A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).
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Encarga, pues, a cierto Publio Umbreno que explore a los legados de los alóbroges y los induzca, si pudiere, a la conjuración, esperando que lo lograría fácilmente, porque estaban sumamente adeudados por sí mismos y a nombre de su ciudad, y por ser de suyo los galos gente belicosa.
Había este Umbreno estado algún tiempo en aquella parte de la Galia a sus dependencias, y así era conocido y conocía también a los más de los sujetos principales de las ciudades de ella. Con esto, sin tardanza alguna, en la primera ocasión que encontró a los legados en el foro, se llegó a ellos y, preguntándoles ligeramente acerca del estado de su ciudad, como que se compadecía de su desgracia, les añadió en el mismo tono de pregunta: «¿Qué fin creían que podrían tener tan grandes males».
Y como los vio quejarse de la avaricia de los magistrados, echar la culpa al Senado porque en nada les favorecía, y que no hallaban otro remedio a sus trabajos que la muerte; encarado a ellos les dijo: «Pues yo os mostraré camino para salir de todo, si sois hombres».
Oído esto por los legados, entrando en grande esperanza, ruegan a Umbreno se compadezca de ellos, protestándole que no habrá cosa, por ardua y difícil que sea, que no estén prontos a ejecutar con el mayor gusto, a trueque de sacar de empeños a su ciudad.
Umbreno entonces llévalos consigo a casa de Decio Bruto, la cual no distaba del foro y era sabedora de la negociación por Sempronia, pues Bruto se hallaba a la sazón ausente. Llama además de esto a Gabinio para dar más autoridad a sus palabras, y en su presencia descubre la conjuración, nombrando a los que la componían, y a otros muchos de varias clases, que nada sabían de ella, a fin de animar a los legados; y después que hubieron ofrecido que contribuirían a su intento, los envió para sus casas.
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Pero ellos, no obstante su promesa, dudaron mucho tiempo qué resolución tomarían. Por una parte, se hallaban oprimidos de la deudas, lisonjeados de su natural inclinación a la guerra, y con esperanza de alcanzar grandes ventajas si vencían. Por otra, veían un partido más fuerte, mayor seguridad en abrazarle, y recompensas ciertas en lugar de inciertas esperanzas.
Pesadas por los legados estas cosas, cayó al fin la balanza a favor de la república. Vanse, pues, a Quinto Fabio Sanga, que era patrono de su ciudad y la favorecía mucho, y descúbrenle cuanto sabían. Cicerón, que entendió por medio de Sanga lo que le pasaba, manda a los legados que afecten desear con grande ansia la conjuración: visiten a los demás cómplices, se lo faciliten todo y procuren que se abran y declaren con ellos lo más que sea posible.
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Casi por el mismo tiempo hubo alborotos en la citerior y ulterior Galia, y también en la campaña del Piceno, en el Abruzo y en la Pulla: porque los que Catilina había anticipadamente enviado a aquellas partes, sin acuerdo ni reflexión alguna, y como gente desatinada, todo lo querían hacer a un tiempo; y juntándose por las noches, transportando de una a otra parte armas, acelerándose y moviéndolo todo, habían ocasionado más miedo que peligro.
Ya a muchos de ellos había el pretor Quinto Metelo Céler puesto en la cárcel, después de procesados de orden del Senado; y lo mismo había ejecutado en la citerior Galia Gayo Murena, que gobernaba aquella provincia en calidad de legado.
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Pero en Roma, Léntulo y los demás cabezas de la conjuración, pareciéndoles que tenían bastante gente a punto, habían resuelto que, luego que llegase Catilina con su ejército a la campaña de Fésulas, Lucio Bestia, tribuno de la plebe, se querellase en una arenga al pueblo de la conducta de Cicerón, atribuyendo a este insigne cónsul la culpa de tan funesta guerra; y que esa arenga sirviese de señal para que en la siguiente noche el resto de la muchedumbre conjurada ejecutase cada uno lo que se había puesto a su cargo.
Era, según decían, el proyecto que Estatilio y Gabinio, con buen trozo de gente, pegasen a un mismo tiempo fuego a la ciudad por doce partes, las más acomodadas a su intento, que era facilitar, al favor de este alboroto, la entrada para el cónsul y para los demás a quienes querían asesinar: que Cetego se apostase a las puertas de la casa de Cicerón y le acometiese abiertamente, y los demás cada uno al suyo; que los hijos de familias, que por la mayor parte eran del cuerpo de la nobleza, matasen a sus padres; y dejando a la ciudad envuelta en muertes e incendios, saliesen a unirse con Catilina.
