Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.
Entre los griegos había un joven y valiente héroe llamado Diomedes, muy querido por Atenea. Ese día se distinguió por encima de todos los demás y ya había matado a muchos troyanos, cuando fue avistado por Pándaro, quien inmediatamente apuntó y le hirió en el hombro derecho, pues la flecha le atravesó la armadura y le salió por el otro lado. Entonces Pándaro gritó de alegría:
—Ahora, seguid adelante con nuevo coraje, oh, troyanos, porque el más valiente de los griegos está herido y le queda poco tiempo de vida.
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La herida no era tan grave como Pándaro suponía, pero Diomedes ya no podía seguir luchando. Desanimado, abandonó la batalla y rogó a uno de sus amigos que le sacara la flecha de la herida. Entonces elevó su plegaria a Atenea y le dijo:
—Diosa bondadosa, concédeme este favor de tus manos, para que en un tiempo no lejano vuelva a encontrarme en batalla con el hombre que me ha atacado y se jactaba de haberme herido de muerte.
De inmediato sintió que una nueva fuerza y vigor se apoderaban de sus miembros y estaba tan sano como si no le hubieran herido en absoluto.
La diosa se le apareció y le dijo:
—Ahora puedes volver a la batalla, pero hoy no solo los troyanos, sino los mismos dioses luchan contra ti. Por tanto, quitaré de delante de tus ojos la nube que oculta a los dioses de la vista de los mortales, para que puedas conocerlos y temerlos. No te atrevas a luchar con ninguno de los otros dioses, pero, si Afrodita entra en la batalla, no la perdones.
Diomedes se apresuró a colocarse de nuevo en primera fila y, si antes había sido temible para el enemigo, ahora era mucho más terrible y parecía un león furioso suelto entre ellos. Uno de los príncipes troyanos, Eneas, que era hijo de Afrodita, vio que la gente huía aterrorizada ante él, y buscó a Pándaro, el arquero infalible, y le rogó que cogiera su arco y pusiera fin a la destrucción que estaba causando Diomedes. Mas Pándaro le respondió amargamente:
—Parece que es Diomedes ese que vuelvo a ver, aunque hace poco tiempo que mi flecha atravesó su cuerpo. Si mi destino es volver alguna vez a casa, que quien quiera separe mi cabeza de mi cuerpo si no es mi primera acción romper mi arco en pedazos y arrojarlo al fuego. Hoy le he apuntado dos veces, y cada vez he acertado a mi enemigo, pero sin herirle. Mucho mejor me habría ido si hubiera traído caballos y un carro de guerra y hubiera luchado con lanza y espada.
Entonces Eneas rogó a Pándaro que subiera a su carro, a lo que este accedió de buen grado, y acordaron que Eneas guiara el carro y que Pándaro luchara.
Así pues, se apresuraron hacia Diomedes, quien, al verlos llegar, dijo alegremente a los que estaban cerca de él:
—Confío en que nunca más vuelvan con vida, al menos no los dos. Que Atenea me preste ahora su ayuda, y los mataré y me llevaré como botín esta noble pareja de caballos, hijos de los que Zeus regaló en su día al rey Laomedonte a cambio de su hijo Ganimedes.
Nota: Zeus había enviado una vez a su águila sagrada para que se llevara al hermoso niño Ganimedes al Olimpo como su copero.
A esto, Pándaro respondió desde el carro:
—Mi flecha no te ha matado, Diomedes, pero intentaré herirte de muerte con mi lanza. —Tiró y, viendo que había atravesado el escudo de su adversario, exclamó—: Ahora estás herido, y la muerte está cerca de ti.
Sin embargo, la lanza no había atravesado la carne, y Diomedes, a su vez, arrojó su arma e hirió a Pándaro entre la nariz y los ojos, de modo que se desplomó y murió al instante.
Eneas saltó de su carro y se colocó delante del cadáver de su amigo para protegerlo, pero Diomedes agarró una gran piedra que había colocada en la llanura a modo de hito y, lanzándola con todas sus fuerzas contra Eneas, le golpeó en el muslo y le aplastó el hueso. Eneas se tambaleó y cayó al suelo, aturdido por el golpe, pero su madre Afrodita acudió rápidamente en su ayuda y lo cubrió con su velo, estrechándolo entre sus brazos.
Diomedes la reconoció y, recordando las instrucciones de Atenea, gritó en voz alta:
—¿No te basta, oh, Afrodita, con embaucar mujeres débiles? ¿Deseas también entrometerte en contiendas y guerras?
Diciendo esto, le clavó la lanza y le hirió en la hermosa mano. De la herida no manó sangre, pues los dioses que no comen pan ni beben vino no tienen sangre en las venas, sino el rojo icor, que ahora se deslizaba por la hermosa piel de Afrodita. Ella se aterrorizó y huyó con un grito de horror, dejando el cuerpo de su hijo en el suelo. Pero no quedó abandonado, pues el dios Apolo, que también era amigo de los troyanos, lo cubrió con una nube para que no pudiera ser visto por el enemigo. Solo Diomedes distinguió al dios y supo que Eneas seguía tendido en el mismo lugar. Impertérrito, se acercó a él y por tres veces intentó herirle de muerte, pero en cada ocasión Apolo lo repelió con un poderoso golpe en el escudo. Por cuarta vez se acercó, pero, con una voz que le heló la sangre incluso a Diomedes, Apolo le dijo:
—Apártate, Diomedes, y no te atrevas a luchar contra los dioses inmortales.
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Entonces el héroe se retiró de mala gana. Mientras tanto, sus compañeros se habían apoderado de los caballos divinos de Eneas y los habían conducido a las tiendas de los griegos. Con gemidos y lágrimas regresó Afrodita a la morada de los dioses, aunque su herida ya estaba curada. Atenea se burló de ella y le dijo a Zeus, de modo que ella pudiera oírla:
—Sin duda, Afrodita ha estado de nuevo persuadiendo a alguna mujer griega para que abandone su hogar con uno de los troyanos a los que ahora es tan devota, y los mimos y caricias han hecho que se arañe la mano con un broche.
«Diomedes» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com