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Libro primero de las sátiras de Horacio

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Este es uno de los libros de las sátiras de Horacio traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

I

¿En qué consiste, Mecenas, que nadie está contento con la suerte que le depara el acaso o la propia elección, y todos envidian la del prójimo? «¡Felices los mercaderes!», grita el soldado veterano ya agobiado por los achaques, y al contrario el mercader, si la tempestad azota su nave, exclama: «¡Cuánto mejor es la milicia!; allí al menos se combate, y en un abrir y cerrar de ojos nos sorprende la muerte repentina o la alegre victoria». El abogado envidia la suerte del labriego litigante que al cantar el gallo golpea su puerta, y el labriego que, por haber salido fiador, se traslada del campo a la ciudad, sostiene que solo en esta se vive una existencia regalada.

Tan continuas quejas serían capaces de rendir al charlatán Fabio; mas para no ser prolijo quiero que sepas adónde voy a parar. Si un dios les dijese: «Colmaré vuestros votos: tú, soldado, serás mercader; tú, jurisconsulto, labriego. Ea, pronto, cambiad vuestros respectivos papeles. ¿Qué os detiene?», todos se negarían, dejando escapar la dicha de sus manos. ¿Y osarán quejarse cuando Jove se les muestre colérico y cierre los oídos insensibles a sus ruegos?

Me cuidaré de tomarlo a risa y chirigota, aunque nadie puede impedirme que diga la verdad en tono chancero, como esos maestros indulgentes que regalan bollos a los niños para que estudien mejor sus lecciones; mas ahora, bromas aparte, hablemos seriamente.

El soldado, el pérfido mesonero, el audaz navegante que cruza los mares, dicen que sufren sus rudos trabajos con el fin de allegar recursos que les aseguren una vejez tranquila, y citan el ejemplo de la pequeña y afanosa hormiga, que acarrea a su troje el grano sin descanso hasta hacinar un montón: tan cauta y previsora le han hecho las contingencias del porvenir. Cierto, mas, así que las lluvias de enero entristecen el tiempo, ya no sale de su escondite, y como advertida gasta las provisiones que antes recogiera; mientras a ti ni el sol canicular, ni el frío del invierno, ni el mar, ni la guerra, ni el fuego, logran apartarte de los negocios, siempre temeroso de que un rival te aventaje en riquezas. ¿De qué te sirven los montones de oro y plata que escondes secretamente en las entrañas de la tierra? Si metes la mano en ellos, te juzgas arruinado, y, si no has de gastarlos, ¿qué valen los tesoros escondidos? Que se trillen en tu era cien mil modios de trigo: no por eso comerás más pan que yo; y, aunque cargues al hombro la cesta llena, tampoco recibirás mayor parte que el esclavo que nada llevó.

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Respóndeme: al que vive conforme a la naturaleza, ¿qué le importa arar cien o mil yugadas de tierra? Dices que es delicioso sacar de un gran montón. Enhorabuena; pero, si me permites tomar otro tanto de uno pequeño, no veo por qué haya de preferir a mis sacos tus graneros atestados.

Tal vez no necesitas más que un cántaro o un vaso de agua, y corres a tomarla del río caudaloso, menospreciando la vecina fuentecilla. ¿Y qué te sucede? Que por tu amor insensato a la abundancia destruye el Ofunto la margen que pisas, y te arrastra al mar en su carrera, mientras el que vive satisfecho con solo lo necesario ni bebe el agua enturbiada por el fango ni pierde la vida en las ondas impetuosas.

El vulgo, seducido por los engaños de la codicia, razona así: «Nunca se posee bastante; cuanto tienes, tanto vales». ¿Qué responderles? Dejémosles ser desgraciados, ya que lo son por su gusto.

Había en Atenas un rico avariento que refunfuñaba entre dientes, sordo a las murmuraciones del pueblo: «La gente me silba, es verdad; pero yo me aplaudo al entrar en mi casa y contemplar el dinero que guardo en el arca». Tántalo muere de sed en medio de las ondas que huyen de sus labios. ¿Te ríes? Pues muda el nombre y aplícate la fábula.

Duermes con inquietud sobre tus talegos llenos, y los miras con el respeto que a las cosas sagradas, o te extasías con ellos como si fuesen hermosas pinturas. ¿Sabes tú lo que vale el oro y cuál es su mejor empleo? Con él se compra el pan, el vino, las legumbres y aquellas cosas cuya falta nos causa la mayor tristeza; mas vigilar día y noche sobresaltado, temer los incendios, los ladrones y los siervos que maquinan fugarse con el caudal me divierte tan poco que deseo ser pobrísimo de bienes semejantes.

Si tu cuerpo adolece con los escalofríos del pasmo o caes en el lecho por cualquier otra dolencia, con el dinero tienes quien te asista, compre las medicinas y llame al médico que procure tu alivio y te devuelva sano y salvo a tus tiernos hijos y queridos parientes. ¡Qué error! Ni a tus hijos ni a tu esposa les importa un bledo tu salud. Vecinos, criados y criadas, todos te aborrecen. ¿Te asombra ser el blanco del odio general cuando tú lo pospones todo al interés?

Pretendes, sin ningún sacrificio de tu parte, conservar el afecto de tus amigos y el amor de los parientes que la naturaleza unió contigo por los lazos de la sangre, y pierdes tan lastimosamente el tiempo como si te empeñaras en que el asno obedeciese al freno como el caballo en el campo de Marte.

Cesa de acumular, y no temas la pobreza nadando, como nadas, en la abundancia. Acaben tus angustias, ya que tienes lo que apetecías.

No hagas lo que aquel Umidio —el cuento es breve—, tan rico que apaleaba el oro y tan tacaño que vestía peor que su siervo. Vivió temiendo siempre morir en la miseria, hasta que le partió la cabeza en dos mitades una liberta no menos valerosa que las hijas de Tindáreo.

«En fin, ¿qué me aconsejas, que viva al modo de Nevio o de Nomentano?». Siempre por los extremos. Al reprender la avaricia, no te autorizo a convertirte en un disipador y libertino. Se parecen muy poco Tánais y el suegro de Viselo. En todo hay su justo medio y límites prescritos: más acá o más allá es imposible el acierto.

Vuelvo a mi punto de partida. Que nadie, como el avaro, se consuma de envidia por la fortuna del vecino, ni se entristezca porque las cabras le rindan más abundancia de leche, sino que se compare con la turba de los más necesitados y ceje en la pretensión de exceder las rentas de este y aquel, pues, por mucho que se afane, siempre encontrará quien le venza en la contienda.

Cuando los bridones precipitan los carros en la arena, el auriga se esfuerza en ganar la mano a los que llevan la delantera, despreciando a los que se quedan atrás: de aquí que sea tan raro un hombre verdaderamente feliz, y que salga de la vida satisfecho como el convidado que sale harto de un banquete.

Pero basta, no quiero añadir una palabra; no vayas a imaginarte que he metido a saco las papeleras del legañoso Crispino.

II

Toda la ruin caterva de parásitos, flautistas, charlatanes, cómicos y danzantes anda mustia y cariacontecida por la muerte del cantor Tigelio, prototipo de liberalidad. Al revés, hay sujeto que, por no ser tildado de pródigo, es capaz de negar a su menesteroso amigo un socorro insignificante que le liberte del frío y el hambre.

Si preguntas al primero por qué razón malbarata la hacienda de sus padres y abuelos en continuas francachelas, y contrae deudas enormes comprando manjares exquisitos, te responderá muy fresco que no quiere pasar plaza de sórdido y tacaño; unos le alaban y otros le motejan.

