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La misión de espionaje en la noche

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Este es uno de los capítulos de La guerra de Troya, de Carl Witt (1815-1891), traducida (y algo adaptada) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

Mientras tanto, de las hogueras de los troyanos brotaban alegres sonidos de tibias y flautas, que llegaban al campamento de los griegos y les recordaban más que nunca la triste situación en que se encontraban. En su preocupación por la seguridad del campamento, Agamenón y los demás jefes decidieron dar una vuelta por los alrededores y comprobar que todos los centinelas estaban alerta.

Una vez convencidos de ello, se pusieron de acuerdo sobre lo que sería mejor hacer, y Néstor dijo a los demás héroes:

—¿Quién de vosotros se atrevería a acercarse sigilosamente al campamento de los troyanos y escuchar sus conversaciones o hacer prisioneros a algunos de los que se encuentran en las afueras del campamento? El que se atreviera a hacer esto ganaría gran reconocimiento, y todos los caudillos le regalarían una oveja con su cordero.

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Entonces se levantó el intrépido Diomedes y dijo:

—Me aventuraré yo, pero preferiría hacerlo con un compañero, pues dos cabezas piensan mejor que una.

En el mismo momento, otros seis se ofrecieron, y Agamenón dijo a Diomedes que podía elegir al que prefiriera llevar consigo.

Al instante se decidió por Odiseo, «pues —dijo— Atenea lo ama, y con él apenas temería atravesar rejas de arado ardiendo, pues sabe salir de todas las dificultades».

Los héroes se armaron y se dirigieron por el campo de batalla hacia las hogueras del enemigo. Ambos eran muy queridos por Atenea, que les envió para animarlos un buen augurio: una garza que voló justo sobre sus cabezas; sin embargo, solo pudieron reconocerla por su grito: tan densa era la oscuridad de la noche.

Héctor también decidió enviar un espía, y ofreció el mejor carro y los mejores caballos que pudieran arrebatar a los griegos como recompensa a quien se aventurara en su campamento y le informara de si tenían pensamiento de huir. Esta oferta encendió la ambición de Dolón, un joven de aspecto mezquino, pero buen corredor. Se adelantó y dijo:

—Iré yo, pero antes júrame que me darás lo mejor de todo: los corceles del mismísimo Aquiles. Por ellos llegaré hasta las tiendas de Agamenón, donde sin duda están reunidos en consejo los caudillos en este momento.

Héctor juró que ningún otro que Dolón poseería los corceles de Aquiles, e invocó a Zeus para que fuera testigo del juramento, y Dolón se puso en camino con el corazón exultante, imaginándose el magnífico carro y los caballos de Aquiles, y el orgullo con el que se subiría al carro y conduciría los caballos adonde quisiera.

Mientras tanto, Odiseo y Diomedes avanzaban cautelosamente, cuando de repente Odiseo se detuvo y susurró a su compañero:

—Oigo a alguien que viene desde Troya, pero no sé si viene a saquear a los muertos o en busca de noticias. Le dejaremos pasar y luego daremos media vuelta y le haremos prisionero.

Todo el campo estaba sembrado de cadáveres, y ellos se tumbaron entre ellos y esperaron a que Dolón hubiera pasado; entonces se levantaron de un salto y corrieron tras él. Dolón pensó al principio que se trataba de algunos de sus compatriotas que habían sido enviados por Héctor para hacerle volver; pero cuando se acercaron y no hablaron, se dio cuenta de que eran enemigos, y corrió tan deprisa como pudo con la esperanza de que dando una vuelta podría regresar el campamento de los troyanos. Pero le cortaron la retirada y le obligaron a acercarse cada vez más al campamento de los griegos.

—¡Quieto, o te atravieso con mi lanza! —gritó Diomedes, y al mismo tiempo arrojó su lanza, pero no le alcanzó, sino que voló por encima de su cabeza y se clavó en el suelo.

Dolón se quedó inmóvil, con los dientes castañeteándole de miedo, y, cuando se acercaron a él, dijo entre lágrimas:

—No me matéis, sino llevadme prisionero, pues mi padre es rico y de buena gana pagará el rescate por mí cuando sepa que estoy en vuestras manos.

