A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).
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Dispuestas así las cosas, persistía Catilina en su pretensión del consulado, con la esperanza de que, si le designaban para el siguiente año, dispondría fácilmente como quisiese de Gayo Antonio; pero no cesaba entretanto, antes bien por mil caminos armaba lazos a Cicerón.
Tampoco a este faltaba maña ni astucias para precaverse: porque desde el principio de su consulado había conseguido por medio de Fulvia, a fuerza de promesas, que Quinto Curio, de quien se habló poco antes, le descubriese los designios de Catilina. Había además de esto obligado a su compañero Antonio, con asegurarle para después del consulado el gobierno de una provincia, a que no tomase empeño contra la república; y entretenía ocultamente cerca de su persona varios ahijados y amigos para su resguardo.
Catilina, llegado el día de la elección, como vio que ni su pretensión ni las asechanzas puestas al cónsul le habían salido bien, determinó hacer abiertamente la guerra y aventurarlo todo, puesto que sus ocultas tentativas se le habían frustrado y vuelto en su daño.
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Para esto envió a Gayo Manlio a Fésulas y a aquella parte de Etruria; a un cierto Septimio, natural de Camerino, a la campaña del Piceno; a Gayo Julio a la Pulla; a otros, finalmente, a otras partes, según y adonde creía que podrían convenir a sus intentos.
Entretanto maquinaba en Roma a un mismo tiempo muchas cosas: tendía nuevos lazos al cónsul; disponía incendios; ocupaba las avenidas de la ciudad con gente armada, sin dejar un punto del lado su puñal. A unos daba órdenes, a otros exhortaba a que estuviesen siempre atentos y prevenidos: no cesaba día y noche y andaba desvelado, sin que le quebrantase la falta de sueño ni el trabajo.
Pero viendo al fin que se le malograba cuanto emprendía, llama otra vez a deshora de la noche a los principales conjurados a casa de Marco Porcio Leca, donde, habiéndose altamente quejado de su inacción y cobardía, les dijo que había enviado de antemano a Manlio para que gobernase la gente que tenía en la Etruria pronta para tomar las armas, y a otros, a varios lugares oportunos para que comenzasen la guerra; y que él deseaba mucho ir al ejército si antes lograba matar a Cicerón, cuyos ardides desconcertaban en gran parte sus ideas.
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Pasmados y suspensos al oír esto los demás concurrentes, Gayo Cornelio, caballero romano, y Lucio Vargunteyo, senador, se ofrecieron de suyo y determinaron ir poco después aquella misma noche con gente armada a casa de Cicerón, como que le iban a visitar, y, cogiéndole desprevenido, matarle improvisamente.
Vio Curio el gran peligro que amenazaba al cónsul y avisole inmediatamente por medio de Fulvia del lazo que se le preparaba, con lo que, siéndoles negada la entrada, no tuvo efecto su execrable designio.
Entretanto, Manlio en la Etruria iba sublevando la plebe, que, por su pobreza y el dolor de haber en tiempo de la tiranía de Sila perdido sus campos y haciendas, estaba deseosa de novedades; y asimismo a los forajidos de todas clases, de que había gran copia en aquellas partes; y a algunos de los que Sila había heredado en sus colonias, los cuales, con haber robado tanto, lo habían consumido todo con su lujuria y sus excesos.
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Sabido esto por Cicerón, y viéndose entre dos males (porque ni podía ya por sí preservar más tiempo a la ciudad de las asechanzas de los conjurados, ni acababa de saber cuán numeroso era, o qué designio tenía el ejército de Manlio), determínase a dar cuenta al Senado de lo que pasaba y comenzaba ya a andar en los corrillos del vulgo.
La resolución fue la regular en los casos del mayor peligro: que hiciesen los cónsules como no recibiese daño la república. Por esta fórmula concede el Senado, según costumbres de Roma, al magistrado la suma del poder, y le autoriza para juntar ejército, hacer la guerra, obligar por todos medios a ella a los confederados y ciudadanos, y ejercer en la ciudad y en campaña el supremo imperio y la judicatura: porque de otra suerte, sin mandamiento del pueblo, nada de esto puede hacer el cónsul.
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De allí a pocos días, el senador Lucio Senio leyó en el Senado una carta, que dijo le escribían de Fésulas, y el contenido era que Gayo Manlio el día veintisiete de octubre había tomado las armas con gran número de gentes. Al mismo tiempo, decían unos (como acontece en semejantes casos) que en varias partes se habían visto monstruos y prodigios; otros, que se tenían juntas, que se transportaban armas, que en Capua y en la Pulla estaban para levantarse los esclavos.