Fufidio, rico en haciendas y dineros puestos a rédito, teme que le tengan por un alocado disipador, y hace sudar al capital el ciento por ciento, prestando a los jóvenes novicios que acaban de vestir la toga viril y tienen padres duros de corazón. Cuanto más perdido está un infeliz, con mayor ensañamiento precipita su ruina.

Alguien que me oiga acaso exclame: «¡Oh, sumo Júpiter! Por lo menos gastará al tenor de sus rentas». ¡Qué disparate! Se trata como si fuera su propio enemigo. Aquel padre de la comedia de Terencio, que vivió miserablemente por haber dado motivo a la escapatoria de su hijo, no se atormentaba con la furia de tal tacaño.

Si se me pregunta que adónde voy a parar, responderé con esta sentencia: los locos, al huir de un vicio, caen en el extremo opuesto. Mal tino en sus paseos arrastra la túnica, habiendo quien tiene a gala llevarla recogida sin pudor casi hasta la cintura. Rutilo apesta con sus perfumes, y Gorgonio huele a chotuno. Nadie se pone en lo justo. Quién se dedica a las matronas que cubren sus pies con la vesta guarnecida de púrpura, y quién anda perdido por las meretrices de la nauseabunda mancebía.

El severo Catón dijo muy sabiamente a una persona conocida que salía del lupanar: «No te avergüences; si el brutal apetito te enciende la sangre, mejor es que vengas a este sitio que no dedicarte a corromper las mujeres honradas».

«No envidio yo tales elogios», responde Cupieno, apasionado por las damas de alta alcurnia. Pues vale la pena de que sepáis los amigos del adulterio cuántos trabajos os aguardan, y cuántas amarguras envenenan los placeres que gozáis rara vez a costa de crueles peligros. Uno tuvo que arrojarse por la ventana, otro fue azotado hasta quedar medio muerto, este en su fuga cayó en manos de ladrones, aquel salvó la vida entregando la bolsa, los criados abusaron torpemente de alguno, y no faltó desdichado a quien castraron sin compasión: todos aplaudían, menos Galba, que reprobaba.

¡Cuánto menos expuestos son los lances con la clase de las libertinas! Salustio enloquece por ellas, como el adúltero por las mujeres de noble estirpe. Si la razón y prudencia enfrenasen su conducta, y por parecer liberal no cayera en la disipación, socorrería sin vilipendio ni mengua de su fortuna las verdaderas necesidades, y sería bienquisto de todos; pero se jacta continuamente de que no desea ni quiere nada con las matronas, como aquel Marseo, amante de la cómica Origo, que acabó su casa y patrimonio diciendo que no se le hablase de mujeres casadas, y andaba metido entre cómicas y rameras, con gran detrimento de su fama y mayor de su caudal.

Lo que se ha de evitar no es la calidad de la persona, sino los hechos reprensibles. Siempre será un daño gravísimo perder la reputación o destruir la hacienda, sea con una matrona o con una pobre esclava.

Vilio, cegado por el esplendor de un nombre ilustre, pretendió seducir a Fausta, hija de Sila, y pagó su loco atrevimiento viéndose arrojado de la casa con el cuerpo lleno de heridas y contusiones, mientras Longareno se holgaba con ella a su sabor. Si el ánimo de Vilio, abatido por los males que le ocasionó su imprudencia, se dijese a sí mismo: «¿Qué quieres? ¿Cuando el apetito me enciende, te pido una mujer de linaje consular envuelta en la estola rozagante?». ¿Qué respondería? «¡Era tan ilustre la estirpe de la joven!».

La naturaleza, rica en bienes, nos da muy distintos y mejores consejos. Si quieres proceder con rectitud, no confundas lo que se debe evitar y lo que puede ser apetecido, ni achaques a imperfección de las cosas los males que te sobrevienen por tu propia culpa. Ea, deja en paz a las matronas, cuyo trato acarrea mayores disgustos que placeres.

Aunque se presente cubierta de perlas y esmeraldas, visión que tanto te deslumbra, ¡oh, Cerinto!, no vayas a creer que tiene la rodilla más derecha, ni la pierna mejor conformada; muchas veces esas partes son más lindas en la mujer cortesana, que lleva la ventaja de ofrecer su mercancía sin afeites postizos, muestra a la luz lo que vende, expone a la vista sus gracias sin encarecerlas, y tampoco se cuida de ocultar lo que tenga defectuoso.

Los grandes señores, al comprar un caballo, suelen registrarlo minuciosamente, y no los engaña una arrogante presencia sostenida por débiles piernas, que el comprador sagaz no se paga solo de los cuartos hermosos, la cabeza chica y la cerviz enhiesta.

Eso es obrar con cordura. No tengas los ojos perspicaces de Linceo para ver los encantos, siendo tan ciego como Hipsea para descubrir las macas. «¡Oh, qué piernas, qué brazos torneados!». Pero también qué nariz tan picuda, qué talle tan sin garbo, qué caderas tan escuetas y qué pies tan disformes. En la matrona nunca logras ver más que la cara; lo restante lo cubre la ropa, menos en la impúdica Catia.

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Si te empeñas en coger, ya que esa es tu inclinación, los frutos del cercado ajeno, innumerables obstáculos te lo impiden. La litera, los guardianes, los peluqueros y los parásitos; la estola caída hasta los pies, el manto en que se reboza y otros mil estorbos, no te la dejan ver al natural. En la cortesana, al revés, la gasa transparente de Cos la descubre como si estuviese desnuda, sin ocultar ni el lindo pie ni el hermoso muslo, y pudiendo medirle el talle con tus propios ojos; mas tú, por lo visto, prefieres ser engañado y aflojas la bolsa antes de conocer la mercancía.

«Persigue la liebre el cazador en el monte cubierto de nieve, y si se la dan guisada en el plato se niega a probarla». Canta y prosigue: «Mi pasión es semejante a la del cazador: desdeña lo fácil y busca lo dificultoso». ¿Y con estas cantinelas esperas arrancar del pecho los graves cuidados y apagar el ardor de tu sangre? Es muy útil conocer el límite que la naturaleza puso a nuestros deseos, y aquello que negado puede o no sufrirse sin dolor, distinguiendo lo superfluo de lo estrictamente necesario.

Cuando la sed aflija tu gargarta, ¿pedirás una copa de oro donde beber? Si padeces hambre, ¿mandas que te sirvan el pavo o el rodaballo?

Si el apetito te inflama y tienes a tu disposición una criada o un esclavo jovencito con quien holgarte, ¿perderás la ocasión, consumiéndote en tu propia llama? No soy de tu parecer. Me gustan los devaneos fáciles y baratos. La que me dice: «Aguarda un poco, el pago adelantado, cuando salga mi marido», que carguen con ella, como grita Filodemo, los sacerdotes de Cibeles. La que no regatea el precio y se da prisa si la mandan venir, y llega esbelta, limpia y arrogante, sin la pretensión de aparecer más blanca de lo que es en realidad, esa sí que me seduce. Cuando estoy a su lado, la llamo Ilia o Egeria o cualquier otro nombre delicioso. No temo, al estrecharla en mis brazos, que el marido vuelva del campo, que llamen a la puerta, que el perro ladre, que la casa se hunda con estrépito, que la infiel, pálida y azorada, salte del lecho, que la confidenta grite, ¡infeliz de mí!, y que la una tema los golpes, la otra perder su dote, y yo sacar el pellejo agujereado y salir con la túnica suelta y los pies descalzos, para salvar la bolsa, las costillas o la fama comprometida. Es una desdicha caer en el lazo, y, si no, que lo diga Fabio.

