues había muchos héroes valerosos en ambos bandos, y el destino parecía favorecer primero a una parte y luego a la otra. Era como cuando una tropa de muchachos se ve envuelta en una prueba de fuerza, que a menudo dura mucho tiempo antes de que la victoria se declare para uno u otro bando, pues, cuando una de las partes parece completamente agotada y a punto de ceder, algo les inspira a menudo un nuevo ardor, y, poniendo en juego todas sus fuerzas, consiguen recuperar el terreno que habían perdido.

Incluso los dioses del Olimpo observaron la lucha con vivo interés y participaron en ella acudiendo en ayuda de los mortales más queridos, griegos o troyanos, en los momentos de necesidad. Hera y Atenea siempre habían amado a los griegos por encima de todas las demás naciones, y en esta guerra estaban más dispuestas a ayudarles porque odiaban a Paris y a todos los que luchaban de su lado, y deseaban su ruina.

Como los griegos estaban lejos de sus hogares, se vieron obligados a tomar del enemigo como botín todo lo que necesitaban para vivir. Por lo tanto, a menudo hacían expediciones en busca de comida a las ciudades y aldeas vecinas, encabezadas por Aquiles o algún otro caudillo, y en estas ocasiones se mataba a los hombres, se capturaba a las mujeres como esclavas, y todo lo que valía la pena se llevaba de vuelta al campamento, donde el botín se repartía entre los caudillos y los soldados. La soldadesca disponía así de provisiones en abundancia, y los jefes llenaban sus tiendas de vasijas de oro y plata y otros costosos tesoros.

«Griegos y troyanos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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