Este es uno de los libros de las sátiras de Horacio traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

I
A muchos parecen mis sátiras demasiado cáusticas, y dicen que traspaso los límites de lo justo; otros las juzgan faltas de nervio y creen que, semejantes a mis versos, podrían escribirse mil cada día. Trebacio, aconséjame: ¿qué debo hacer?
Trebacio
No hacer nada.
Horacio
¿Renunciar a la poesía en absoluto?
Trebacio
Eso.
Horacio
Muy saludable es tu consejo, pero no podría dormir.
Trebacio
Si quieres curarte el insomnio, pasa, bien ungido el cuerpo de aceite, tres veces a nado la corriente del Tíber y regala tu paladar con vino añejo antes de meterte en la cama; mas, si el furor de escribir te arrebata, canta las empresas del invicto César, que sabrá recompensar tus nobles trabajos.
Horacio
Mi querido Trebacio, lo haría con gusto si fuesen menos débiles mis fuerzas; que no a todos se permite describir las legiones erizadas de dardos, o al galo expirante con la lanza rota, o al parto cubierto de sangre y caído a los pies de su caballo.
Trebacio
No obstante, podías ensalzar la justicia y el valor animoso de César, como el sabio Lucilio las virtudes de Escipión.
Horacio
Prometo hacerlo a su tiempo; mas ínterin no vea la ocasión propicia, los acentos de Horacio no molestarán los oídos de César, que, si se ve lisonjeado torpemente, está sobre aviso y rechaza indignado la lisonja.
Trebacio
Cuánto más laudables serían estos elogios que morder con picantes chistes al rufián Pantolabo y a Nomentano el disipador, siendo el blanco del odio de aquellos a quienes jamás ofendiste.
Horacio
¿Qué le hemos de hacer? Danza Milón cuando el vino se le sube a la cabeza, y le multiplica el número de las luces; Cástor se goza con los caballos, y su hermano, nacido del mismo huevo, con las luchas del pugilato. Cuantas son las cabezas, tantos los pareceres. Mi delicia mayor consiste en ajustar las palabras a la medida, como lo hizo Lucilio, que nos aventajaba a los dos. Él depositaba en las páginas de sus libros, como en fieles amigos, sus íntimos pensamientos; y, lo mismo en la próspera que en la adversa fortuna, jamás buscó otros camaradas; así que la vida entera del viejo poeta se encuentra pintada en sus sátiras como en una tabla votiva. Me confieso su continuador, yo, nacido no sé si en Lucania o Apulia, pues el labriego venusino trabaja campos que pertenecen a las dos comarcas, y consta por antigua tradicíón que, expulsados los sabinos, Roma estableció allí una colonia para que sus enemigos no cayesen sobre ella, encontrándola desguarnecida, si el pueblo de Lucania o el de Apulia le declaraba la guerra. Mi pluma no se ensañará contra personas vivientes; pero me servirá de defensa como la espada en la vaina. ¿A qué sacarla mientras no me acometan infames ladrones? ¡Oh, padre, oh, soberano Júpiter!, que el orín pudra mis dardos, y que nadie insulte a un hombre tan amante de la paz como yo, pues el que me provoque, más le valiera no haber nacido; llorará amargamente, siendo la irrisión de toda la ciudad.
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Cervio, cuando se irrita, amenaza con la justicia y el rigor de las leyes; Canidia, la hija de Albucio, persigue a los que odia con el veneno; Turio, en su tribunal, anonada a los clientes con sus injustos fallos; cada cual se vale de sus armas para humillar a los enemigos. Es ley de la naturaleza, y no he de contradecirla. El lobo acomete con los dientes y el toro con las astas, obedeciendo a su instinto. Caiga en manos del libertino Esceva su madre rebosante de salud; no consumará un parricidio con impía diestra, y no es maravilloso, porque ni el lobo ataca dando coces ni el toro a bocados; pero la quitará de en medio un brebaje de miel mezclada con cicuta. En resumen, ya me espere una tranquila vejez, ya la muerte agite en torno mío sus negras alas, rico o pobre, en Roma o en el destierro, si así la suerte lo dispone, en cualquier situación he de ser poeta.
Trebacio
¡Ay, joven, cómo temo que algún amigo poderoso acabe tu vida con un frío acogimiento!
Horacio
¿Pues qué, cuando Lucilio se arrojó el primero a escribir sus violentas sátiras y arrancó la máscara a los perversos que ocultaban sus crímenes con hipócritas apariencias que fascinasen al vulgo, acaso Lelio y el insigne vencedor de Cartago se ofendieron de sus agudezas o pusieron el grito en el cielo porque se encarnizara con Metelo y abrumase a Lupo con sus dicterios infamantes? Y eso que se ensañaba por igual contra magnates y plebeyos, perdonando en sus versos solamente a la virtud y sus amigos. Al revés, retraídos en casa de la escena y los ojos del vulgo, el magnánimo Escipión y Delio, tan sabio y dulce a la vez, hasta solían, desciñéndose las túnicas, divertirse y jugar con él mientras hervía la olla de legumbres. Yo también, aunque inferior a Lucilio en talento y riquezas, me he granjeado la amistad de altos personajes. La envidia tiene por fuerza que confesarlo, y se rompe los dientes que quiere clavar en la parte más delicada de mi cuerpo. ¿Es verdad que no puedes oponer nada a mis palabras?
Trebacio
Absolutamente nada tengo que replicar; sin embago, vive en guardia, no te acarree algún disgusto la ignorancia de nuestras santas leyes. «Si un poeta escribe contra cualquiera malos versos, sufra el rigor de la condena».
Horacio
Si son malos, muy bien; pero, si son tan excelentes que merecen ser alabados por el gran César, y el poeta honrado en sus costumbres solo persigue con ellos a los bribones, ¿qué sucederá?
Trebacio
Entonces los jueces, muertos de risa, quebrarán las tablillas y te dejarán ir libre.
II
Gran virtud la frugalidad, amigos míos, y el vivir contentos con poco. No soy yo quien lo dice, sino el rústico Ofelo, sabio sin reglas ni estudios. Oíd sus lecciones, no entre las vajillas y mesas resplandecientes, que deslumbran la vista con su brillo seductor e inducen al ánimo obstinado a rechazar la verdad. Este asunto lo hemos de tratar en ayunas. ¿Y por qué en ayunas? Por la sencilla razón de que el juez corrompido por el soborno es incapaz de administrar justicia con rectitud.
Acosa la liebre en el monte, rinde los bríos del potro indómito, o, si tus hábitos griegos no soportan las rudas faenas del campo de Marte, toma la pelota que hace olvidar el esfuerzo con la diversión, o coge el disco y lánzalo al aire que se hiende a su paso, y, cuando la fatiga venza al fastidio y estés hambriento y con el gaznate seco, atrévete a despreciar un plato de habichuelas o un vaso de Falerno no endulzado por la miel del Himeto.
Si tu cocinero se halla ausente y el mar alborotado defiende los peces, un mendrugo de pan con pocos granillos de sal basta y sobra para acallar los gritos de tu estómago.
¿Y de dónde nace esto? De que el placer no reside en el costoso manjar, sino en el hambre que tienes.
Tras un rudo trabajo siempre se halla la comida bien sazonada; en cambio, el gastrónomo de vientre grueso y pálida cara no halla deleite con las ostras ni con los escaros o faisanes extranjeros.
Lo veo; poniéndote un pavón ante los ojos, despreciaría la gallina tu regalado paladar. Te dejas seducir por las apariencias, y lo prefieres porque se vende a muy alto precio y porque matizan su cola deslumbrantes colores. Como si esto fuese de tal importancia. ¿Acaso te vas a comer esas plumas que tanto alabas? ¿Dónde están después de guisado? ¿Su carne tiene mejor gusto que la gallina? No, pero te cautiva su hermosísimo plumaje.
A primera vista reconoces si un lobo marino se crio en el Tíber o en alta mar, si las ondas lo arrastraron a los puentes o a la desembocadura del río toscano; admiras extasiado un barbo de tres libras, y para comértelo es preciso que lo dividas en pequeños trozos. Si te encanta su tamaño, entonces, ¿por qué aborreces los lobos marinos que los aventajan en proporciones? Porque la naturaleza quiso que los unos fuesen grandes y los otros pequeños.
Un estómago ayuno difícilmente rechaza los manjares de la plebe; pero el gastrónomo, más insaciable que las harpías rapaces, exclama: «Pláceme ver extendido en espaciosa fuente un barbo descomunal». Austros, venid y corromped sus viandas. La carne fresca del jabalí y el rodaballo parece hedionda a quien tiene estragado el estómago por los excesos de la gula, prefiriendo el plato de rábanos y los elenios aderezados con vinagre.
En las mesas de los ricos no han desaparecido todavía los manjares de la ínfima plebe, y aun hoy se les sirve a menudo los huevos de vil precio y las negras aceitunas.