III

Todos los cantores tienen la misma manía: se niegan obstinados a cantar si se les ruega en un círculo de amigos, y, cuando nadie los insta, acaban por hacerse insufribles con sus cánticos. El sardo Tigelio dio en esta gracia; aunque el mismo César, que podía obligarle, se lo rogase por su amistad y la de su padre, no conseguía su propósito; pero, metiéndosele en la cabeza, no cesaba de tararear la canción de Baco, ya en el tono más agudo, ya en el más grave del tetracordio, desde el principio hasta los postres del banquete.

No hubo nunca hombre tan extravagante. Unas veces corría como si le persiguiera su enemigo, otras caminaba con paso solemne como si llevase las canastillas de Juno; ya se acompañaba con una escolta de doscientos esclavos, ya con otra de diez; ora hablaba enfáticamente de reyes y poderosos, ora decía no apetecer más que la humilde mesa de tres pies, una concha por salero y una toga de lana basta que le resguardase del frío. Si alguien hubiese dado un millón de sestercios a este insensato, que juraba vivir satisfecho con poco, antes de acabar la semana lo encontraría con la bolsa completamente exhausta. Pasaba las noches de claro en claro hasta el amanecer, y los días durmiendo como un lirón; en fin, que no se ha conocido carácter más excéntrico. «¿Y tú no tienes tus faltas?». Sí que las tengo, y puede que mayores.

Desollaba Menio al ausente Novio, y cierta persona le dijo: «O no te conoces, o piensas que no te conocemos, pues tratas de confundirnos con tu garrulería». Menio responde: «Yo me perdono a mí mismo». ¡Cuán vituperable tu fatua y estúpida indulgencia! Tus ojos enfermos son muy torpes para descubrir tus macas, pero más perspicaces que los del águila o la serpiente de Epidauro para ver las de tus amigos, que a la vez sacan con igual ensañamiento tus vicios a colación.

Fulano es colérico y poco dispuesto a sufrir las cuchufletas de los burlones; con la toga suelta, el pelo mal cortado y los zapatos que se le caen de los pies, provoca la hilaridad; pero es tu amigo, es bueno como el mejor, y encubre un gran talento bajo toscas apariencias. Examinándote a ti mismo, verás que de antiguo te dominan también los vicios, hijos de tu temperamento especial o de tus malas costumbres, como los abrojos que el fuego ha de consumir en los campos abandonados.

A todas horas notamos que el amante verdadero jamás ve los defectos de su amiga, y muchas veces hasta le producen deleite, como Balbino se recreaba con el pólipo de Agna. Ojalá errásemos del mismo modo en la amistad, y diese la virtud un nombre hermoso a este error!

Debemos ser tan indulgentes con las faltas del prójimo como el padre con las de sus hijos; este, si tiene un chico bisojo, dice que tuerce algo la vista; si es un enano, tan menudo como el aborto de Sísifo, le llama su pimpollo; si anda con las piernas torcidas, lo encuentra estevado, y poco derecho si se tambalea sobre los talones.

Del que vive con estrechez, digamos que es económico; del vano y jactancioso, que quiere ser agradable a sus amigos; del rudo y libre de lengua, que es franco y enérgico; del arrebatado, que tiene un gran corazón. Es la única conducta capaz de hacer y conservar los amigos, pero nosotros ponemos tachas en las mismas virtudes, empañando el cristal transparente del vaso.

Conocemos a un vecino honrado y, como sea algo apático, decimos que es insufrible su pesadez; al que, viviendo en un mundo lleno de envidias y capaz de los mayores crímenes, sabe hurtar el cuerpo a las asechanzas que se le ponen, en vez de tenerle por cauto y precavido, le llamamos solapado y astuto, y si algún inocente, como lo hice yo contigo no pocas veces, ¡oh, Mecenas!, viene con su charla importuna a interrumpir nuestros estudios o meditaciones, decimos que es un mentecato que carece de sentido común: así tan de ligero decretamos leyes rigurosas contra nosotros mismos, puesto que ninguno está libre de defectos, y aquel es el mejor, que tiene menos.

El amigo tolerante y como debe ser, cuando pesa mis tachas y mis prendas, a poco que estas aventajen a las otras, se inclinará a mi favor, si precia en algo mi amistad, y yo le pagaré en la misma moneda. Quien pretenda ocultar la viga en sus ojos, no vea la paja en los de su amigo, que es de justicia otorgue a los demás la clemencia que para sí demanda, y, ya que sea imposible arrancar del alma la cólera y las bajas pasiones, gracias a nuestra insensatez, que la razón pese con fiel balanza los pecados y los castigue según su mayor o menor gravedad.

Si un amo crucifica a su esclavo porque al volver el plato a la cocina se comió un trozo de pescado o probó la salsa todavía caliente, ¿no será tenido entre los cuerdos por más loco que Labeón?

¡Cuánto más loco y vituperable tu proceder! Un amigo comete contra ti una falta insignificante; se la guardas, cobrando fama de cruel y rencoroso, y lo aborreces y evitas su encuentro, como el deudor de Busón, que con la cabeza baja, como si fuese un esclavo, tiene que escuchar sus atroces improperios, porque el primer día del mes no pudo satisfacer los réditos de su deuda.

Uno de los comensales ha manchado de vino el reclinatorio del festín, ha hecho trizas la fuente que cinceló el gran Evandro, o se ha engullido famélico el pollo que destinaba para mí. ¿Por estas bagatelas he de negarle mi franca amistad? Pues entonces, ¿qué haría si me robase, me negase la palabra dada o divulgase mis secretos?

Nunca han logrado convencerme de la bondad de sus razones los que sostienen que todas las faltas son casi iguales; lo repugnan el buen sentido, la moral y hasta la misma utilidad, que es como la madre de lo justo y razonable.

Cuando los hombres primitivos, mudos todavía y deformes, comenzaron a deslizarse por la haz de la tierra, disputábanse la bellota y la cueva que les guareciera con las uñas y las manos primero, después con garrotes, y por último con las armas que su industria inventó, hasta que dieron vida a la palabra y nombres a los objetos. Cesó entonces la guerra encarnizada, cercáronse los pueblos de murallas, y decretáronse leyes que reprimiesen a salteadores, ladrones y adúlteros, pues antes de nacer Helena la lujuria fue causa frecuentísima de guerras exterminadoras, donde sucumbían con muerte oscura los combatientes, que a modo de fieras se lanzaban a la conquista de una mujer. Vencía siempre el más fuerte, como el toro en el rebaño.

Preciso es reconocer que el miedo a la injusticia ha creado las leyes; así lo proclaman la experiencia de los hechos y los siglos pasados. La naturaleza no alcanza a distinguir lo justo de lo injusto, con la evidencia que distingue el placer del dolor, lo que se debe evitar y lo que debe apetecerse. No alcanza la razón a persuadirme de que comete igual delito el que destroza las coles del huerto ajeno que el ladrón nocturno que saquea las estatuas de los dioses. Ha de haber una ley que castigue con penas diferentes la diversidad de los delitos, pues sería cosa atroz desgarrar con el látigo las carnes del que solo mereciese un palmetazo. Mas no espero de ti que corrijas con la férula al que merece una tanda de azotes, cuando te oigo gritar que, si te invistieran del supremo mando, castigarías con el mismo rigor los hurtos que los latrocinios, los yerros leves que los crímenes espantosos.