Por esto ordenó el Senado que Quinto Marcio Rex pasase a Fésulas, y Quinto Metelo Crético a la Pulla y lugares circunvecinos. Estos dos generales estaban detenidos en las cercanías de Roma por la malignidad de algunos, que, acostumbrados a venderlo todo, fuese justo o injusto, les disputaban entrar en triunfo.
Ordenose también que los pretores Quinto Pompeyo Rufo y Quinto Metelo y Celer fuesen aquel a Capua, este a la campaña del Piceno, ambos con facultad de juntar ejército, según el tiempo y el peligro lo pidiesen. Además de esto, se ofrecieron premios a los que descubriesen la conjuración contra la república, es a saber, cien sestercios y la libertad al siervo, doscientos al libre y la impunidad de su delito; y se ordenó asimismo que las cuadrillas de los gladiadores se repartiesen entre Capua y los demás municipios, según las fuerzas de cada uno, y que por toda la ciudad hubiese de noche rondas a cargo de los magistrados menores.
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Con esto estaban los ciudadanos conmovidos, y trocado el semblante de la ciudad. De una suma y no interrumpida alegría, que había producido en ella la paz de muchos años, pasó de repente a apoderarse de todos la tristeza. Andaban azorados, medrosos, sin fiarse de lugar ni de persona alguna: ni estaban en guerra, ni tenían paz; medía cada uno los peligros por su miedo.
Las mujeres, por otra parte, poseídas de un desacostumbrado espanto a vista de la guerra y de la grandeza del suceso, se afligían, alzaban las manos al cielo, lastimábanse de sus tiernos hijuelos, todo lo preguntaban, todo lo temían, y, olvidadas de la vanidad y los regalos, desconfiaban de su suerte y de la salud de la patria.
Pero el desapiadado Catilina no desistía por eso de su intento, aun viendo las prevenciones de gente que se hacían, y que Lucio Paulo le había ya acusado por la ley Plaucia de haber maquinado contra la república; hasta que al fin, por disimular, y en apariencia de querer justificarse, como si hubiese sido provocado por calumnia, se presentó en el Senado.
Entonces el cónsul Marco Tulio, o porque temiese al verle, o dejado llevar de su justo enojo, dijo una oración elegante y útil a la república, que publicó después por escrito. Concluida que fue, Catilina, como era nacido para el disimulo, puestos en el suelo los ojos, comenzó en tono humilde a rogar al Senado que no diese ligeramente crédito a lo que se decia de él: que de un nacimiento y conducta cual había sido la suya desde su mocedad, debían por el contrario prometerse todo bien; ni pensasen jamás que un hombre patricio, como él era, cuyos mayores, y aun él mismo, tenían hechos tantos servicios a la plebe de Roma, pudiese interesar en la ruina de la república, especialmente cuando velaba a su conservación un ciudadano tal como Marco Tulio, que ni aun casa tenía en la ciudad.
Y añadiendo a esta otras injurias, levantan todos el grito contra él, llamándole parricida y enemigo público. Entonces, furioso, prorrumpió diciendo: «Ya que mis enemigos me tienen sitiado y me estrechan a que me precipite, yo haré que mi incendio se apague con su ruina».
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Y saliéndose arrebatadamente del Senado, se fue a su casa, donde, revolviendo en su interior mil cosas (porque ni le salían bien las asechanzas que había puesto al cónsul, y veía que no era posible dar fuego a la ciudad por la vigilancia de las rondas), persuadido de que lo mejor sería aumentar su ejército y prevenir con tiempo lo necesario para la guerra antes que el pueblo alistase sus legiones; partiose a deshora de la noche con pocos de los suyos para los reales de Manlio, dejando encargado a Cetego, a Léntulo y a otros, que sabía eran los más determinados, que afianzasen por los medios posibles las fuerzas del partido, que hiciesen por asesinar presto al cónsul y previniesen muertes, incendios y los demás estragos de la guerra civil, ofreciéndoles que de un día para otro se acercaría a la ciudad con un poderoso ejército.
Mientras pasaba esto en Roma, envió Gayo Manlio algunos de los suyos a Quinto Marcio Rex con esta embajada:
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«Los dioses saben y los hombres, Quinto Marcio, que ni hemos tomado las armas contra la patria ni con ánimo de dañar a nadie; sí solo por libertar nuestras personas de la opresión e injuria, viéndonos, por la tiranía de los usureros, reducidos a la mayor pobreza y miseria, los más fuera de nuestras patrias, todos sin crédito ni hacienda, sin poder usar, como usaron nuestros mayores, del remedio de la ley, ni aún siquiera vivir libres, después de habernos despojado de nuestros patrimonios: tanta ha sido su crueldad y la del pretor.
