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Duelo entre Paris y Menelao

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Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Los griegos volvieron de nuevo a la lucha, pero sin los mirmídones (como se llamaba a los valientes soldados de Aquiles). Estos permanecieron en sus tiendas, y a sus caballos, en lugar de correr por el campo de batalla con los carros de guerra, se les permitió alimentarse a sus anchas, ya que los carros permanecían en las tiendas sin ser utilizados, envueltos en mantas. Los mirmídones trataban de pasar el tiempo entreteniéndose con todo tipo de juegos, y competían entre sí lanzando pesados discos para ver quién tenía el brazo más fuerte, y arrojando lanzas y disparando flechas para ver quién tenía la vista más aguda; pero habrían preferido participar en la batalla, como antaño.

Cuando los troyanos vieron que el enemigo se preparaba para la lucha, también ellos se prepararon y salieron corriendo de las puertas para hacerles frente. Por ambas partes marchaban al frente los soldados de infantería, y detrás iban los líderes y los príncipes, la mayoría en carros de guerra. Entre los príncipes troyanos más destacados estaba Paris, que en voz alta exigió que uno de los héroes griegos más nobles se adelantara y luchara con él.

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Menelao escuchó el desafío con alegría, bajó de su carro y corrió al encuentro de Paris, deseoso de matar al hombre que le había robado a su esposa. Pero, como cuando un caminante en un claro boscoso se topa de improviso con una enorme serpiente y huye de ella, así Paris, presa de un miedo repentino, se apresuró a refugiarse entre sus compatriotas.

Su hermano Héctor le siguió y le reprochó su cobardía:

—¡Cómo te escarnecerán los griegos! —le dijo—. Has tenido el coraje de robarle la esposa a un extranjero, pero tu valor no va más allá, pues en la batalla no sirve de nada que toques la cítara, ni tu bello semblante, ni tu larga melena rubia.

Paris, avergonzado por sus palabras, respondió:

—Héctor, tu reproche es justo. Sí, que los troyanos y los griegos abandonen la batalla; yo en solitario lucharé con Menelao por Helena y sus tesoros.

Entonces Héctor se adelantó y se colocó frente a las filas troyanas, haciendo una señal de que deseaba hablar; y cuando Agamenón hubo proclamado el cese de la lucha, Héctor declaró el propósito de su hermano. A esto, Menelao respondió:

—Que así sea: que la disputa de los griegos y los hombres de Troya se decida de este modo. Pero antes, que ambas partes se obliguen mediante un pacto sagrado a que la parte del vencido acate el resultado de la lucha. Traed al rey Príamo de la ciudad para que nos lo jure; confiaremos en el juramento del anciano.

Héctor envió dos heraldos a la ciudad, y enseguida Príamo llegó al campo de batalla, y con él el anciano Anténor. Tres corderos, uno de los cuales era negro, fueron colocados en medio de la llanura, y Agamenón les cortó las crines y rogó a Zeus y a Helio y a la diosa de la tierra, seca ante los dioses de los arroyos vecinos, que fueran testigos del juramento. Luego degolló a los corderos y dejó que su sangre se sumergiera en la tierra, y después de esto, los heraldos llevaron copas de vino que fueron derramadas como libación a los dioses, y griegos y troyanos rezaron por igual para que Zeus castigara a aquel que rompiera el juramento y esparciera sus sesos por la tierra como el vino que ahora fluía sobre ella.

Una vez concluido el pacto, Príamo regresó a la ciudad, pues no quería quedarse, no fuera a ser que viera caer a su hijo en la lucha. Héctor y Odiseo midieron el terreno e indicaron a los combatientes dónde debían situarse. Luego colocaron dos guijarros en un yelmo, marcados con los nombres de los dos héroes, y Héctor lo agitó sin mirar.

El de Paris saltó primero, y tuvo, por tanto, el primer turno al arrojar la lanza. Apuntó y golpeó el escudo de Menelao con su proyectil, pero no lo atravesó. Era ahora el turno de Menelao; pero primero rogó en voz alta a Zeus que le concediera la victoria para que en los tiempos venideros los hombres temieran tratar con traición a aquellos que debían mostrarles hospitalidad; luego arrojó su lanza, y su brazo era tanto más fuerte que el de Paris que la lanza atravesó el escudo y las ropas de su enemigo hasta el cuerpo; sin embargo, no le hirió, pues se apartó, de modo que el arma no hizo más que rozarle la piel.

Entonces Menelao se abalanzó sobre Paris con la espada en alto y le asestó un fuerte golpe en el casco, con la intención de atravesarlo y herirle en la cabeza; pero la hoja se rompió en tres pedazos. Rápidamente le agarró la cresta del yelmo y le dio un tirón con la intención de arrastrar a Paris por el suelo y acabar así con sus días. Pero se acercó, sin que nadie la viera, Afrodita, la diosa protectora de Paris, y soltó la correa que sujetaba su casco, de modo que Menelao pronto se encontró con un casco vacío en la mano. Lo arrojó hacia los griegos y cogió una lanza, pero, cuando volvió a mirar a su alrededor, Paris no estaba por ninguna parte. Lo buscó con afán entre los troyanos, y ellos, de hecho, no le habrían ayudado a escapar, ya que ahora todos lo odiaban, pues lo consideraban causante de la miserable guerra, pero en ninguna parte pudo Menelao encontrar ningún rastro de él, porque Afrodita lo había cubierto con una nube y lo había llevado por el aire al palacio, donde ahora yacía a sus anchas, tendido sobre mullidos cojines.

Helena había estado observando la lucha desde las murallas de la ciudad, deseando con todo su corazón que la victoria cayera del lado de su primer marido, pues el encantamiento con el que Afrodita había hecho que estuviera dispuesta a abandonarlo había perdido su poder, y lamentaba amargamente el día en que consintió en abandonar su hogar y embarcarse con Paris.

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Entonces Agamenón gritó en voz alta:

—Hombres de Troya, Menelao ha vencido. Preparaos para entregarnos a Helena y todos sus tesoros.

Nadie respondió. Sin embargo, las diosas Hera y Atenea, que odiaban a los troyanos y habían jurado que la ciudad sería arrasada, no estaban dispuestas a dejar que la guerra terminara tan fácilmente, y Atenea tomó la forma de uno de los héroes troyanos y se dirigió a Pándaro, un héroe que había acudido con su pueblo desde un país vecino para ayudar al rey Príamo. A él le dijo:

—Ahora es el momento de que te ganes el favor de Paris matando a su más acérrimo enemigo, Menelao, que está allí entre los griegos, sin sospechar nada. Ruega a Apolo que dirija tu flecha para que no la sueltes de tu arco en vano.

Pándaro se dejó influir fácilmente: cogió su arco y sus flechas y, llamando a algunos de sus compañeros para que se acercaran y sostuvieran sus escudos ante él para que no lo vieran los griegos, primero rezó a Apolo y luego apuntó a través de un espacio entre los escudos, y entonces disparó. Era un arquero experto, y la flecha habría atravesado el corazón de Menelao si Atenea no hubiera acudido en su ayuda; pero ella desvió la flecha para que diera en un lugar que estaba protegido por un cinturón de doble grosor, y, aunque atravesó el cinturón y las vestiduras que había bajo él, solo se clavó un poco en el músculo.

Así quedó roto el tratado y se reavivó la guerra. Griegos y troyanos se levantaron del suelo sobre el que se habían sentado, y pronto la batalla se extendió de nuevo tumultuosamente por la llanura, ahora en una dirección y ahora en otra.

«Duelo entre Paris y Menelao» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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