Si el sabio es rico y hábil zapatero, y hermoso por ende y hasta rey, ¿a qué deseas lo que tienes? Me contestas que no he penetrado bien la doctrina del maestro Crisipo. «El sabio no cose, en verdad, zapatos ni abarcas; pero, si es sabio, es buen zapatero. ¿De qué modo? Como Hermógenes, que hasta cuando calla es cantor admirable; como el taimado Alfeno era barbero aun después de cerrar la tienda y abandonar las navajas; así el sabio es excelente maestro de todas las artes y verdadero rey». Sin embargo, rey poderoso de los reyes, los mozalbetes procaces te tiran de la barba, y, si no los ahuyentas con el garrote, a pesar de tus gritos y amenazas te perseguirán con sus rechiflas por doquiera; y, en fin, mientras tú con humos de rey corres a bañarte por un as, sin otro cortejo que el imbécil Crispino, mis complacientes amigos perdonan los errores de mi inadvertencia, yo tengo la misma tolerancia con los suyos, y soy más feliz en mi retiro que tú con tu corona.

IV

Eupolis, Cratino, Aristófanes y otros representantes de la comedia antigua, al tropezarse un bellaco digno de la sátira, un ladrón, un adúltero, un salteador o infame de vil ralea, lo fustigaban con la mayor libertad. Siguió sus pasos, imitándolos en versos de diferente especie y medida, Lucilio, poeta ingenioso y maligno, aunque duro y desaliñado, por la fatal manía de componer en un periquete doscientos versos o más, como prueba de su pasmosa facilidad, así que sus rau dales fluyen con bastante lodo que debe ser limpiado; aparece prolijo y poco dispuesto a consumir gran esfuerzo y largas horas en la faena de escribir, de escribir bien se entiende, que de escribir mucho, eso no me atrevo a negarlo.

Mirad a Crispino, que me provoca con el dedo: «Si te atreves —me dice—, coge las tablillas, señalemos hora, sitio y testigos, y veamos quién muestra mayor fecundidad». ¡Qué bien hicieron los dioses dándome un ánimo corto, pusilánime y de pocas palabras. En cambio, tú pretendes imitar al aire encerrado en los fuelles, que sopla y sopla hasta que la llama consiga ablandar el hierro.

¡Qué feliz es Fanio! Sus libros y su retrato merecen los honores de la biblioteca, mientras nadie lee mis escritos, que temo recitar en público, por la sencilla razón de que hay muchos enemigos de la sátira, por lo mismo que hay muchos dignos de ser satirizados.

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Escoge a un cualquiera de la turbamulta, y le verás roído por la envidia o trastornado por la ambición. Este enloquece por las mujeres casadas, aquel por los mancebos, el de más allá se extasía con una alhaja de plata, y Albio queda estupefacto ante un bronce artístico. El mercader, atento a su negocio, navega desde las playas orientales a las tierras donde el sol se pone, y vese arrebatado a través de mil peligros, como el polvo que arrastra el torbellino: tanto es su miedo de perder el capital o no acrecentarlo con nuevas ganancias. Todos estos odian los versos y a sus autores.

«Huye que embiste, como si llevase haces de paja en los cuernos, y en su propensión a la burla no perdona las faltas de su mejor amigo, y las agudezas que a su costa acaba de escribir procura que sean conocidas por los mozalbetes y las mujerzuelas que vuelven del horno a la fuente». Oye lo que te respondo. Primeramente me elimino del número de aquellos a quienes se concede el título de poetas, pues no basta componer versos para conquistarlo, y al que escribe como yo, en lenguaje casi prosaico, no se le ha de estimar como verdadero poeta. Solo al que está dotado de ingenio agudo, de espíritu divino y de labios que profieran sublimes acentos se le debe nombre tan honorífico.

Por eso algunos disputan si la comedia merece el título de poema, porque ni en las voces ni en las ideas revela gran nervio y entusiasmo; tanto, que, si no fuese por el metro, su lenguaje parecería el mismo de la prosa. Un padre se encoleriza contra su hijo disoluto, que por las gracias de una meretriz rehúsa enlazarse con una joven opulenta, y, para colmo de vergüenza, recorre embriagado la ciudad antes de oscurecer, precedido de blandones. ¿No oiría Pomponio iguales reprimendas en vida de su padre? Luego no basta escribir versos limpios y castizos, si al romper su medida vemos que cualquiera se explica del modo que el fingido padre de la comedia.

En las sátiras que yo escribo ahora, en las que compuso Lucilio antiguamente, al quitar el tiempo y la medida, y trastornar el orden de los vocablos, poniendo al principio los últimos, no se encuentra lo que en estos versos, aunque los deshagas:

Después que la discordia rencorosa
rompió la puerta y quicios de la guerra…

Aquí aun se ven los miembros despedazados del poeta. Y basta por hoy. En otra ocasión discutiremos si estas composiciones merecen el dictado de poemas; ahora veamos si es o no justo el odio que profesas a la sátira.

El colérico Sulcio y el ronco Caprio han sido con sus libelos el terror de los ladrones; pero el que vive honradamente y tiene limpias las manos se burla por igual del uno y del otro. Y aunque fueses tú más ladrón que Celio o Birro, ¿a qué temerme, no pareciéndome en nada a Caprio ni a Sulcio? Ninguna librería, ningún anaquel expuso a la venta mis sátiras, y ni el vulgo de los lectores, ni Hermógenes Tigelio, las estropean con sus manos sudorosas. No las recito a todos ni en todo lugar, sino solo a mis íntimos, y eso cuando me obligan.

Muchos se recrean leyendo sus versos en el foro o los baños públicos, porque en local cerrado la voz adquiere más grata resonancia, sin considerar en su estolidez si es a propósito el sitio o la ocasión. Dices que me gusta morder, y que mis versos son harto malignos; ¿y esto quién te lo ha dicho? ¿Acaso alguno de aquellos con quienes vivo en buena amistad? El que difama al amigo ausente, el que no le defiende si le acusan, el que se deleita en provocar la risa a su costa por echársela de chistoso, el que finge lo que no ha visto, el que no sabe guardar un secreto, ese es el malvado de quien debe huir todo el mundo.

Siempre que en los tres lechos del convite veas cenar a doce personas, encontrarás algún belitre que se regodea burlándose de sus adláteres, excepto del anfitrión, y ni aun a este respeta cuando el vino le desata la lengua y descubre los rincones de su pecho. Tú, enemigo de los ruines, llamas comedido, franco y amable a tal burlón, y a mí, porque suelto la carcajada y digo que el imbécil Rutilo apesta con sus perfumes y Gorgonio con su hediondez, me calificas de envidioso y mordaz.

Si alguien relata los hurtos de Petilio Capitolino en tu presencia, le defiendes como tienes por costumbre. «Capitolino es mi compadre y amigo desde la infancia, Capitolino me ha prestado grandes servicios, y celebro que viva en Roma con entera libertad, aunque me admira cómo pudo salir tan bien librado de aquel proceso». Esto sí que es tener vil intención y diente venenoso, lo que nadie verá en mis escritos, y todavía menos en mi corazón, y esta es la promesa que hago más seguro de cumplirla. Si hablo con libertad y gracejo de ciertas personas, estoy en mi derecho y merezco tu indulgencia.