No hace muchos años que Gallón el heraldo infamó su mesa con la presencia de un sollo. ¿Criaban los mares entonces menos rodaballos? No, ciertamente; pero vivían tan tranquilos en las olas como las cigüeñas en sus nidos, hasta que un pretoriano reveló la excelencia de sus carnes. Que otro pondere el gustoso sabor de los somormujos asados, y la juventud romana seguirá dócil sus consejos.
Según Ofelo, es cosa muy distinta vivir con tacañería o con frugalidad. Inútil evitar un vicio, si hemos de caer en el extremo opuesto. Avidieno, conocido vulgarmente por el apodo de el Perro, se regala con olivas rancias y cerezas silvestres, cata el vino cuando se ha torcido, y gasta en sus cenas un aceite de olor apestoso, aunque solemnice vestido de blanco las tornabodas, los natalicios u otros días no menos festivos, y, empuñando el cuerno capaz de dos libras, adereza sus coles con abundantes rociadas de vinagre.
El hombre sabio ¿a quién de estos imitará? ¿Qué trato debe darse? Helo metido entre el lobo y el perro. Ante todo la limpieza, y que tu mesa no aparezca demasiado lujosa, ni tan pobre que raye en la tacañería. No sigas el ejemplo del viejo Albucio, severísimo con los esclavos de su casa, ni al negligente Novio, que ofrece el agua turbia a sus convidados. Huye de los dos vicios y repara en las ventajas que la frugalidad lleva consigo. Por lo bien que te hallabas cuando comías un solo plato, conoces cuán dañosa es la profusión y variedad de manjares, pues la mezcla frecuente de los asados con los cocidos, y las ostras con los tordos, engendra la bilis que retuerce el vientre con agudos dolores.
¿No ves cuán pálido se levanta del lecho el comensal de una opípara cena? ¿Cómo su cuerpo, rendido por los excesos de la noche anterior, embota el ánimo y sepulta en el fango esa porción del aliento divino?
La persona sobria en la comida restaura pronto con el sueño el vigor de sus miembros desfallecidos, y acude solícita adonde le llama su obligación. A veces también se sale de la regla; ya si el curso del año trae algún día festivo o necesita restablecer el cuerpo extenuado por la dolencia, o le cargan los años y la vejez helada le pide un régimen especial; mas tú ¿qué podrás añadir a la vida regalona que llevas, siendo joven y robusto, cuando te aflija la enfermedad o la decrepitud caduca?
Nuestros antepasados ponían en las nubes la carne rancia del jabalí, no porque careciesen de olfato, sino, a mi entender, porque a la llegada de un huésped tardío pudiera satisfacer su apetito, antes que el amo la hubiese devorado por completo fresca y sabrosa. ¡Ojalá hubiera yo nacido en tiempo de tales varones!
Pagas tributo a la lisonja, que suena en tus oídos tan gratamente como una poesía armoniosa, sin ver que esos rodaballos enormes y esas ricas vajillas arruinan tu hacienda y tu crédito, a lo cual sigue el odio de tus parientes, la burla de los vecinos y el desprecio que sientes por la vida, cuando no te queda un miserable as para comprar el lazo con que te ahorques.
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Dices que vuelva mis censuras contra Trasio y no contra ti, que cobras rentas cuantiosas y posees bienes bastantes a sufragar el boato de tres monarcas. ¿Y no podrías emplear mejor lo que te sobra? ¿No hay en el mundo infelices merecedores de tu socorro, y templos consagrados a los dioses que amenazan ruina? ¿Por qué no das, perverso, a las necesidades de la patria una buena parte de tus inmensas riquezas? ¿Imaginas que siempre te va a salir todo a pedir de boca? ¡Oh, cómo se te burlarán un día tus enemigos! ¿Quién vencerá más fácilmente los obstáculos el día de la adversidad, el que acostumbró el alma arrogante y el cuerpo soberbio a todas las delicadezas, o el que satisfecho con poco y mirando como cauto al porvenir se prepara a la guerra en los tiempos de paz?
En fin, para convencerte, te diré que, siendo yo niño, conocí a este Ofelo, que nadaba en la abundancia, dándose casi el mismo trato que ahora que solo cuenta escasos recursos. Era cosa de oírle en su campo confiscado que trabajaba como colono, en medio de sus hijos y su rebaño, decir: «Jamás me permití otro exceso en los días no festivos que un plato de legumbres y el pie ahumado del puerco, y, si llegaba a mi casa un huésped largo tiempo esperado, o se sentaba a mi mesa un vecino libre, como yo, de faena por causa de la lluvia, nos regalábamos en grande, no con el pescado que se compra en la plaza, sino con el pollo y el cabrito, y con las uvas colgadas del techo, las sabrosas nueces y los dulces higos para postre. Después apurábamos las tazas, sin llegar al extremo de la embriaguez; se brindaba por Ceres a fin de que prosperasen las lozanas espigas, y el vino desarrugaba las ceñudas frentes de los convidados.
Aunque la fortuna se irrite conmigo y me amenace con nuevas borrascas, ¿qué podrá quitarme? Después que un nuevo dueño se apoderó de mis campos, ¿hemos enflaquecido yo ni vosotros, hijos míos? Ni a él, ni a mí, ni a ningún otro dio la naturaleza la propiedad de la tierra. Nos ha expulsado, es cierto, mas también pueden expulsarle a él los vicios, un pleito ruinoso, o, por último, y esto con seguridad, un heredero de menos años.
Hoy se llama el campo de Umbreno, ayer se llamaba de Ofelo, y ni es mío, ni de aquel; hoy gozo yo el usufructo; mañana, el que venga detrás. Así, pues, hijos míos, tened fortaleza, y que los golpes de la suerte se estrellen en el muro de vuestros pechos.
III
Damásipo
Ocupado en limar tus versos, escribes tan poco que apenas pides el pergamino cuatro veces al año, y te revuelves contra ti mismo, porque entregado al vino y al sueño no produces nada digno de alabanza. ¿Qué te pasa? Viniste aquí huyendo de las fiestas saturnales, y, pues estás en ayunas, cántanos algo que responda a tus promesas. Vamos, empieza.
Horacio
Me callo y culpo sin razón a la pluma, y me desato frenético contra la pared, donde descargan sus iras los dioses y los poetas.
Damásipo
Tu semblante parecía prometernos muchas y muy excelentes cosas, así que bajo el tranquilo techo de tu quinta te vieses libre de enojosas ocupaciones. ¿A qué revolver los nombres de Platón y Menandro con los de Eupolis, Arquíloco y otros poetas? ¿Piensas desarmar la envidia abandonándote a la holganza? Infeliz. Qué pronto te verás menospreciado. Huye la desidia como una peligrosa sirena, o resígnate a perder la brillante reputación que te conquistó tu antigua laboriosidad.
Horacio
Los dioses y las diosas, Damásipo, por tu prudente consejo te proporcionen un buen barbero; mas dime, ¿desde cuándo me conoces tan a fondo?
Damásipo
Después de haber liquidado mi capital en el foro, libre de negocios propios, me ocupo en arreglar los ajenos. Antes ponía todo mi afán en dar con el baño donde se lavaba los pies el bribón Sísifo, o en juzgar las obras de escultura mal cinceladas y peor vaciadas, por algunas de las cuales, echándomelas de perito, di cien mil sestercios. Nadie aventajó mi sagacidad para hacer negocios con la compra de jardines y palacios, hasta el punto de que los vecinos desocupados me llamasen el favorito de Mercurio.
Horacio
Lo sé, y me maravilla que hayas sanado de tal manía.
Damásipo
¡Ca!, una locura nueva ha sustituido a la antigua; así suele pasar al pecho el dolor de costado o de cabeza, y así el delirio sigue al letargo, y hace que el enfermo, con los puños crispados, arremeta tras el médico.
Horacio
Di lo que te plazca, pero no hagas lo que este enfermo.
Damásipo
Amigo mío, no nos engañemos; tú también estás loco como el primero, si no son falsas las sentencias de Estertinio, de quien aprendí lecciones muy provechosas el día que me mandó dejarme crecer la barba a usanza de los filósofos y me obligó a retirarme sin tristeza del puente Fabricio. Por la quiebra de mis negocios quise con la cabeza tapada arrojarme al río, cuando se apareció a mi derecha y me dijo: «No hagas en manera alguna semejante indignidad. Una falsa vergüenza te acongoja. ¿Qué te importa que los locos te tengan por otro tal? Averigüemos ante todo en qué estriba la locura, y, si la padeces tú solo, no me opondré a que te quites desesperado la vida. El pórtico de Crisipo y su escuela declaran privados de juicio a cuantos se dejan arrastrar por las pasiones y la estúpida ignorancia, y esta regla comprende lo mismo a los pueblos que a los reyes poderosos; el sabio constituye la única excepción. Óyeme, pues, y te persuadirás de que aquellos que te tachan de loco deliran lo mismo o más que tú. Como viajeros errantes por el bosque que se apartan del camino recto, tomando los unos a la izquierda, los otros a la derecha, víctimas del común error que por distintos senderos los extravía, de igual modo has de creerte loco, sin imaginar que sea más cuerdo el que se mofa de ti, pues también arrastra la cola».
