A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).
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Ni pensaban solo así los que tenían parte en la conjuración, sino que absolutamente toda la plebe, llevada del deseo de novedades, aprobaba el intento de Catilina; y en esto hacía según su costumbre: porque siempre en las ciudades los que no tienen que perder envidian a los buenos, ensalzan a los que no lo son, aborrecen lo antiguo, aman la novedad y, descontentos con sus cosas y estado, desean que se mude todo, alimentándose entretanto de los alborotos y tumultos, sin cuidado alguno, porque en todo acontecimiento pobres se quedan.
Pero la plebe de Roma se había dejado llevar del torrente de la conjuración por muchos motivos. En primer lugar, cuantos en todas partes eran señalados por sus infamias y atrevimientos, cuantos habían perdido afrentosamente sus patrimonios, cuantos por sus excesos y delitos andaban desterrados de sus patria, todos habían acudido a Roma como a una sentina de maldades.
Había también muchos que, acordándose de la victoria de Sila y viendo a algunos que de soldados rasos habían llegado a senadores, y a otros tan ricos que en la ostentación y trato parecían reyes, se prometían para sí otro tanto si tomaban las armas y quedaban vencedores.
Fuera de esto, los jóvenes del campo, que habían hasta allí vivido pobremente atenidos al jornal de sus manos, convidados por las públicas y privadas liberalidades, se hallaban mejor con el descanso de la ciudad que con su desagradable antiguo ejercicio. Estos, y los demás que he referido, se mantenían a costa de la calamidad pública.
Por lo tanto, no es tanto de admirar que unos hombres pobres, viciosos y llenos de altas esperanzas no mirasen mejor por la república que por sí mismos. Por otra parte, aquellos cuyos padres en tiempo de Sila habían sido desterrados o que habían perdido sus bienes o padecido algún menoscabo en sus privilegios no esperaban con mejor intención el éxito de esta guerra; y generalmente cuantos no eran del partido del Senado, más querían ver la república revuelta que perder un punto de su autoridad; y este mal se había, después de muchos años, vuelto a introducir en la ciudad.
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Porque habiéndose en el consulado de Gneo Pompeyo y Marco Craso restituido a su primer estado la potestad tribunicia, sucedía muchas veces que, ocupando este supremo magistrado gente de poca edad y de genio ardiente y fogoso, conmovían a la plebe acriminando al Senado y la inflamaban más con sus liberalidades y promesas, haciéndose ellos por este medio ilustres y poderosos.
Oponíanseles con el mayor empeño lo más de la nobleza, so color de favorecer al Senado, pero, en la realidad, por engrandecerse cada uno, porque, para decirlo breve y claro, cuantos en aquel tiempo conturbaron la república, afectando deseo del bien común con coloridos honestos, unos como que defendían los derechos del pueblo, otros como por sostener la autoridad del Senado, todos ponían su principal mira en hacerse poderosos; ninguno tenía moderación ni tasa en sus porfías: unos y otros llevaban a sangre y fuego la victoria.
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Pero después que Gneo Pompeyo fue enviado a la guerra de mar contra los piratas, y luego contra Mitrídates, decayó el poder de la plebe y se aumentó el de algunos particulares. Estos obtenían los magistrados, los gobiernos y los demás empleos; estos vivían impunemente y sin cuidado en medio de la prosperidad, amedrentando a los demás con los castigos, a fin de que no abusasen del tribunado para irritar la plebe. Pero a la menor esperanza que hubo de novedades, volvió la antigua contienda a poner en arma aquellos ánimos.
Y a la verdad, si Catilina hubiera quedado vencedor, o a lo menos no vencido en la primera batalla, sin duda alguna hubiera sobrevenido gran trabajo y calamidad a la república: ni los vencedores mismos pudieran gozar por mucho tiempo de la victoria, porque, hallándose ya debilitados y rendidos, cualquiera otro más poderoso les hubiera quitado de las manos el imperio y la libertad.
Pero hubo muchos que, aunque no eran de la conjuración, fueron desde el principio a unirse con Catilina. Uno de ellos fue Fulvio, hijo de senador, a quien, habiendo alcanzado y hecho volver desde el camino, le mandó matar su padre.
En este mismo tiempo, Léntulo en Roma, según la orden que le había dejado Catilina, iba ya por sí, ya por medio de otros, solicitando a cuantos por sus costumbres o infortunios creía ser a propósito para novedades, sin detenerse en que no fuesen ciudadanos, sino a toda clase de gentes, con tal que fuesen de provecho para la guerra.
«Excurso central (37-39)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com