Mi buen padre me infundió horror al vicio con oportunos ejemplos. Cuando me exhortaba a vivir sobria y ordenadamente, y satisfecho con la herencia que había de legarme: «¿No ves —me decía— lo que pasa al hijo de Albio y al arruinado Baro?». Gran documento para los que derrochan la hacienda paterna. Si quería apartarme de la torpe inclinación a las rameras: «¡Oh, no te parezcas a Sectano!». Y para que huyese de las matronas, prefiriendo saborear deleites menos peligrosos, me traía a cuento la infame reputación de Trebonio cogido infraganti. «El sabio te demostrará con argumentos la bondad o malicia de los actos; yo solo aspiro a inculcarte las costumbres sanas de nuestros abuelos, y conservar tu vida y tu fama libres de riesgos mientras necesites maestros. Cuando la edad robustezca tus miembros y aumente tus bríos, entonces nadarás sin corchos». Con tales consejos instruía mi niñez y, si me ordenaba obrar de un modo, poníame por ejemplo que me persuadiese el de algún conspicuo personaje. Si me vedaba otras acciones: «¿Dudarás que sea afrentoso y dañino, viendo cómo este y aquel y el de más allá han perdido por ello su reputación?».

Como la muerte de un gastrónomo llena de terror a las víctimas de la gula, y el miedo de tener el mismo desastroso fin les fuerza a corregirse, así el oprobio de los demás aparta a la tierna juventud de los hechos reprensibles, y así logré conservarme limpio de maldades, ya que no de leves faltas dignas de tu perdón. Acaso con la edad desaparezcan de raíz, gracias al consejo propio o a la advertencia de un amigo leal.

Cuando estoy en la cama o paseo en los pórticos discurro y me digo para mis adentros: «Esto es lo más acertado; obrando así viviré feliz y seré grato a mis amigos; mal hizo en esto Fulano, y yo sería un imprudente si le imitase». Tales son las reflexiones que me hago sin desplegar los labios, y, si me sobra tiempo, lo empleo en escribir, que es una de mis principales manías; como no me la dispenses, ¡ay de ti!, vendrá en auxilio mío la turbamulta de poetas, más numerosa de lo que imaginas, y como sectarios judíos te obligaremos, quieras que no, a alistarte en nuestras filas.

V

Salí de Roma, y Aricia me acogió con su modesto hospedaje, acompañado del retórico Heliodoro, doctísimo en la lengua helénica. De Aricia pasamos al foro Apio, donde hormiguean por todas partes marinos y bellacos mesoneros. Este camino lo hicimos en dos jornadas; los más diligentes lo recorren en una, pero la vía Apia parece menos fatigosa a los que viajan sin precipitación.

Aquí el agua, que era detestable, declaró la guerra a mi vientre, y, amostazado por la dieta forzosa, tuve que aguardar a que cenasen mis compañeros. Ya la noche comenzaba a tender sus sombras sobre la tierra y cubrir el cielo de estrellas, cuando comienzan a levantar camorras los mozos con los marineros y los marineros con los mozos. «Sube aquí; tú quieres acomodar tres cientos; ya tienes bastante». Mientras se cobra el pasaje y enganchan la mula, pasa una hora larga; los mosquitos y las ranas del estanque no me dejan dormir. El botero, con el mosto que lleva en la cabeza, canta a su amada ausente, y el peatón le acompaña en sus canciones hasta dormirse rendido de cansancio; aquel ata la amarra a una piedra, deja a la mula pacer en el campo, y se tiende a roncar.

Ya había amanecido, y, observando que el bote no se movía, un mala cabeza salta a la orilla y la emprende a palos con la mula y el patrón; por fin desembarcamos a las diez de la mañana y pudimos lavar, ¡oh, Feronia!, nuestras manos y cara en tus linfas cristalinas. Después de comer subimos tres millas cuesta arriba, y llegamos a Anxur, situado sobre unas rocas que resplandecen de lejos con su blancura. Aquí debían acudir Mecenas y el insigne Coceyo, hábil en componer rotas amistades, como legados para tratar importantísimos asuntos, y aquí me entretuve en curarme los ojos enfermos con un negro colirio, hasta que llegó Mecenas con Coceyo y juntamente Fonteyo Capitón, hombre cabal si los hay y muy entrañable amigo de Marco Antonio.

Dejamos con gusto a Fundi y su pretor Aufidio Lusco, riéndonos a carcajada suelta de aquel escribano que no dejaba un momento la pretexta, la laticlavia ni el braserillo encendido, y muy cansados hicimos noche en la ciudad de Mamurra, donde Murena nos alojó en su casa y Capitón nos ofreció su cocina.

El día siguiente fue para nosotros agradabilísimo, pues encontramos en Sinuesa a Plocio Vario y Virgilio, almas las más nobles que existen en la tierra, y de las que soy admirador entusiasta. ¡Qué abrazos, qué alegría! Mientras conserve sana la razón, nada estimaré tanto como un buen amigo.

El caserío que está junto al puente Campano nos guareció bajo techo, y los comisarios nos dieron la sal y la leña obligadas. De aquí a corta distancia los mulos dejan sus cargas en Capua. Mecenas se puso a jugar a la pelota, y Virgilio y yo nos echamos a dormir, que este juego no es para los que adolecen del vientre o los ojos. Luego arribamos a la espléndida quinta de Coceyo, situada algo más lejos de las hospederías de Candio.

Musa, permíteme relatar en pocos versos la contienda del bufón Sarmento y Mesio Cicerro, escudriñar la casta de estos tunos y el motivo de su camorra. Mesio es oriundo de la noble tierra de los oscos, y aún vive la nodriza de Sarmento; fieros con su prosapia, acuden al campo.

Sarmento comienza por decir a su rival: «Me pareces un potro salvaje». Soltamos la carcajada, y Mesio le contesta meneando la cabeza: «Acepto el desafío». «¡Oh! ¡Cómo acometerías si no te hubiesen arrancado aquel cuerno de la frente, cuando aun mutilado amenazas así!» (en efecto, mostraba una enorme cicatriz a la izquierda de la vellosa frente), y prosiguió burlándose de su extraña cara, de la enfermedad de Campania y hasta le rogó que bailara la danza del cíclope, ya que no necesitaba para ello máscara ni coturno.

Cicerro le devolvió sus dicterios con creces, preguntándole si había ofrecido su cadena a los lares, si pensaba que por haberse hecho escribano había caducado el derecho de su ama, y cuál era el motivo de su fuga cuando una libra de harina bastaba para mantener a un hombrecillo tan enteco. Vamos, que se prolongó nuestra cena en medio de la mayor diversión, y a la hora del alba emprendimos la marcha a Benevento, donde el huésped, solícito, estuvo a punto de abrasarse al poner unos tordos héticos al fuego, pues la llama se extendió por la vieja cocina, amenazando quemar las altas vigas del techo. Fue de ver entonces a los convidados famélicos y a los siervos llenos de temor, cómo acudían a salvar la cena y a extinguir el incendio.

Histori(et)as de griegos y romanos

¡Una histori(et)a cada día!

Lo más probable es que ames el latín, el griego, el mundo clásico en general...

Si te gustan los griegos y romanos, el mundo antiguo y las historias, historietas y anécdotas… tengo histori(et)as de griegos y romanos para ti.

Cada día recibirás un correo con una histori(et)a de griegos al principio y más tarde de romanos. Las lees en menos de cinco minutos.

¡Quiero histori(et)as!