Horacio
Hay una casta de monomaníacos que tiemblan en los sitios de menos peligro, creyendo ver en campo llano incendios, precipicios y ríos desbordados; y otros, al revés, tan imprudentes, que se arrojan impávidos a las llamas o las ondas impetuosas; y aunque la madre, la hermana, el padre, la esposa y los parientes les avisen: «Que caes en el precipicio, que vas a estrellarte contra esa enorme roca», no les prestan más oídos que el borracho Fusio cuando se durmió a pierna suelta en la representación de la Ilione, sin que le despertasen los doscientos mil Catienos que le gritaban: «¡Socorro, madre mía!». Yo te demostraré que el vulgo de los mortales delira con un delirio semejante. La manía de Damásipo es la de comprar antiguas estatuas; y el que le presta el dinero ¿tiene mejor la cabeza? Supongamos que te digo: «Ahí tienes esa suma, que nunca te reclamaré». Aceptándola, ¿serías un insensato, o lo serías mucho más rechazando el presente de Mercurio? Que firme Nerio el recibo de diez mil sestercios; si no basta, sujétale bien con las escrituras del capcioso Cicuta, y prende la deuda con cien lazos. Inútil precaución. Este pérfido Proteo sabrá romper las ligaduras, y delante del juez se reirá en tus mismas barbas, convirtiéndose en jabalí o en pájaro, en roca o en árbol.
Si malbaratar la hacienda es de locos y de cuerdos el aumentarla, créeme que Petilio no anda bien de la cabeza al dictarte esas obligaciones que nunca verás cumplidas. Oídme y componed vuestras togas, los que palidecéis dominados por la avaricia o la turbulenta ambición, los que sentís los estímulos de la lujuria, las tristezas del terror supersticioso o cualquiera otra dolencia del ánimo, acercaos por orden, y os demostraré que todos tenéis el juicio rematado.
Al avaro corresponde la mayor dosis de eléboro, y aun sospecho que la razón le daría toda la isla de Anticira. Estaberio dispuso que sus herederos viniesen obligados a esculpir sobre su sepulcro la cuantía de la herencia; y si olvidaban esta obligación, les condenaba a dar al pueblo cien parejas de gladiadores, un banquete dispuesto por Arrio y cuanto trigo se cosecha anualmente en África. «Así lo ordeno —decía— por mi propia voluntad; si está bien o mal hecho, nada os importa; no sois mis censores». Creo que el prudente Estaberio…
Damásipo
¿Qué se propuso al mandar a sus herederos que grabasen en el mármol la cuantía de su patrimonio?
Estertinio
En vida consideró la pobreza como la mayor deshonra, y se defendió de ella tan bravamente que se hubiese reputado un perverso si en la hora de la muerte viera cercenado su capital en un solo cuadrante, pues todo, en su opinión, se rinde al oro: la fama, la virtud, el honor, el cielo y la tierra; y el que lo posee es tenido por preclaro, justo y valeroso.
Damásipo
¿Y por sabio no?
Estertinio
Sabio también, y rey y cuanto se le antoje: Estaberio creyó merecer eternas alabanzas por sus riquezas, como si fueran el fruto escogido de la virtud.
Damásipo
¡Qué poco se le parece el griego Arístipo, que hizo a sus esclavos arrojar el oro en los campos de Libia porque la carga les retrasaba el viaje! ¿Quién de estos dos yerra más?
Estertinio
Nada vale el ejemplo que resuelve una dificultad dejando en pie otra mayor. Si el que no sabe música ni frecuenta el trato de las musas compra gran número de cítaras, hasta formar una colección; si el que no es zapatero acopia hormas y tranchetes, o velas y jarcias el que nada tiene de mercader, todos pensarán con razón que tiene el seso trastornado. ¿Y en qué se diferencia de estos el que sepulta en las entrañas de la tierra un tesoro que no sabe gastar, y mira como sacrilegio el tocarlo con sus manos? Si un hombre, armado con un recio garrote, vigila noche y día sus copiosos graneros, sin atreverse, casi muerto de hambre, a tomar un solo grano, y prefiere alimentarse con amargas raíces, o si guardando en sus bodegas mil, ¿qué digo?, trescientas mil barricas de dulce Quíos y de viejo Falerno, solo prueba un vino avinagrado, o si, en fin, duerme sobre la paja siendo un decrépito ochentón, mientras se pudren en sus cofres magníficos cobertores roídos por los gusanos y la polilla, parecerá sin seso a pocos de sus semejantes, porque la mayor parte adolece de la misma enfermedad.
Vejete enemigo de los dioses, ¿es el miedo o la miseria lo que te obliga a esconder esos tesoros que mañana derrochará un hijo o un liberto instituido heredero? ¿Tanto vas a mermar al día tus haberes, aderezando tus legumbres con mejor aceite, o gastando otra pomada en las greñas que caen sobre tus sienes? Tienes lo bastante, ¿y aun perjuras, robas y estafas? ¿Estás en tus cabales? Si la emprendes a pedradas con las turbas, y hasta con los siervos que te costaron tu dinero, los mozalbetes y las chicuelas te tendrán por un demente; y si estrangulas a tu esposa y envenenas a tu madre, ¿diremos que está sana tu cabeza? ¿Qué más? Ni estos crímenes los perpetras en Argos, ni como Orestes matas con el hierro a la que te dio el ser en el extravío de la razón. ¿Piensas que comenzó a desbarrar después de la tragedia de la que le llevó en sus entrañas? Pues no, que estaba su juicio completamente trastornado por las furias antes de hundir el agudo acero en el cuello de su madre. Es más: desde el punto que Orestes cometió tan horrenda maldad, ya no ejecutó ningún acto punible; no asesinó a Pílades ni a su hermana Electra, y se contentó con abrumarlos de maldiciones, llamando a la una horripilante furia, y vomitando sobre el otro mil denuestos en su ciego furor.
Opimio, pobre a pesar de sus talegos de oro y plata, pues bebe un vino de pésima calidad los días de hacienda, y los festivos apura el de Veyes en un jarro de tierra de Campania, cayó cierto día en un letargo profundo, y su heredero, alegre y triunfante, precipitose tras las llaves de las arcas. El médico, tan fiel como avisado, quiso salvarle con una hábil estratagema. Manda colocar una mesa ante su vista, derrama los sacos de moneda, y, así que le ve incorporarse, le dice: «Si no guardas tu capital, pronto pasará a las manos de un codicioso heredero». «¿Estando vivo yo?». «Si quieres vivir, levántate y haz lo que te ordeno». «¿Qué mandas?». «Las fuerzas te abandonarán muy pronto si no restauras con el necesario alimento tu estómago desfallecido. ¿Aun dudas en tomar esta tisana de arroz?». «¿Cuánto cuesta?». «Poca cosa». «¿Cuánto?». «Ocho ases». «¡Ah, si he de morir arruinado, ¿qué más me importa serlo por los ladrones o por los gastos de la enfermedad?».
Damásipo
Entonces, ¿quién está cuerdo?
Estertinio
El que no está loco.
Damásipo
¿Y el avaro?
Estertinio
Ese es insensato y loco a la vez.
Damásipo
¿Será razonable el que no sea avaro?
Estertinio
De ningún modo.
Damásipo
¿Por qué razón?
Estertinio
Te la diré. Figúrate que Crátero dice: «Este enfermo no padece del estómago»; ¿concluiremos de aquí que esté en disposición de levantarse? «De ninguna manera —te responderá—, porque tiene el mal en el costado o los riñones». Aquel sujeto no es perjuro ni tacaño, puede inmolar un lechón a los lares propicios; pero, si es un audaz ambicioso, que navegue hacia la isla de Anticira. ¿Qué diferencia hay entre privarte de gastar el dinero o arrojarlo a una sima?
Cuentan que Servio Opidio, dueño de antiquísimo patrimonio, dividió dos fincas sitas en Canusa, entre sus dos hijos, a quienes dirigió así la palabra desde su lecho de muerte: «Cuando vi, Aulo, que llevabas en la túnica suelta los dados y las nueces, y que los entregabas al primero que te los pedía para jugar, y que tú, Tiberio, los contabas y escondías con ceño adusto, temí que fueseis a dar en la más contraria demencia, conquistando el uno la fama de Cicuta y el otro la de Nomentano; así que os ruego por los dioses penates, a ti que no disminuyas, y a ti que no te afanes por aumentar la hacienda que os lega vuestro padre. Además, para que no os seduzca el amor a la gloria, voy a ligaros con un solemne juramento. Si uno de vosotros solicita ser edil o pretor, desde ahora le maldigo y le privo de la herencia; así no la derrochará en garbanzos, habas y altramuces, para que las turbas le abran paso en el circo, o le levanten una estatua de bronce por haber destruido en su insensatez los caudales y campos paternos. ¿Puede aspirar a los aplausos tributados a un Agripa el astuto zorro que imita al generoso león?».