»En muchas ocasiones vuestros mayores, compadecidos de la plebe romana, aliviaron su necesidad con sus decretos; y últimamente en nuestros días, por lo excesivo de las deudas, se redujo a la cuarta parte el pago de ellas, a solicitud de todos los bien intencionados. Otras veces la misma plebe, o deseosa del mando, o irritada por la insolencia de los magistrados, tomó las armas y se separó del Senado. Nosotros no pedimos mando ni riquezas, que son el fomento de todas las guerras y contiendas: pedimos solo la libertad, que ningún hombre honrado pierde sino con la vida. Por esto, a ti y al Senado os conjuramos que os apiadéis de unos conciudadanos infelices; que nos restituyáis el recurso de la ley, que nos quitó la iniquidad del pretor; sin dar lugar a que, obligados de la necesidad, busquemos cómo perdernos, después de haber vendido bien caras nuestras vidas».
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Quinto Marcio respondio a esto que, si tenían que pedir, dejasen ante todo las armas, fuesen a Roma y lo representasen humildemente al Senado; el cual y el pueblo romano habían siempre usado con todos de tanta mansedumbre y clemencia que no había ejemplar que hubiese alguno implorado en vano su favor.
Catilina entretanto desde el camino escribió a los más de los consulares y a las personas de mayor autoridad de Roma, diciéndoles que el verse calumniosamente acusado por sus contrarios, a cuyo partido no podía resistir, le obligaba a ceder a la fortuna y retirarse desterrado a Marsella: no porque se sintiese culpado en lo que se le imputaba, sino por la quietud de la república y porque de su resistencia no se originase algún tumulto.
Pero Quinto Cátulo leyó en el Senado otra carta muy diferente, la cual dijo habérsele entregado de parte de Catilina. Su copia es esta:
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«Lucio Catilina a Quinto Cátulo. Salud. Tu gran fidelidad, que tengo bien experimentada y que en mis mayores peligros me ha sido muy apreciable y grata, me alienta a que me recomiende a ti. Por esto no pienso hacer apología de mi nueva resolución, sino declarártela, y sus motivos, para mi descargo, pues de nada me acusa la conciencia; y esto lo puedes creer sobre mi juramento.
»Hostigado de varias injurias y afrentas que he padecido, y viéndome privado del fruto de mi trabajo e industria, y sin el grado de honor correspondiente a mi dignidad, tomé a mi cargo, como acostumbro, la causa pública de los desvalidos y miserables: no porque no pudiese yo pagar con mis fondos las deudas que por mí he contraído, ofreciéndose la liberalidad de Aurelia Orestila a satisfacer con su hacienda y la de su hija aun las que otros me han ocasionado, sino porque veía a gentes indignas en los mayores puestos y honores, y que a mí por solas sospechas falsas se me excluía de ellos.
»Por esto he abrazado el partido de conservar el resto de mi dignidad por un camino harto decoroso, según mi actual desgracia. Más quisiera escribirte, pero se me avisa que vienen sobre mí. Encárgote a Orestila y te la confío y entrego, rogándote, por la vida de tus hijos, que la defiendas de todo agravio. Adiós».
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Pero Catilina, habiéndose detenido poco tiempo en la campaña de Reate en casa de Gayo Flaminio, mientras proveía de armas a la gente de aquellas cercanías, que antes había solicitado, encamínase a los reales de Manlio, precedido de las haces consulares y demás insignias del imperio. Súpose esto en Roma, y el Senado declara luego a Catilina y Manlio por enemigos públicos, y al resto de sus gentes señala término, dentro del cual pudiesen sin recelo alguno dejar las armas, excepto los ya sentenciados por delitos capitales. Manda además de esto que los cónsules alisten gente, que Antonio salga al instante con ejército en busca de Catilina, y Cicerón quede en guarda de la ciudad.
En esta ocasión me parece a mí que el imperio del pueblo romano fue en sumo grado digno de compasión: porque, obedeciéndole el mundo entero, conquistado por sus armas, desde Oriente a Poniente, teniendo en sus casas paz y abundancia de riquezas, que son las cosas que los hombres más estiman, hubo, sin embargo, ciudadanos tan duros y obstinados que, más que gozar de estos bienes, quisieron perderse a sí y a la república.
Porque ni aun después de repetido el decreto del Senado se halló siquiera uno, entre tanta muchedumbre, que, llevado del interés del premio, descubriese la conjuración o desamparase los reales de Catilina: tal era la fuerza del mal, que, como un contagio, se había pegado a los más de los ciudadanos.
«El Estado en lucha (26-36)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com