Desde este lugar la Apulia nos descubrió sus montes, bien conocidos, que el viento Atábulo abrasa, y por los cuales no hubiéramos trepado a no descansar breve tiempo en la vecina granja de Tribico, haciéndonos llorar a lágrima viva el humo de la chimenea donde se quemaban hojas y ramaje muy verdes. Allí, como un mentecato, estuve aguardando a una moza embustera hasta la una de la noche. El sueño venció al cabo mis sentidos embargados por Venus, y pesadillas que no son para contar mancharon mi vientre y mis vestidos de dormir.

Al otro día los carruajes recorrieron veinticuatro millas, y llegamos a un pueblo cuyo nombre no cabe en mis versos, aunque fácil por las señas de ser reconocido. Aquí el agua va tan escasa que se vende, pero el pan es tan blanco y exquisito que el viajero suele llenar las alforjas, porque en Canosa es duro como una piedra, y el agua, mala y poco abundante. En esta población, fundada en la antigüedad por el valeroso Diomedes, Vario, con gran tristeza, se separó de sus amigos, más tristes todavía.

Molidos y quebrantados llegamos a Rubí, luego de atravesar un largo camino intransitable por los barros y las lluvias. El día siguiente fue mejor, pero el camino aún peor hasta los muros de Bari, rico en pescados. Gnacia, fundada a despecho de las ondas que la baten, nos dio motivo de chacota y risa, queriendo demostrarnos que allí, en los umbrales de los templos, el incienso se quema sin necesidad de llama. Muy bien que lo crea el judío Apela, no yo que sé que los dioses viven tranquilos en sus moradas, y que si la naturaleza ofrece algún fenómeno portentoso no lo producen los sombríos dioses desde la bóveda celeste. Por fin llegamos a Brindis, término de nuestra expedición y de mi carta.

VI

No porque vengas de la generosa estirpe de los lidios establecidos en la Etruria, ni porque tus abuelos de padre y madre gobernasen las legiones romanas, desprecias, ¡oh, Mecenas!, con insolente altanería a los de humilde linaje, como yo, vástago de un liberto; que nada te importa la calidad del padre si el hijo es un hombre de bien. Sabes perfectamente que antes de reinar Tulio, nacido de una esclava, muchos varones, sin necesidad de antecesores ilustres, vivieron como egregios ciudadanos y treparon a la cumbre del honor.

Al contrario, nadie hubiese dado un miserable as por aquel Levino que descendía del tronco Valerio, el que arrojó del trono a Tarquino el Soberbio, aunque fuera el juez de la venta ese pueblo estólido, que solo se paga de genealogías y retratos, y concede con frecuencia la fama a los más ineptos y las dignidades a los menos meritorios. ¿Qué debemos hacer los que discurrimos de modo tan diferente del vulgo?

Enhorabuena que el pueblo anteponga el noble Levino al plebeyo Decio, y que el censor Apio me arroje del Senado, si no habiendo nacido de padres libres, oso en mi fatuidad subirme a mayores; no por eso la gloria dejará de arrastrar atados a su fulgente carro lo mismo a los nobles que a los plebeyos. Dime, Tulio, ¿para qué te ha servido vestir de nuevo la laticlavia que habías abandonado y hacerte nombrar tribuno? Para irritar contra ti la envidia, que como simple ciudadano hubiera cesado en tu persecución, pues, siempre que algún insensato se calza los negros coturnos hasta la mitad de la pierna y cruza su pecho con la laticlavia, le zumban en las orejas tales preguntas: «¿Quién es este hombre? ¿De qué linaje procede?».

Si alguien tiene la manía que puso loco a Burro de desear que le tengan por hermoso, no dará un paso sin que las muchachas pregunten por su cara, su pierna, su pie, sus dientes y sus cabellos; así también el que promete a los ciudadanos tomar a su cargo los negocios de Roma, del imperio y los templos de los dioses, pone a todos en el caso de inquirir y preguntar de qué padre ha nacido, y si su madre era alguna esclava. ¿Cómo el hijo de Siro, Dama o Dionisio se atreverá a despeñar a un ciudadano de la roca Tarpeya y entregarlo a Cadmo el lictor?

«El colega Novio se sienta detrás de mí, porque es solo lo que era mi padre». ¿Y por eso vas a creerte un Paulo o un Mesala? Si doscientos carros y tres entierros pasasen por el foro, dejaríase oír la voz potente de Novio, capaz de apagar el sonido de los cuernos y las trompetas. En esto nos lleva ventaja.

Vuelvo otra vez a mí, a quien roen los envidiosos, porque, habiendo nacido de padres libertos me distingues, Mecenas, con tu amistad, y porque en mi juventud conseguí ser nombrado tribuno de una legión romana. Cosas bien diferentes entre sí; que, si entonces pareció disculpable la envidia de un honor tan poco merecido, no lo es al presente el envidiarme tu afecto, solo dispensado a personas dignas que no lo conquistan a fuerza de astucia. Yo lo aprecio como singular honra no debida al acaso, sino a la dicha de merecer tu estimación.

El bueno de Virgilio y también Vario te hablaron de mí. Cuando llegué a tu presencia, balbuceé tímidamente pocas palabras; el respeto enfrenaba mi locuacidad. No te alabé mi linaje, ni te dije que recorría mis heredades jinete en un potro de Saturo; antes me mostré tal como soy, y me respondiste, según tu costumbre, con cierto laconismo. Salí de tu casa y me llamaste a los nueve meses, ordenándome que me contara en el número de tus amigos. Qué satisfacción para mí haber sabido agradar a un hombre que tan bien sabe distinguir los pícaros de los honrados. Y esto no lo debo a mi noble cuna, sino a mi probidad y la delicadeza de mis sentimientos.

Pero, si mi natural es bueno, y solo le afean ligeras faltas tan disculpables como pequeños lunares esparcidos en un rostro hermoso; si nadie con razón puede afrentarme por mi avaricia o mi escandalosa conducta; si, aunque esto redunde en mi elogio, no pesan sobre mí culpas excesivamente graves, y soy además muy querido de mis amigos, todo lo debo a mi padre, que, a pesar de su corta hacienda, no quiso llevarme a la escuela de Flavio, adonde iban los hijos de los nobles centuriones con el vade y las tablillas debajo del brazo izquierdo, para calcular el rédito que deja una suma en el plazo de medio mes; sino que de niño me condujo a Roma, para que aprendiese las letras que estudian los hijos de senadores y caballeros. Todo el mundo creía de buena fe, al reparar en mi traje y los esclavos de mi séquito, que el patrimonio de mis abuelos hacía frente a tan costosos gastos. Mi padre, como guardián incorruptible, me acompañaba siempre a las lecciones de los maestros y preservaba mi inocencia, que es la más bella aureola de la virtud, de torpes acciones y hasta de ruines sospechas.

No temió qne nadie le motejase un día por haber hecho de mí un agente de ventas o cobrador de tributos, como lo fue él mismo, cosa de que no me habría quejado, así que su noble proceder merece de mi parte el más profundo reconocimiento. Mientras conserve sana la razón, nunca me avergonzaré de padre semejante, ni me defenderé como aquellos que sostienen no haber sido por su culpa el no descender de linajudos antecesores. Mi lenguaje y mis convicciones difieren de ese modo de pensar.

Si la naturaleza me consintiese volver a los primeros años y escoger padres a la medida de mi vanidad, me quedaría muy satisfecho con los míos, sin ir a buscarlos entre las fasces y la sillas curules. El vulgo me juzgará demente, mas tú apruebas mi conducta cuando rechazo una carga insoportable a mis hombros.