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«Hijo de Atreo, ¿por qué niegas la sepultura al cadáver de Áyax?». «Porque soy rey». «Me callo como plebeyo». «Además, lo que ordeno es justo; pero, si hay quien opine lo contrario, le permito hablar sin temor a mi resentimiento». «Rey de los reyes, así los dioses, tras la ruina de Troya, te concedan regresar en tu armada a la Grecia, ¿conque puedo preguntar seguro de la respuesta?». «Pregunta». «¿Por qué Áyax, el más grande de los héroes después de Aquiles, que alcanzó la gloria de salvar a los griegos, se pudre sin merecer la honra de la sepultura? ¿Acaso para que se regocijen Príamo y su pueblo con la afrenta del guerrero que segó tantas vidas de jóvenes troyanos, privados también del sepulcro?». En un rapto de locura ha degollado mil ovejas, gritando que daba muerte al ínclito Ulises, a Menelao y a mí». «Pero tú, padre desnaturalizado, ¿estabas más en tu juicio cuando en lugar de una ternera sacrificaste en Aulis a tu dulcísima hija, y rociaste con la salsamola sus hermosos cabellos? ¿Qué hizo Áyax? Degollar en su delirio un rebaño y llenar de maldiciones a los Atridas; pero no se revolvió contra la esposa ni contra el hijo, ni dañó a Teucro, ni aun al mismo Ulises». «A fin de arrancar las naves de una playa funesta, como rey piadoso, aplaqué la ira de los dioses con un sacrificio cruento». «Con tu misma sangre, loco furioso». «Con la mía, es verdad, pero sin furor». «Al que en el extravío de la pasión confunde los dictados de lo justo y lo injusto, se le tiene por insensato, y lo mismo da que su obcecación proceda de la ignorancia que de la cólera. Áyax obra sin juicio al matar aquellos inocentes corderos; y tú, que por fútiles motivos cometiste un horrendo crimen, ¿estás bien de la cabeza y crees libre de vicio tu corazón hinchado de orgullo?».
Si alguno condujese en su litera una blanca corderita y como a hija suya la acompañase de criadas, y la adornase con lindos vestidos y joyas de oro, y la llamase su nena, su dicha, y la destinase para esposa de un arrogante mancebo, de fijo que el pretor le privaría de los derechos civiles, encargando su tutela a los parientes; y si otro como tú, en vez de una cordera, sacrifica a su propia hija, ¿dirás que no ha perdido el juicio? Atrévete a sostenerlo. La maldad unida a la estupidez engendra la locura del peor género. Todo malvado es un loco. El hombre a quien fascina el brillo de la gloria presta oídos a los clamores de Belona, que se goza en la sangrienta carnicería.
Ahora hablemos los dos de Nomentano y su disipación, y te convencerás de que los derrochadores son unos orates. El día que se vio dueño de un patrimonio de mil talentos, ordenó que el pescador, el frutero, el cazador, el perfumista y la vil ralea de la calle toscana, el salchichero con sus truhanes y todos los carniceros del Velabro acudiesen a su mansión por la mañana, y, en efecto, llegaron en tropel. Un alcahuete toma la palabra y le dice: «Lo que hay en mi casa y la de estos mis camaradas haz cuenta que es tuyo, y de todo puedes disponer hoy mismo, o si te place mañana». Aquel joven razonable les contesta: «Tú duermes sin descalzarte sobre la nieve de Lucania, para que yo sirva en mi mesa un jabalí; tú, sin miedo al temporal, me coges los peces; yo, entregado a la pereza, soy indigno de poseer tanto caudal. Toma tú —dice— mil sestercios; tú, igual cantidad; y tú, tres veces mayor, pero dile a tu esposa que se venga por aquí a media noche».
El hijo de Esopo arrancó la magnífica perla que brillaba en el pendiente de Metela, y la disolvió en vinagre, por el gustazo de sorberse un millón en un solo trago. ¿Fuera tenido por más loco si la hubiese arrojado a la corriente del río o a la inmundicia de la cloaca? Los dos hijos de Quinto Arrio, nobilísima pareja de hermanos que parecían gemelos, según eran iguales en la depravación, la frivolidad y la crápula, comían ruiseñores pagados a precios exorbitantes. ¿Qué te parecen: locos o cuerdos? ¿Los señalaremos con greda o con carbón?
Decimos que chochea el hombre barbudo que se divierte en construir casas de cartón, uncir ratones en un carrito, jugar a pares o a nones y cabalgar en una caña larga; mas la razón prueba que el amor nos hace cometer mayores desatinos, y que hay poca diferencia entre revolcarse por el suelo, como acostumbrabas en los juegos de tu infancia, o llorar enamorado a los pies de una cortesana. ¿Arrojarás las insignias de tu enfermedad, las vendas, los cintajos y la capa corta, como lo hizo el arrepentido Polemón, que, después de apurar sendos tragos, rompió las coronas que ornaban su cuello al oír las duras reprensiones de un maestro que aún no se había desayunado? Ofreces a un rapaz lleno de cólera una manzana, y se niega a aceptarla. «Toma, querido», y él erre que erre; pero no se la ofreces, y entonces él mismo te la pide; así el amante desairado discurre para sus adentros si irá o no a la casa de su querida, a la cual, si no lo llamase, ya hubiera subido, pues no sabe apartarse de sus odiosos umbrales. «¿No subiré —dice— cuando me lo ruega? ¿Será mejor que huya del sitio de mi tormento? Ayer me despidió, hoy me llama. ¿Volveré? No, aunque me lo pida encarecidamente». He aquí que llega el esclavo, más avisado que el dueño, y le dice: «Lo que no tiene norma ni admite consejo no puede resolverse por las reglas de la prudencia».
Tal es la índole del amor: primero la guerra, luego la paz. Pretender la fijeza en lo que es más móvil que los nubarrones empujados por el huracán y más voluble que la suerte es pretender sujetar en vano a regla y medida las extravagancias de la locura.
¿Estás en ti cuando coges con los dedos las pipas de la manzana del Piceno y te diviertes disparándolas al techo? Y, cuando sin reparar en tus años persigues a una moza con balbucientes requiebros, ¿eres más sensato que al construir casas de cartón?
Añade a la locura el crimen y atiza el fuego con la espada. ¿No estaba loco de atar Mario el día que asesinó a Helas y se arrojó después a un precipicio, o por absolverle de la nota de demente le daremos el calificativo de criminal, poniendo a las acciones, según es uso, nombres distintos, aunque sinónimos? Un viejo liberto en ayunas y bien lavadas las manos corría por plazas y callejuelas gritando: «No pido imposibles; dioses, libradme a mí solo de la muerte, empresa muy fácil a vuestro poder». Estaría sano de ojos y oídos; pero dudo que su amo al venderlo osara sin temor a un litigio garantizar su buen seso. Crisipo declara que tales individuos deben formar parte de la numerosa familia de los Menenios. «¡Oh, Jove, que nos envías y quitas los grandes dolores —clama la madre de un niño cinco meses enfermo—, límpialo de la fiebre, y la mañana del mismo día en que nos impones el ayuno lo bañaré desnudo en las ondas del Tíber!». Si el acaso o el médico salvan al niño de una muerte inminente, la madre en su delirio lo matará, exponiéndolo en la helada ribera a un nuevo acceso. ¿Qué trastornó su cabeza? La superstición.
Damásipo
Tales son las armas que me dio mi amigo Estertinio, el octavo de los sabios, para no verme ultrajado impunemente. Al que me llame loco, le devolveré igual insulto y le enseñaré las alforjas que sin notarlo lleva a la espalda.
Horacio
Así vendas a mejor precio tus mercancías después de la quiebra, que me digas, estoico, lo que sientes respecto a mi locura, pues son muchas las especies de la enfermedad, y yo me creo en mi sano juicio.
Damásipo
Cuando en un rapto de demencia Ágave llevaba en las manos la ensangrentada cabeza de su hijo infeliz, ¿se creía estar verdaderamente loca?
Horacio
Lo confieso, rindiéndome a la evidencia de tus razones: soy un necio, y hasta un insensato; pero dime: ¿de qué clase es mi locura?