—No pienses ahora en la muerte —respondió Odiseo—, sino dime por qué has salido de noche al campo de batalla: ¿para espiar en busca de noticias o con algún otro propósito?

Con voz temblorosa, Dolón respondió:

—Ay, es Héctor quien me ha causado este problema. Me prometió el carro y los caballos de Aquiles si le llevaba noticias vuestras.

Ante esto, Odiseo sonrió y dijo:

—Confías demasiado en tus propias fuerzas: nadie salvo el propio Aquiles puede controlar esos caballos. Pero dime: ¿dónde está la tienda de Héctor? ¿Y cómo está vigilado el campamento?

—Héctor y los otros príncipes están en medio del campamento, y el resto de los troyanos vigilan alrededor de sus fuegos. Pero los aliados duermen, pues no tienen mujeres ni niños en la ciudad que vigilar.

—¿Están los aliados mezclados entre los troyanos o acampan por separado?

Dolón informó de dónde habían acampado las distintas divisiones y, con la esperanza de ganarse la buena voluntad de los héroes, añadió:

—Si queréis adentraros en el campamento, encontraréis, en la fila más alejada, a los tracios y a su rey Reso, que tiene los caballos más hermosos que jamás he visto: son blancos como la nieve y veloces como el viento. Su carro brilla con plata y oro, y su armadura es de oro puro. Pero ahora llevadme a vuestras naves o atadme aquí a aquel tamarisco mientras comprobáis por vosotros mismos si he dicho la verdad.

Pero Diomedes lo miró sombríamente y dijo:

—Ya no puedes vivir, por mucho que me lo ruegues. Si te dejáramos libre, volverías a salir contra nosotros, ya fuera como espía o como combatiente. Solo con tu muerte podremos asegurarnos contra ti.

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Dolón habría seguido con sus súplicas, pero sus palabras fueron interrumpidas por la espada de Diomedes, que lo derribó y lo mató.

Diomedes le quitó las ropas y las armas, y Odiseo las levantó en el aire y dijo:

—Este botín te lo dedicamos a ti, Atenea, y ahora acompáñanos en nuestra búsqueda de los tracios y sus caballos.

A continuación, colgó el botín en un árbol para poder encontrarlo en su viaje de regreso y llevarlo a casa. Siguieron adelante, abriéndose paso entre los cadáveres hasta que llegaron al lugar donde acampaban los tracios.

Odiseo los avistó primero y susurró a Diomedes:

—Mira, allí están los caballos blancos como la leche, y allí deben de estar tendidos los camaradas del rey de Tracia.

Diomedes desenvainó su espada y, pasando de uno a otro de los tracios dormidos frente a su rey, le atravesó el corazón a cada uno. Eran doce, y el rey, al que mató el último de todos, era el decimotercero. A medida que mataba a cada uno, Odiseo arrastraba el cuerpo por los pies desde el lugar donde había estado dormido, para dejar un espacio libre delante de los caballos; luego tomó a los corceles y tiró de ellos hacia delante.

Diomedes habría continuado su sangriento trabajo, pero Atenea le susurró al oído:

—No olvides que tienes que volver a las naves.

Los héroes se subieron entonces a lomos de los caballos y se alejaron al galope. Ya era hora de que lo hicieran, pues los gemidos de los moribundos habían despertado a uno de los tracios, que, al ver la destrucción que el enemigo había causado entre ellos, lanzó un fuerte grito de alarma. Los troyanos lo oyeron, fueron corriendo al lugar y persiguieron a los héroes, pero no pudieron alcanzarlos.

Los caudillos griegos, que esperaban junto a sus hogueras el regreso de Odiseo y Diomedes, se sorprendieron al oír el repiqueteo de los cascos de los caballos, pues en el mejor de los casos esperaban que sus compañeros regresaran sanos y salvos, y poco esperaban que llevaran caballos tomados como botín. Pero los jinetes fueron recibidos con alegría cuando la luz del fuego reveló los rostros de Odiseo y Diomedes. Desmontaron rápidamente y contaron todo lo que les había ocurrido, y entonces todos los héroes se retiraron a sus tiendas para pasar el resto de la noche.

Las ropas y las armas de Dolón las depositaron en la nave de Odiseo y las ofrecieron solemnemente a Atenea.

«La misión de espionaje en la noche» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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