Enseguida tendría que pensar en acrecer mis rentas, en saludar a muchos personajes, en llevar numerosos acompañantes al emprender un viaje o salir al campo, y en sostener además muchos siervos, caballos y carrozas. Ahora, si se me antoja, voy hasta Tarento en mi mulo rabón, cuyos lomos oprime el peso del jinete con su bagaje a la grupa, y nadie me llena de improperios por mi tacañería, como a ti, ¡oh, Tulo!, que, siendo todo un pretor, caminas por la vía de Tibur, acompañado de cinco mozos que llevan las ollas y las barricas de vino. ¡Oh, egregio senador!

Mi vida es mucho más cómoda que la tuya y la de otros mil. Voy solo adonde me da la gana, pregunto lo que valen el pan y las verduras, acudo al mentidero del circo, y por la tarde al foro, donde se echa la buenaventura, y de allí me vuelvo a casa y como un plato de berros y garbanzos, con una torta de aceite y miel; tres criados bastan para servir cena tan frugal. En mi aparador de piedra blanca tengo un vaso, dos botellas, un aguamanil y un jarro, todo de tierra de Campania. Luego me retiro a dormir, sin la preocupación de levantarme temprano, para ver la estatua de Marsia, que no puede sufrir la vista de Novio el menor. Me levanto a las diez, doy un corto paseo, escribo o leo un rato por distracción, y unjo mi cuerpo con aceite, pero no del que hurta a los velones el inmundo Nata. Si me siento sofocado por el calor, me defiendo en el baño de los rayos caniculares, salgo y tomo en casa un tentempié, para que el día no se me eternice con el estómago vacío, y me entretengo en mis quehaceres domésticos.

He aquí cómo lo pasan los que están libres de la funesta y mísera ambición. Así me conforto, y vivo más feliz que si mi abuelo, mi tío y mi padre hubiesen sido cuestores.

VII

Creo que no hay legañoso ni rapabarbas ignorante de la venganza que tomó el mestizo Persio de los dicterios atroces del proscrito Rupilio, apodado «El Rey». Persio, negociante rico de Clazomene, andaba liado con Rupilio en pleitos fastidiosos; era de genio brutal, hinchado y presuntuoso; aborrecía a su enemigo y le abrumaba con sus pesadas burlas, dejando tamañitos a los Burros y Sisenas.

Vuelvo al Rey. Trató de componer sus diferencias con Persio, porque sucede entre los pleitistas lo que entre dos bravos que se pelean furiosos. Entre Héctor, el hijo de Príamo, y el animoso Aquiles el odio fue tan inextinguible que solo pudo acabar con la muerte, por ser igual el esfuerzo de entrambos campeones. Cuando la contienda surge entre dos pusilánimes o dos personas desiguales en valor, como la de Diomedes con el licio Glauco, el más débil se retira del campo y envía sus presentes al contrario.

Siendo Bruto pretor del Asia opulenta estalló la rivalidad de Persio y Rupilio, que pelearon entre sí, como en el circo los gladiadores Baquio y Bito, ofreciendo un original espectáculo a los ociosos con la recíproca defensa de sus derechos. Persio expone sus quejas y provoca las risas generales; ensalza a Bruto y a sus cohortes, llamando al primero sol de Asia, y estrellas benignas a sus compañeros, hecha excepción de El Rey, a quien apoda el can aborrecido de los labradores, y se desborda contra él como torrente de invierno que arrasa los árboles y no deja nada que hacer al filo de la segur.

A los punzantes sarcasmos de Persio contesta El Rey con palabras más soeces que las de un vendimiador rudo e insolente que a gritos ultraja al pasajero llamándole cornudo. Así que Persio sintió esta rociada de insultos, exclama: «Por todos los dioses te suplico, ¡oh, Bruto!, ya que sabes librar la patria de reyes, que cortes a este rey el pescuezo; sería la hazaña más digna de tu fama».

VIII

En otro tiempo fui un tronco inútil de higuera que contempló el artífice perplejo, no sabiendo si haría de mí un banco o un Príapo; por fin quiso que fuese lo segundo, y quedé convertido en el dios espantajo de aves y ladrones; a estos los ahuyento con mi diestra y con el palo rojo y obsceno que me sale de las ingles, y las ramas que ciñen mi cabeza aterran a las importunas aves y les impiden hacer daño en los huertos recién plantados. Aquí el siervo, sacándolo de su angosta celda, traía a enterrar en vil caja el cadáver de su compañero; aquí estaba la fosa común de la plebe miserable y el sitio donde se pudrían el rufián Pantolabo y el pródigo Nomentano. El terreno extendíase hasta mil pies de largo por trescientos de ancho, con su cipo correspondiente que impidiese las reclamaciones de los herederos.

Hoy las Esquilias son lugar muy saludable, y hermosísimos sus paseos, donde los ojos solo veían antes un campo blanqueado por los huesos de los cadáveres.

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No me infunden tanto susto ni zozobra los ladrones o las alimañas que habitan estos lugares, como las hechiceras que trastornan el seso de los hombres con sus filtros y ensalmos. ¡Qué desgracia no poder aniquilarlas, ni impedir que cuando la luna muestra su hermosa faz recojan los huesos de los muertos y las hierbas venenosas! Allí vi por mis propios ojos a Canidia, con la negra túnica arremangada, los pies descalzos y el pelo en desorden, que aullaba en compañía de la vieja Sagana, tan pálidas las dos como repugnantes a la vista. Comienzan por escarbar la tierra con las uñas y destrozar con los dientes una cordera negra, recogiendo su sangre en el hoyo cavado para que surjan de allí los manes que respondan a sus preguntas.

Tenían dos efigies: la una hecha de lana, la otra de cera; la mayor, la de lana, amenazaba a la segunda, que suplicaba tan rendida como la esclava que espera su sentencia de muerte.

Canidia invoca a Hécate, Sagana a la cruel Tisífone; a sus imprecaciones se aparecen las serpientes y los perros del infierno, y la rojiza luna, por no alumbrar semejantes horrores, se ocultó avergonzada detrás de los sepulcros. Si en algo miento, que caiga sobre mi cabeza la blanca inmundicia de los cuervos, y que se orinen y ensucien sobre mí Julio, el podrido Pediata y el ladrón Vacano.

¿A qué contar más infamias? ¿A qué recordar los tristes y lúgubres alaridos en que prorrumpían las sombras y la misma Sagana, y a qué referir cómo enterraron en secreto la barba de un lobo y el diente de una culebra, y cómo una vivísima llama encendió la efigie de cera, y cómo, por fin, me vengué de los dichos y hechos odiosos de aquellas dos furias? De la manera que suena una vejiga rota, así resonó un cuesco en mis nalgas. Al oírlo las dos corrieron a la ciudad: Canidia, dejándose los dientes; Sagana, el pelo postizo, las hierbas nocivas y las cintas encantadas. Este espectáculo te hubiese llenado de regocijo.

IX

Iba por la vía Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido solo de nombre, que cogiéndome la mano me preguntó: «¿Qué tal va, querido amigo?»; y contestele: «Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes». Quiso acompañarme, y le salí al paso diciéndole: «¿Te ocurre algo?», y él me respondió: «Quiero que me conozcas: soy poeta como tú». «Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación». Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies a cabeza, y murmuré entre dientes: «¡Oh, Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!».