Damásipo
Óyelo: primero te gusta andar entre albañiles, esto es, pretendes imitar a los grandes, tú, que apenas mides dos pies del talón a la cabeza. Te burlas de un hombrezuelo como Turbón, si le ves pasearse altivo y arrogante con sus armas; ¿y eres tú acaso menos risible? También quieres remedar a Mecenas en dichos y hechos, y en verdad que ni te le pareces ni distas poco de su grandeza. Habiendo aplastado un buey a los hijuelos de la rana ausente, uno de ellos que escapó vivo contó a la madre que una bestia enorme les había dado muerte. «¿Cómo era de grande, así tal vez?», le pregunta hinchando su cuerpo. «Mucho mayor». Y volviendo a hincharse más: «¿Sería esta su corpulencia?». Y le contesta: «Son inútiles tus esfuerzos; antes reventarás que la iguales». La fábula se hizo para ti. A tu vanidad junta tus versos, que es como echar aceite al fuego. Si algún poeta tuvo juicio, te concederé que lo tienes. Paso en silencio tus transportes de cólera.
Horacio
¡Calla!
Damásipo
Tus gastos superiores a tus rentas.
Horacio
Damásipo, ocúpate de tus negocios.
Damásipo
Tus miles de amoríos con rapaces y rapazas.
Horacio
¡Oh, loco de atar!, perdona al que lo es menos que tú.
IV
Horacio
Catio, ¿de dónde vienes? ¿Adónde vas?
Catio
Tengo mucha prisa, pues necesito tomar de memoria unos novísimos preceptos que se dejan atrás a los de Pitágoras, la víctima de Ánito y el docto Platón.
Horacio
Confieso que soy un impertinente al interrumpirte en tan mala ocasión, y te ruego que me dispenses; pero, si alguna de esas reglas se te escapa, la recordarás inmediatamente, porque, ya sea don natural, ya efecto del arte, tienes una feliz memoria.
Catio
Precisamente pensaba en recordarlas con puntualidad, por tratarse de cosas muy delicadas, expuestas en lenguaje más delicado todavía.
Horacio
Dime el nombre del autor, y si es romano o extranjero.
Catio
Recuerdo muy bien sus máximas, y te las expondré callando su nombre. Se deben escoger los huevos de forma oblonga, por ser más frescos y de gusto más exquisito que los redondos, que encierran dentro de la cáscara el germen de un polluelo. La col plantada en el secano es mejor que la de regadío, porque el exceso del agua hace desabridas las verduras de los huertos. Si un huésped se entra de rondón en tu casa por la tarde y quieres que su paladar no rechace la carne dura de la gallina, antes de matarla báñala en vino Falerno; así se hace muy tierna. Son excelentes los hongos que se crían en los prados; de los demás no te fíes mucho. Pasará los veranos fuerte y robusto el que tome para postre del almuerzo negras moras cogidas con la frescura de la mañana. Aufidio mezclaba con miel el vino Falerno, y hacía mal, pues al estómago ayuno solo le convienen cosas suaves, y agradece la mezcla con un vinillo ligero. Si padeces de estreñimiento, ayudarás la evacuación comiendo almejas y caracoles con los tiernos lampazos y el vino clarete de Cos. Los mariscos llenos de carne se cogen en las lunas crecientes, aunque no todos los mares los producen de la misma calidad; los de Lucrino son más suculentos que los de Bayas. Las ostras superiores se crían en el cabo Circeo, los erizos en el de Miseno, y la voluptuosa Tarento encarece sus excelentes pechinas.
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Que nadie se vanaglorie de disponer con arte un festín, desconociendo el guiso y condimento especial de cada plato. No basta comprar a buen precio los más exquisitos peces del mercado, si se ignora cuáles se han de servir con salsa y cuáles a la parrilla, para despertar el apetito de los convidados. El jabalí de Umbría, nutrido con la bellota de las selvas, abruma y dobla las fuentes del anfitrión, a quien disgustan las carnes de poca sustancia; el de Laurento, engordado con juncos y ovas, tiene pésimo sabor. Tampoco se distinguen por sabrosos los cabritos alimentados con hojas de cepa. Los lomos de una liebre preñada son apreciadísimos por los gastrónomos de veras. Nadie como yo ha sabido distinguir por el gusto la edad y naturaleza de los peces y las aves. Algunos se dan por satisfechos con haber inventado una nueva pasta, y me parece bastante poco limitar el ingenio a la invención de una sola cosa; otros cuidan que el vino sea agradable, olvidándose de la calidad del aceite con que se ha de componer el pescado. Si expones el vino Másico al sereno, el aire de la noche le quitará su aspereza, perdiendo el olor especial que ataca los nervios; mas, si lo cuelas por la manga, perderá toda su fuerza. El que mezcla con habilidad el vino de Sorrento y las heces de Falerno los clarifica con huevos de paloma, pues sus yemas, al precipitarse, arrastran todas las impurezas.
Es muy fácil reanimar a un bebedor que desmaya sirviéndole esquilas asadas y ostras de África. La lechuga, después de algunos vasos de vino, sobrenada en el estómago enfermo, que se restablece pronto con unas salchichas o lonjas de jamón, o con cualquier otro guiso humeante de los que se sirven en inmundos bodegones. Es cosa muy importante el conocer a la perfección dos especies de salsas; la sencilla se compone de aceite de oliva dulce, mezclado con un vinillo fuerte, y con la salmuera que se enrancia en la olla bizantina; la segunda con hierbas machacadas, que se ponen al fuego, y algunos hilos de azafrán de Coricia, rociados con el aceite de las olivas de Venafro. Las manzanas del Piceno, no tan hermosas a la vista como las de Tibur, resultan más gratas al paladar. La uva de Apulia se conserva bien en orzas; la de Alba mejor poniéndola al humo. Yo fui el primero que las hizo servir con manzanas, salmuera y heces, pimienta blanca y sal morena en limpios y pequeños platos.
Es una estolidez gastar en el mercado tres mil sestercios en la compra de peces y servirlos amontonados en una fuente angosta. Produce náuseas al estómago que el siervo manche la copa con las manos grasientas de la salsa que lamió a hurtadillas, o ver que el tiempo ha cubierto la taza con una capa de suciedad. Cuestan tan poco las escobas, los paños y el serrín que el no gastarlos acusa una desidia vergonzosa. ¿Barrerás con una escoba sucia los mosaicos del suelo y cubrirás con piezas de púrpura las colchas no lavadas en mucho tiempo? Cuanto menores son los dispendios que estos servicios ocasionan, es más justa la reprensión por su olvido que si faltase aquello que solo suele encontrarse en las mesas opulentas.
Horacio
Docto Catio, por nuestra amistad y por todos los dioses te ruego que no te olvides de llevarme cuando vayas a oír estas lecciones, pues, aunque te las oigo decir con tanta minuciosidad, al fin, como mero intérprete, no me causas el efecto que me causaría ver los gestos y ademanes característicos del maestro, dicha que tú no aprecias en lo que vale, porque la gozas; mas yo tengo el mayor empeño en llegar a esta fuente de la sabiduría y beber en sus aguas las máximas de una vida feliz.
V
Ulises
Una palabra más, Tiresias; respóndeme a esta pregunta: ¿por qué artes y mañas podría recuperar mi caudal perdido? ¿Te ríes?
Tiresias
¿No te basta, hombre sagaz, haber vuelto a tu querida Ítaca y ver de nuevo los patrios penates?
Ulises
Adivino infalible, ya ves cómo al tenor de tus predicciones vuelvo a mi palacio pobre y desnudo. Los amantes de mi mujer no han respetado mi despensa ni mis rebaños, y, sin el oro, la nobleza y el valor no valen un comino.
Tiresias
Ya que sin ambages odias la pobreza, te enseñaré por qué medios podrás enriquecerte. Si te regalan un tordo o cualquier otro presente, hazlo volar sin demora a la mansión de un viejo opulento. Las dulces manzanas y los frutos regalados de tu huerto ofréceselos primero a este rico, más venerable que tus lares; y, aunque sea un ente pérfido y de oscuro linaje y esté manchado con la sangre de su hermano, o haya escapado de las cadenas, si te lo pide, no dudes acompañarle en público, cediéndole la derecha.
Ulises
¿Yo, acompañar al bellaco Dama, yo, que en la guerra de Troya competí con héroes renombrados?
Tiresias
Entonces resígnate a la pobreza.
Ulises
Eso nunca. Mi ánimo soportará este trabajo como sorportó otros mayores, con tal que me digas el modo de adquirir haciendas y talegos de oro.
Tiresias
Ya te lo he dicho y te lo vuelvo a repetir. Haz méritos con tu sagacidad para que los viejos te instituyan su heredero; y si alguno más avisado, después de morder el cebo, se burla del anzuelo, no te desalientes ni renuncies a tan lucrativo oficio. Oyes que se ventila en el foro algún litigio de mayor o menor cuantía; pues indaga cuál de los pleiteantes es un ricachón sin prole, cuya audacia y perversidad arrastran ante el tribunal a un contrario más honrado, y declárate sin rebozo su defensor; pero, si tiene hijos o esposa fecunda, abandónale, aunque su reputación te parezca intachable, y su justicia, manifiesta. Háblale así: «Quinto o Publio (las orejas delicadas se de leitan al oír estos nombres), con tus prendas has conquistado mi amistad. Conozco los enredos de las leyes y el modo de defender un pleito. Preferiría que me sacasen los ojos a ver con ellos que nadie te quite lo que monta una cáscara de nuez. De mi cuenta corre que ninguno se burle de ti, ni te haga perder un solo sestercio». Luego invítale a descansar en casa y a cuidar de su persona; conviértete en su procurador y sírvele a costa de cien fatigas, lo mismo cuando la abrasadora canícula hiende las mudas estatuas, que cuando Furio, el de la enorme barriga, escupe copos de nieve sobre la cima de los Alpes. «¿No ves —dirá alguno, dando de codo a su vecino— qué sufrido, qué buen amigo, qué dispuesto a servirle?». Así lloverán en tu casa los atunes y se poblarán tus estanques.
