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Agamenón y Aquiles

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Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Habían transcurrido así nueve años, y las esperanzas de los griegos estaban puestas en el décimo año, pues se había predicho por una señal divina que el décimo año sería testigo del fin de la guerra y de la destrucción de la ciudad odiada.

Mientras estaban en Áulide, se reunieron un día bajo un hermoso árbol de sombra cerca de un arroyo de aguas cristalinas. Habían levantado un altar de verde césped y se disponían a ofrecer a los dioses una hecatombe, es decir, un gran sacrificio de muchos animales. Justo en aquel momento salió de debajo del altar una gran serpientes con las fauces ensangrentadas, que se deslizó hasta la copa del árbol, donde había un nido con ocho gorriones jóvenes. Los pobres pajarillos chillaban lastimosamente, pero la serpiente se los tragó uno tras otro y terminó devorando a la madre, que no había dejado de volar alrededor del nido, como si pudiera proteger a sus crías. Una vez hecho esto, la serpiente quedó inmóvil, y los griegos vieron que se había convertido en piedra. Entonces preguntaron al sacerdote Calcante qué significaba aquello, y él respondió:

—Igual que la serpiente ha devorado a los nueve gorriones, así lucharéis en vano durante nueve años, pero en el décimo la ciudad será vuestra.

Ahora comenzaba el décimo año, y justo en ese momento se produjo una grave desavenencia entre los propios griegos.

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El rey Agamenón, después de una de las expediciones de saqueo, había ganado como parte del botín a una hermosa doncella llamada Criseida, que había sido capturada y hecha esclava. Su padre era sacerdote de Apolo en la ciudad de Crisa, y se presentó en el campamento con una guirnalda sagrada alrededor de la cabeza y una vara de oro en la mano y exigió, en nombre del dios al que servía, que le devolvieran a su hija; llevaba, además, ricos tesoros por su rescate.

Todos los demás caudillos dijeron que había que honrar al sacerdote y permitirle que se llevara a su hija, pero Agamenón despidió al anciano con ásperas palabras y amenazó con castigarlo severamente si volvía a atreverse a presentarse en su presencia. Apenado, el sacerdote regresó a su casa y rezó a Apolo para que se vengara de los griegos. El dios le escuchó, y pronto estalló una peste en el campamento, primero entre las mulas y los perros, y luego entre los propios hombres. Uno tras otro caía abatido por las flechas de Apolo, y día tras día surgían las llamas de las piras funerarias en las que se quemaban los cuerpos de los muertos.

Por fin, Aquiles convocó a los jefes y pidió al adivino Calcante que les explicara por qué el dios estaba enfadado y cómo podía apaciguarse. Calcante respondió que conocía bien la causa de la peste, pero que temía declararla a menos que Aquiles jurase protegerle de la ira de aquel a quien convertiría en su enemigo por lo que tenía que decir. Aquiles juró que lo protegería, aunque fuera del propio Agamenón; y entonces Calcante proclamó la razón de la peste y dijo además que no cesaría hasta que la hija del sacerdote hubiera sido devuelta a su hogar sin rescate y se hubiera ofrecido al dios una hecatombe de cien víctimas.

Agamenón se disgustó mucho, pero dijo que, por el bien de los griegos, devolvería la esclava a su padre; sin embargo, debían darle otra en su lugar. A esto Aquiles respondió que debía esperar hasta el momento en que Troya fuera vencida, y entonces recibiría tres o cuatro veces el valor de su pérdida. Sin embargo, Agamenón ya estaba enfadado con Aquiles por haber prometido su protección al adivino, y respondió que ninguna otra esclava le satisfaría salvo la doncella Briseida, que había caído en manos del propio Aquiles, y que, si Aquiles se negaba a separarse de ella por las buenas, se apoderaría de ella por las malas.

Entonces los dos caudillos intercambiaron más palabras y comentarios ofensivos y, al final, Aquiles dijo que no iba a pelearse con el rey por una esclava, sino que, puesto que esa era la gratitud que se había ganado por acudir en ayuda de los griegos, renunciaba a tomar parte en la guerra y se disponía a volver a casa con todos sus barcos. Agamenón no prestó atención a sus palabras. Entonces, Aquiles se levantó y, arrojando su bastón de príncipe contra el suelo, gritó:

—Tan cierto como que este bastón no ha dado ramas ni hojas desde el día en que fue cortado del árbol, así de cierto será que llegará el momento en que los griegos pedirán en vano mi ayuda y en que Agamenón se arrepentirá amargamente de haber negado al más valiente de sus héroes el honor que le correspondía.

Aquiles cumplió su palabra: cuando Agamenón envió a dos heraldos a buscar a Briseida, permitió que se la llevaran, a pesar de que ella no quería marcharse. Además, se retiró del campamento y de la sala del consejo, por duro que fuera para él sentir que ya no tenía parte ni suerte en la guerra.

Agamenón envió de vuelta a Crisa a la hija del sacerdote sin rescate, y con ella una hecatombe que el sacerdote sacrificó en el altar de Apolo, rogando al dios que hiciera cesar la peste. Al mismo tiempo, se ofreció un gran sacrificio en el campamento, y todos los griegos se purificaron y lavaron sus cuerpos.

«Agamenón y Aquiles» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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