Mi hombre, resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus arrabales y, observando que nada le respondía, «Ya veo —me dice— que deseas huir; pero es inútil, porque he determinado seguirte, pues llevamos el mismo camino. «No es necesario que te molestes; voy a visitar a un amigo que tú no conoces, y vive bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César». «No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta allí». En resolución, no tuve otro remedio que agachar las orejas, como el asno que lleva encima una carga superior a sus fuerzas. Aquel proseguía: «Sin vanidad, creo que has de estimarme tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia del mismo Hermógenes». «¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa salud?». «No, ninguno; a todos los enterré». Dichosos ellos y, ¡ay, desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal: «A este no le matará el veneno, ni la espada enemiga, ni el dolor de costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea hombre hecho y derecho; huya, sobre todo, de los charlatanes».

Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez, hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla si no comparecía, y me dijo: «Si me estimas, no me abandones». «Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la casa que ya sabes»; y me responde: «Me encuentro perplejo. ¿Qué haré? ¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?». «Déjame a mí». «No, jamás», dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a luchar contra el más fuerte? «¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran entendimiento y de pocos pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te ayudase a dar cuenta de tus rivales». «¡Qué error! Allí se vive de modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde». «Me cuentas cosas casi increíbles». «Y, sin embargo, verdaderas». «Con tus palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas». «Si así lo quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto; no tiene nada de intratable, aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista». «Eso corre de mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día me dan con la puerta en los hocicos, volveré al siguiente y esperaré que salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo».

Mientras hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien al posma, me para y me dice: «¿De dónde vienes, adónde vas?», pregunta y contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero; mas el gran bribón riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La bilis me abrasaba los hígados.

«¿No dijiste que tenías que hablarme en secreto?». «Sí, es verdad, pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos judíos». «No profeso ninguna religión». «Pues a mí no me sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame: hablaremos otro día».

¡Qué negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el cuchillo a la garganta. La suerte quiso que se apareciera la parte contraria de aquel moscardón, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «¿Adónde vas, infame? Tú me servirás de testigo». «Con mucho gusto», le respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los ociosos, y conseguí salvarme con el favor de Apolo.

X

Dije que los versos de Lucilio, aunque espontáneos, son harto desaliñados. ¿Y habrá tan necio admirador de este poeta que así no lo reconozca?

En la misma página le ensalcé por la gracia con que reprende a los viciosos de Roma; pero, concediéndole tal mérito, no le reconozco los demás; de otra manera habría de aplaudir los mimos de Laberio cual hermosos poemas.

No basta que el oyente ría de veras, y eso ya supone un estro chispeante; es necesario que la precisión haga volar al pensamiento, y que una fastuosa verbosidad no acabe por molestar los oídos; es necesario escribir, ya en el tono serio, ya en el festivo, y mostrarse en ocasiones orador, en otras poeta, y, si las circunstancias lo piden, recoger con sagacidad las fuerzas y ocultarlas deliberadamente. El ridículo logra a veces mayores triunfos que la severidad. Esta conducta, que debiéramos imitar, observaron aquellos autores de la comedia antigua, a quienes jamás leyó Hermógenes, ni ese mono que solo sabe recitar los poemas de Calvo y Catulo.

«Pero Lucilio llevó a cabo una revolución interpolando los vocablos griegos y latinos». «Ignorantes, ¿tan difícil y maravilloso creéis lo que hacía el rodio Pitoleón?». «La mescolanza de voces de una y otra lengua es tan deliciosa como el vino de Quíos mezclado con el de Falerno». Y yo te pregunto: «Cuando escribes versos o tienes que defender la enmarañada causa de Petilio, ¿te olvidas de tu patria y linaje latino, cosa que jamás hicieron abogados como Pedio, Poblícola y Corvino, mezclando las palabras castizas con las extranjeras, y hablando como en Canosa un lenguaje bilingüe?».

A mí también, hijo de Italia, me tomó la manía de escribir versos griegos; pero Quirino aparecióseme de madrugada, cuando los sueños son verdaderos, y me lo prohibió en esta forma: «Si llevases leña al bosque, resultarías menos loco que pretendiendo añadir un nombre más a la innumerable caterva de los poetas griegos. Así, mientras el hinchado Alpino degüella a Memnón o describe la turbia fuente del Rin, yo me deleito en componer versos, que no han de ser recitados en el templo de Apolo, presidiendo Talpa el certamen, ni han de repetirse una y cien veces en el teatro».

Solo tú, ¡oh, Fundano!, sabes presentar en tus comedias las astucias de la meretriz y los embrollos con que Davo engaña al viejo Cremes. Polión canta en versos senarios las hazañas de los reyes; Vario no consiente rival en el poema heroico, y las musas campestres inspiran a Virgilio las escenas más graciosas y delicadas.

La sátira, tras los ensayos poco felices de Varrón el Atacino y otros escritores, me pareció el único género en que mis dotes podían sobresalir, quedándome siempre por debajo de su inventor, a quien jamás osaré arrancar la corona que la fama puso en su cabeza. Dije también de este que era un torrente de lodo, en el que notaba más faltas que primores. Tú, que presumes de perito, ¿nada encuentras que reprender en el gran Homero? El mismo Lucilio ¿no critica las tragedias de Accio y se burla de los versos de Ennio, que halla sin nobleza? Y al hablar de sí mismo, ¿se cree superior a los que juzga tan severamente? ¿Quién podrá, pues, impedirme, al leer sus escritos, que investigue si lo escabroso del asunto, o la índole de su ingenio, le impidió componer versos más correctos y armoniosos, o que le censure porque escribiese antes de comer doscientos y otros tantos después de la comida, satisfecho con encerrar sus conceptos en los pies cabales? Así, el numen del etrusco Casio fue un torrente desbordado, y, al morir, es fama que le quemaron en la pira levantada con sus mismas obras.

Convengamos de buen grado que Lucilio, en lo pulcro, limpio y elegante, llegó más lejos de lo que esperarse podía del inventor de un género desconocido entre los griegos; concedámosle igualmente que aventaja a la turba de los antiguos poetas; pero, a vivir en nuestro siglo, es indudable que hubiese castigado sus escritos, quitándoles vana hojarasca, y que se hubiera rascado muchas veces la cabeza y mordido las uñas hasta hacerse sangre. Si quieres que tus obras sean leídas y releídas, corrígelas sin descanso, y, contento con pocos y escogidos lectores, no te afanes por complacer al estólido vulgo.

En tu loca vanidad, ¿acaso quieres que tus versos sean recitados a los niños de la escuela?

A mí me basta que me aplaudan los caballeros, como dijo Arbúscula, menospreciando los silbidos de la plebe. ¿Voy a hacer caso del chinche Pantilio y atormentarme porque Demetrio me quite el pellejo al volver la espalda, o porque me muerda el estúpido Fanio, ese parásito de Hermógenes Tigelio? Sea yo alabado por Plocio y Vario, Mecenas y Virgilio, Valgio y el excelente Octavio, Fusco y los dos Viscos; logre sin nota de ambicioso los sufragios de Polión, Mesala y su hermano, de Servio, Bíbulo y el sincero Furnio, con otros doctos y fieles amigos que paso en silencio y a quienes deseo cautivar con mis poemas tanto que me dolería si les agradasen menos de lo que se prometen mis esperanzas, y vosotros, Demetrio y Tigelio, recitad los vuestros a las damas. Muchacho, ve y añade esta sátira a mi volumen.

«Libro primero de las sátiras de Horacio» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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