Si algún hacendado cría en casa un hijo de poca salud, para que no te hagan traición tus obsequios y agasajos asiduos a los célibes, procura ganarte su voluntad y abrir la puerta a la esperanza de ser instituido el segundo heredero; que, si la desgracia arrebata la vida del niño, tú ocuparás inmediatamente su lugar. Esta treta casi nunca deja de obtener éxito.
Si te dan a leer el testamento, recházalo como si lo apartases de tu vista, pero de modo que pesques con el rabillo del ojo lo que dice la segunda línea de la primer tablilla, y con rápida mirada averigua si eres solo o tienes otros coherederos; pues muchas veces el sutil y taimado escribano deja al cuervo con tanta boca abierta, y el captador Nasica viene a ser la irrisión de Corano.
Ulises
¿Te arrebata el furor profético, o te burlas de mí tranquilamente, anunciándome cosas que no acierto a comprender?
Tiresias
¡Oh, hijo de Laertes!, profetizo lo que será y lo que no ha de ser; porque el gran Apolo me ha concedido el don de adivinar lo futuro.
Ulises
Pues explícame, si puedes, el sentido de esta fábula.
Tiresias
Cuando un joven descendiente del piadoso Eneas llegue a ser el terror de los partos, y engrandezca su nombre por mar y tierra, Nasica dará en matrimonio su hija mayor al valiente Corano, con el propósito de no pagarle cuanto le debe. Más tarde el yerno se vengará, entregando su testamento al suegro y rogándole que se digne leerlo. Este lo rehusará repetidas veces, pero al fin lo tomará en sus manos, lo leerá en voz baja y encontrará que solo deja a él y los suyos los ojos para llorar.
No olvides tampoco otra saludable advertencia. ¿Vive en compañía del viejo chocho una mujer sagaz o un liberto bellaco? Pues trabaja por hacerte su amigo y prodígales mil lisonjas, para que ellos te alaben en tu ausencia. Esto facilita mucho la empresa; bien que lo esencial es apoderarse del ánimo del viejo. ¿Tiene la manía de escribir infames versos? Alábaselos con descaro. ¿Es mujeriego? Pues sin necesidad de ruegos entrégale tu cara Penélope.
Ulises
¿Y crees que había de consentirlo una mujer tan púdica y honesta, que tantos amadores no pudieron apartar del camino de la honradez?
Tiresias
¡Bah!, porque aquellos mozalbetes eran muy poco pródigos, y más que de sus amores se preocupaban de la cocina; por eso no lograron vencer la virtud de Penélope; pero que se entregue tu esposa una vez en los brazos de un viejo, y parta contigo la ganancia, verás cómo ya no lo abandona, como el perro no suelta la piel manchada de sangre. Te contaré un hecho acaecido en mi edad provecta. Una maldita vieja de Tebas dispuso en su testamentto que el heredero cargase sobre las espaldas desnudas su cadáver, bien frotado con aceite, por si podía muerta librarse de su asedio, ya que en vida le fue imposible. Obra con cautela: ni te quedes nunca corto, ni menos te pases de largo. El charlatán siempre es molesto al viejo melancólico y perezoso. No por eso vayas a enmudecer. Imita al cómico Davo, presentándote con la cabeza baja, como el que teme un duro castigo. No escatimes los agasajos. Si sopla el viento, aconséjale que se tape bien la cabeza; sácale de entre la turba a fuerza de empujones, presta atención a sus garrulerías, y, si le gustan los elogios inmerecidos, hincha su hueca vanidad con el humo de tus lisonjas, hasta que, levantando las manos al cielo, exclame: «No más». Y cuando por su muerte te veas libre de tan penoso cautiverio y oigas con el oído alerta que te deja la cuarta parte de su herencia, entonces gritas: «¿Conque ya no veré en mis días a Dama? ¿Dónde hallar un amigo tan fiel y generoso?». Y, si te es posible, acompaña tus lamentos con lágrimas. La prudencia te aconseja disimular la satisfacción. Levanta con grandeza el sepulcro que encomendó a tu solícito celo, y que los vecinos admiren la pompa de los funerales. Si alguno de tus viejos coherederos padece del asma y quiere comprar la parte del campo o la casa que te ha tocado, véndesela gustoso por el precio que estime conveniente. Pero la imperiosa Proserpina me llama. Que vivas muchos años y con mucha salud.
VI
Limitaba mis aspiraciones a ser dueño de un campo de poca cabida con su huerto de recreo, su fuente de agua viva cerca de la casa, y algo más lejos su frondoso bosquecillo. Los dioses las han colmado con exceso, y les doy las gracias. Hijo de Maya, nada tengo que pedirte, como me conserves estos bienes que disfruto, y, pues no me he enriquecido por réprobos medios, ni mermado mi caudal por la desidia o el despilfarro, y tampoco rindo culto a la codicia de los que exclaman: «¡Oh, si pudiera redondear mi campo con el rincón del vecino! ¡Oh, si la suerte me descubriere una orza de plata, como aquel que halló un tesoro oculto por favor de Hércules, y enseguida labró como propietario las tierras que antes había trabajado como colono!»; y, en fin, me considero feliz con lo que poseo. Acoge, oh, Mercurio, mis súplicas, reducidas a que engorden mis rebaños y todo lo mío, menos el ingenio, y que sigas protegiéndome como acostumbras.
Cuando salgo de Roma y me retiro a mi casa campestre, situada en una colina, ¿en qué puedo ocupar mis ocios mejor que en escribir sátiras de estilo corriente? Allí ni la ruin ambición me exalta, ni me atemoriza el Austro peligroso, ni el otoño insalubre que ofrece tantas víctimas a la cruel Libitina. ¡Oh, padre de la mañana!, y, si oyes con más agrado este nombre, ¡oh, Jano!, que por orden de los númenes presides los primeros trabajos de los hombres, sé tú también el principio de mi canto.
Histori(et)as de griegos y romanos

Lo más probable es que ames el latín, el griego, el mundo clásico en general...
Si te gustan los griegos y romanos, el mundo antiguo y las historias, historietas y anécdotas… tengo histori(et)as de griegos y romanos para ti.
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En Roma me haces salir de casa como fiador de un amigo, sin más remedio que correr para que otro no me gane la delantera, aunque sople el cierzo helado o caiga la nieve en los cortos días de invierno; y, tras obligarme en términos claros y precisos a lo que acaso mañana me acarree una desazón, he de abrirme paso entre la turba, dando empujones a los que caminan despacio. El más rijoso de ellos me llena de improperios y me grita: «¿Adónde vas, aturdido? ¿Tanta prisa llevas? ¿Crees que puedes atropellar a todo bicho viviente, para llegar de un vuelo a casa de Mecenas y significarle tu agradecimiento?».
Lo confieso: estas pullas me saben a miel.
Si doy una vuelta por las Esquilias, me asaltan de frente y costado un centenar de negocios ajenos. «Roscio te ruega que asistas mañana a las ocho al tribunal del pretor. Los empleados del tesoro me encargan, Quinto, que no dejes de acudir hoy mismo, porque han de tratar contigo asuntos de la mayor transcendencia. Haz que Mecenas ponga el sello en estos documentos». Como les diga: «Ya veremos», «¡Bah!, si tú quieres —me responden—, la cosa es hecha», y redoblan las instancias.
Hace ya cerca de ocho años que Mecenas se digna contarme en el número de sus amigos, pero su intimidad se reduce a llevarme por compañero de viaje en su carroza y dirigirme expresiones tan frívolas como estas: «¿Qué hora es? ¿Crees que el gladiador Galina es comparable con Siro? El frío de la mañana comienza a constipar a los poco precavidos», y otras cosas del mismo tenor, que pueden depositarse sin miedo en los oídos menos fieles. Desde aquella fecha la envidia no ha dejado de perseguirme un día ni una hora. «Ved al hijo de la fortuna, —dicen—; va con Mecenas a los juegos del circo, y con él se ejercita en el campo de Marte».
Apenas un rumor siniestro se esparce por la ciudad, cuantos me tropiezan me preguntan: «Hola, amigo; tú debes saberlo todo, ya que vives tan cerca de los dioses. ¿Qué has oído de los dacios?». «Yo, nada». «Siempre has de ser tan burlón». «Que los dioses me aniquilen si no hablo con sinceridad». «Al menos, dinos si las tierras que César prometió a sus soldados se las dará en Sicilia o la misma Italia». Se asombran cuando les juro que no sé una palabra, y me juzgan el más fiel y reservado de los hombres.
Con semejantes molestias pierdo el día entero y prorrumpo en tales votos: «¡Oh, mi amada granja, ¿cuándo te veré de nuevo? ¿Cuándo podré bajo tu techo recrearme, ya con los libros de los antiguos, ya con la quietud del descanso o las delicias del sueño que me hagan olvidar las impertinencias de tráfago tan agitado? ¿Cuándo en mi sencilla mesa comeré las habas consanguíneas de Pitágoras y las berzas de mi huerto compuestas con un lardo sustancioso?». ¡Oh, noches! ¡Oh, banquetes celestiales, en que mis amigos y yo cenamos al amor de la lumbre, acompañados por los siervos, que también toman parte en el festín! Los comensales empinan el codo a su sabor, libres de fastidiosas etiquetas, sin reparar en el que apura sendas tazas ni en el que bebe con parsimonia, y se animan los coloquios, no para escudriñar las casas y granjas de los vecinos, ni para discutir la habilidad de Nepos en la danza, sino para tratar de asuntos más interesantes, y que es una desgracia ignorar. ¿Es la virtud o la riqueza la que hace felices a los hombres? ¿Debe la conveniencia o la honradez forjar los lazos de muestras amistades? ¿Cuál es la naturaleza de lo bueno, y en qué consiste el supremo bien? Entre estas cuestiones, el amigo Cervio intercala por recreo algunos cuentos de viejas, y, si un comensal pone por las nubes las riquezas de Arelio, le interrumpe con esta fabulilla.
Es el caso que un ratón campestre recibió un día en su agujero la visita de un ratón ciudadano, su antiguo huésped y camarada. Era aquel muy sobrio y económico, pero sabía, en obsequio de sus amigos, vaciar los víveres de la despensa; en resumen, que le regaló con los garbanzos y los granos de avena que guardaba escondidos, y le trajo en la misma boca dulces pasas y buenos trozos de tocino rancio, creyendo disipar con este banquete el soberbio fastidio de su huésped, que probaba de todo con aire desdeñoso, mientras el amo de la casa, tendido sobre un montón de paja fresca, sin tocar los manjares delicados, se contentaba con unos granos de trigo y cebada.
El ratón ciudadano le habló de este modo: «¿Es posible que vivas a gusto entre las malezas de un bosque inculto? ¿No son preferibles la ciudad y sus habitantes a las selvas de las fieras salvajes? Sigue mis consejos y vente enseguida conmigo. Todos los que habitamos la tierra hemos de fenecer algún día, pues ni grandes ni pequeños escapan a las garras de la muerte. Así, buen amigo, en cuanto puedas procura vivir contento y alegre. Ten presente la brevedad de la vida».
Estas palabras persuaden al ratón campesino, que salta ligero de su escondite, y los dos juntos se encaminan a la ciudad, resueltos a escalar sus murallas por la noche. Ya esta había llegado a la mitad de su curso, cuando se introducen en una mansión opulenta donde ven magníficos lechos de marfil cubiertos con tapices de roja púrpura, y multitud de viandas sobrantes del día anterior amontonadas en los canastillos.
El ratón ciudadano obliga a descansar al campesino sobre un tapiz de púrpura, corre de acá para allá, como solícito huésped le sirve las viandas sin descanso, y, por cumplir mejor con su oficio de siervo, prueba antes los platos que le ofrece.
El ratón del campo, tendido a la larga, bendice su buena suerte, y en su cara sonriente se pinta la mayor satisfacción; pero de repente se abren con estrépito las puertas, saltan los dos azorados del lecho y, con espanto y medio muertos, corretean por toda la sala. Era que se habían aparecido dos molosos que hacían retemblar la casa con sus ladridos. Entonces, el ratón campesino dice a su compañero: «No me conviene esta vida; gózala tú y pásalo bien. La selva y mi tranquilo agujero, libres de asechanzas, me consuelan bastante de la sobriedad de mis banquetes».
VII
Davo
Después de oír tanto tiempo querría decirte dos palabras, pero como esclavo temo tu resentimiento.
Horacio
¿Es Davo?
Davo
Davo, sí: el siervo amante de su amo, y bueno lo bastante para que merezca vivir.
Horacio
Ea, pues, habla con la libertad propia de las fiestas saturnales, ya que nuestros antepasados así lo establecieron. Vamos, empieza.
Davo
Gran parte de los hombres cursa la carrera del vicio y se obstina en él ciegamente; otra parte no menor anda indecisa, ya por el camino derecho, ya por senderos extraviados. Unos días Prisco llevaba tres anillos en la mano, otros ninguno; siendo tan voluble, que por horas mudaba de traje. Abandonaba un magnífico palacio y se metía de rondón en un zaquizamí de donde un liberto honrado no hubiera salido sin mengua de su fama. Ya vivía como un libertino en Roma, ya como un filósofo en Atenas, cual si hubiese presidido a su nacimiento el dios de las mudanzas.
El truhan Volanerio, desde que la gota, bien merecida por sus desórdenes, le imposibilitó el juego de las manos, ha tomado a sueldo un mozo que le recoja y eche los dados del cubilete, y, esclavo de su pasión favorita, es menos miserable que Prisco, danzando siempre en una cuerda, o tirante o floja por extremo.
Horacio
Bribón, ¿no me dirás contra quién van tus impertinentes habladurías?
Davo
Contra ti.
Horacio
¿Contra mí, infame?
Davo
Ensalzas las costumbres y la fortuna de nuestro antiguo pueblo y, si un dios te trasladase de repente a aquellos tiempos, renegarías del favor recibido; porque no sientes de veras lo que dices, o porque no lo defiendes con la necesaria firmeza, y hundes más tus pies al esforzarte por sacarlos del fango. En Roma suspiras por tu granja, y cuando estás allí pones en las nubes la vida de Roma. Si no estás invitado a ningún banquete, elogias las legumbres tranquilas de tu olla, y te reputas feliz y venturoso porque no te obligan a salir de casa, como si te llevasen a los festines atado de pies y manos; pero que Mecenas te escriba que te aguarda en su mesa al anochecer, ¡aquí es ella! «¿Nadie me trae los perfumes? ¿Todos se han vuelto sordos?». Y tras levantar gran batahola, sales precipitadamente, y Milvio y los demás truhanes se retiran echándote maldiciones que no llegan a tus oídos. Confieso —¿a qué negarlo?— que soy un glotonazo, que el olor de un buen guiso me saca de quicio, que peco de flojo y holgazán, y que tengo mis puntas de borracho; pero tú eres otro que tal, o acaso peor, y me reprendes como varón intachable que disimula con buenas palabras sus defectos. ¿Qué dirás si te pruebo que eres más insensato que yo, a quien compraste por cincuenta dracmas? No me amenaces con los ojos, detén las manos, templa la cólera, y te contaré lo que me dijo el portero de Crispino. Tú te pirras por la mujer del prójimo, mientras yo me avío con las meretrices. Vamos, ¿quién de los dos debe patalear en la horca? Si el apetito enciende mis deseos, la mujerzuela que a la luz de su lámpara me acoge desnuda en el lecho, y con sus movimientos lascivos agita mi cuerpo inflamado, me permite salir del tugurio sin mengua de mi fama, y sin cuidarme de que otro más rico o gallardo me suplante; mientras tú dejas de ser lo que aparentas, cuando te despojas de tus insignias, del anillo de caballero y la toga romana, y de juez respetable te conviertes en un vil Dama, envolviendo en el capuchón tu perfumada cabeza. Entras con miedo en la habitación, y el miedo, en lucha con el apetito, te hace temblar hasta la médula de los huesos. ¿Qué más da que te maten a palos o a puñaladas, que pierdas la libertad o tengas que esconderte en el arca donde te introduce la confidenta de tus devaneos, dejándote acurrucado con la cabeza entre las rodillas? Y el marido de la mujer adúltera tiene derechos terribles sobre los dos delincuentes, aunque mayores sobre el seductor. Ella, al fin, no muda de casa o vestido, ni cede a todas tus exigencias, porque desconfía de tu amor. Con toda tu prudencia pasarás por la horca, dejando en las manos de un marido furioso la hacienda, la vida y la reputación. ¿Conseguiste salir bien del trance? Debo esperar que en adelante te muestres más cauto y temeroso. ¡Qué error! Buscas nuevamente la ocasión, te arrojas a peligros que pueden costarte la piel, y esclavo del vicio recaes en sus lazos. ¿Qué fiera salvaje vuelve a las cadenas rotas de que una vez se ha librado? Me respondes que no eres un libertino; yo tampoco soy un ladrón, cuando paso por delante de tu vajilla de plata sin tocarla. Quita el peligro, y tu inclinación se desbocará rompiendo todos los frenos. ¿Y tú eres mi amo: tú por completo supeditado a tantos negocios y tantas personas, tú a quien la varilla del pretor, impuesta tres o cuatro veces, no sería bastante a librar de la esclavitud de tus sombríos temores?
Añade a lo dicho esta reflexión de importancia. Si el que sirve a un esclavo es su vicario o su consiervo, según nuestras costumbres, ¿qué soy yo para ti? Cierto que mandas sobre mí, pero obedeces a otros que guían tus pasos, como los alambres que mueven los muñecos de los titiriteros.
¿Quién es el hombre verdaderamente libre? El sabio que se gobierna a sí mismo, que no teme la pobreza, la muerte ni la prisión; que con varonil constancia resiste los asaltos de las pasiones, sabe menospreciar los honores y, seguro de sí mismo, como un cuerpo terso y redondo, se desliza con facilidad, sin que ningún obstáculo detenga sus movimientos y sin abatirse jamás por los reveses de la fortuna. ¿Te reconoces por alguno de estos rasgos? Una mujer te sonsaca cinco talentos, se burla de ti, te expulsa de su casa y te echa en la cabeza un jarro de agua fría; poco después te vuelve a llamar. Descarga de tu cuello tan torpe coyunda, y grita: «Soy libre, sí, lo soy». ¡Ah!, no puedes; un tirano implacable domina tu corazón, te clava sus punzantes flechas, y, aunque te resistas, te gobierna a su antojo.
Al detenerte extasiado ante un cuadro de Pausia, ¿eres menos simple que yo cuando tendido a pierna suelta admiro las luchas de Fulvio, Rútulo o Placideyano, pintadas tan al vivo con almagre y carbón, como si aquellos atletas peleasen de veras, moviendo las armas y esquivando con destreza los golpes? Pues bien: Davo es un holgazán, un perdido; y tú, un hombre perito en antigüedades y juez irrecusable de su valor. Yo soy un bribonzuelo, si me entusiasmo con el olorcillo de un pastel caliente; y tú, un probo y eximio ciudadano, engullendo los manjares de suntuosos festines. Mi glotonería me es harto fatal; siempre la pagan mis espaldas; pero tampoco tú saboreas impunemente aquellos delicados manjares que no se compran con poca plata, porque los hartazgos del vientre te producen indigestiones horribles, y tus pies temblorosos vacilan bajo la carga de tu cuerpo debilitado.
Delinque el siervo que trueca por un racimo de uvas un peine hurtado; y el señor que vende su patrimonio por satisfacer la gula, ¿no es más siervo todavía? Además, no sabes vivir una hora a solas contigo ni emplear oportunamente tus ocios. Como fugitivo vagabundo, tratas de huir de ti mismo, y solo aciertas a calmar tus zozobras con el sueño o con el vino. ¡Inútil empeño! Pues, como enemigo implacable, el temor te persigue en la huida.
Horacio
¿Quién me dará una piedra?
Davo
¿Para qué?
Horacio
¿Quién me traerá las flechas?
Davo
Este hombre o está loco o compone versos.
Horacio
Si no te quitas pronto de mi presencia, te enviaré, como el noveno de mis esclavos, a trabajar en mi campo de Sabina.
VIII
Horacio
¿Cómo te fue en el banquete del rico Nasidiemo? Porque, buscándote ayer para convidarte, me dijeron que estabas en su casa desde mediodía.
Fundanio
Muy bien; en la vida me he divertido más.
Horacio
Cuéntame, si no es indiscreción, qué plato aplacó el primero la ansiedad del vientre.
Fundanio
El primero fue un jabalí de Lucania, cogido, según el anfitrión, cuando soplaba el Austro más benigno, y venía rodeado de frescos rábanos, hojas de lechuga y otras raíces estimulantes del apetito, con chirivías, salmuera y heces de vino de Cos. Tras este servicio, un esclavo con la túnica remangada pasó por la mesa un trozo de púrpura, y otro recogió los relieves inútiles que podían ofender la vista de los comensales. Con el paso solemne de la virgen ateniense que lleva los canastillos en las fiestas de Ceres, un negro Hidaspes nos presentó los jarros de Cécubo, y Alcón los del vino de Quíos sin agua del mar. Entonces el amo dijo a Mecenas: «¿Te gusta más el de Alba o el Falerno? Tengo de los dos».
Horacio
Míseras riquezas. Ahora dime, Fundanio, los nombres de los convidados con quienes pasaste tan felizmente la tarde.
Fundanio
Yo estaba a la cabecera; junto a mí, Visco Turino; y más lejos, Vario, si no me es infiel la memoria. Mecenas, en medio de Vibidio y Servilio Balatrón, que eran sus sombras; y Nasidiemo, entre Nomentano y el hambrón Porcio, que nos hacía perecer de risa tragándose un pastel de cada bocado. Nomentano cumplía su misión de señalarnos con el índice los guisos suculentos en cuyo mérito no reparábamos, pues como turba famélica engullíamos sin distinción aves, peces y mariscos, que tenían sabor muy diferente de los de su clase, como lo probaron unos hígados de platija y rodaballo que nunca los comimos mejores. Después me hizo notar que las manzanas eran de más hermoso color cogidas en la luna menguante; él te explicará la causa del fenómeno.
Entonces Vibidio dice a Balatrón: «Morimos sin venganza si no bebemos hasta arruinarlo», y pide copas más grandes. En el rostro de Nasidiemo pintose una espantosa palidez; a nada temía tanto como a los bebedores desmandados, ya porque sueltan la lengua con excesiva libertad, ya porque la fuerza del vino embota la delicadeza del paladar; Vibidio y Balatrón colman las copas de Alifo, y sus compañeros los imitan. Solo los convidados del último lecho se reportaron en la bebida.
En espaciosa fuente sacan una murena rodeada de cangrejos que nadan en la salsa, y el dueño nos dijo: «Se cogió estando preñada; después del parto, su carne sería menos gustosa. La salsa se compuso con el aceite fino de Venafro, la salmuera del bonito de Hispania, y vino de cinco años de Italia mientras hervía, y, una vez cocida, se le echó vino de Quíos, insubstituible en este caso, pimienta blanca y vinagre de la uva de Metimno».
Yo fui el primero que enseñó a cocer los verdes elenios y los jaramagos, que la salmuera del marisco hacen tan gustosos; pero Curtilo se me adelantó en guisar los erizos sin lavarlos en agua dulce. De pronto cae el pabellón del techo sobre la fuente, levantando mayor polvareda que la que mueve el Aquilón en la llanuras de Campania. Grande fue nuestro susto; pero nos repusimos al ver que la cosa no era de peligro. Nasidiemo, con la cabeza baja, rompe a llorar, como si se le hubiera malogrado su hijo en la flor de la edad, y a saber cuándo acabara, si no lo consolase así el amigo Nomentano: «¡Oh, Fortuna! ¿Qué dios es tan cruel como tú contra nosotros? ¡Cómo te diviertes en burlar los proyectos humanos!». Vario apenas podía ocultar sus risotadas con la servilleta, y Balatrón, en tono de fisga, exclama: «Tal es nuestra condición; jamás el éxito responde a los esfuerzos. Te afanas por que cenemos bien, cuidas solícito de que el pan esté en su punto, que la salsa sea exquisita, que los siervos se presenten jarifos y lustrosos, que no caiga el pabellón, como acaba de suceder, y que los mozos no resbalen y te rompan los platos. Y es que a un anfitrión le sucede lo que a un general en jefe: más que los prósperos, suelen descubrir sus dotes los sucesos desfavorables». Nasidiemo le contesta: «Así los dioses te concedan cuanto les ruegues, por hombre de bien y fino convidado». Pide los zapatos, y se escurre. Levántase un confuso rumor, y cada cual habla en secreto con su vecino.
Horacio
¡Cuánto me hubiera divertido tal espectáculo! ¿Y no hubo además algún otro motivo de risa?
Fundanio
¡Ya lo creo! Mientras Vibidio pregunta a los criados si se habían roto todas las botellas, puesto que nadie le daba de beber, por más que lo pedía, y Servilio nos hace reír con sus picantes anécdotas, vuelve Nasidiemo con la frente serena, dispuesto a reparar los contratiempos de la mala suerte. Detrás, los siervos traen una gran fuente llena de trozos de grulla, rociados con sal y harina; hígados de ánade blanco, con dulces higos, y filetes de liebre, bocados muy suculentos si se cortan de los lomos. Sirviósenos luego unos zorzales medio quemados y unos pichones sin rabadilla, platos en verdad apetitosos, si el dueño no ponderase con tanto encomio su sabor exquisito, y por vengarnos de sus retóricas escapamos sin probarlos, como si los hubiese infestado el aliento de Canidia, más ponzoñoso que el de las sierpes africanas.
«Libro segundo de las sátiras de Horacio» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com