Mientras esto se resolvió y dispuso, no cesaba Cetego de echar en rostro a sus compañeros su cobardía, diciéndoles que con su irresolución y largas desaprovechaban las mejores ocasiones: que en un peligro como aquel, no era menester consejo, sino manos; que él mismo asaltaría la corte con pocos que le ayudasen, pues los demás andaban tan remisos. Como era de natural fiero y ardiente, y por otra parte hombre de gran valor, creía que todo el buen éxito consistía en la brevedad.
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Pero los alóbroges, según la instrucción que Cicerón les había dado, se vieron por medio de Gabinio con los demás conjurados y pidieron a Léntulo, Cetego, Estatilio y Casio su juramento firmado para poderles llevar a sus conciudadanos, pues de otra suerte, decían, no sería fácil que quisiesen entrar en un negocio de tanta entidad.
Los tres primeros danle sin la menor sospecha; Casio ofrece volver allí dentro de poco y pártese de Roma algo antes que los legados. A estos quiso Léntulo que acompañase un cierto Tito Volturcio Crotoniense, para que de camino a su casa se viese con Catilina y ratificasen el tratado, dándose mutuamente su palabra y seguridad. Entregó además de esto a Volturcio una carta para Catilina del tenor siguiente:
«Cúya esta sea, te lo dirá el dador. Mira bien el apuro en que estás, y piensa como hombre. Atiende a lo que tu situación pide, y válete de todos, aún de los más despreciables».
Encargole además de esto, de palabra, que le dijese en qué se fundaba para no admitir a los siervos, una vez que el Senado le había declarado ya por enemigo; que en Roma estaba pronto cuanto había mandado, y que no difiriese un momento el acercarse.
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Hecho así esto, y determinada la noche en que habían de partir, Cicerón, instruido de todo por los legados, da orden a los pretores Lucio Valerio Flaco y Gayo Pontino, que emboscados en el puente Milvio arresten la comitiva de los alóbroges. Díceles por lo claro el fin por que los envía, y que en lo demás obren según convenga.
Ellos, como gente militar que era, apostando sin ruido alguno sus patrullas, cercan ocultamente el puente, según se les había mandado. Cuando los legados llegaron con Volturcio a aquel sitio, levántase a un mismo tiempo el grito de ambas partes. Los galos, que conocieron luego lo que era, se entregan al instante a los pretores.
Volturcio al principio, animando a los demás, se hace con su espada lugar entre la muchedumbre, pero, viéndose abandonado de los legados, después de haber rogado mucho a Pontino, cuyo conocido era, que le salvase la vida, temeroso y desconfiado de alcanzarla, se rinde al fin a los pretores, no de otra suerte que si fueran enemigos.
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Dase inmediatamente aviso de lo ejecutado al cónsul, el cual se vio a un mismo tiempo entre una alegría y un cuidado sumo. Alegrábase al ver que, descubierta la conjuración, quedaba la ciudad libre de peligro; pero le aquejaba la duda de lo que convendría hacer, siendo comprehendidos en tan atroz delito tantos y tan esclarecidos ciudadanos. Echaba de ver que el castigarlos redundaría en su daño, y el disimular sería la ruina de la república.
Pero al fin, cobrando ánimo, manda comparecer ante si a Léntulo, a Cetego, a Estatilio y Gabinio; y asimismo a Cepario, natural de Terracina, el cual se disponía para pasar a la Palla a sublevar los esclavos. Todos acuden sin tardanza, menos Cepario, que, habiendo poco antes de avisarlo salido de casa, y sabido que habían sido descubiertos, se escapó de la ciudad.
El cónsul, tomando por la mano a Léntulo (por hallarse a la sazón pretor) le lleva por sí mismo al templo de la Concordia, para donde había convocado al Senado; y manda que los demás sean conducidos con guardas al mismo sitio. Allí, en presencia de gran número de senadores, introduce a Volturcio y a los legados, y manda al pretor Flaco presentar la valija y cartas que habían sido interceptadas.
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Volturcio, preguntado acerca de su viaje y de las cartas, y últimamente del designio que llevaba y lo que le había movido a ello, al principio tiró a embrollarlo fingiendo cosas muy distantes y haciéndose el desentendido de la conjuración; pero luego que se le mandó responder bajo el seguro de la fe pública, decláralo todo según había pasado; y añade que él pocos días antes había tomado aquel partido a solicitud de Gabinio y Cepario, y que nada sabía más que los legados; solo, sí, que había varias veces oído a Gabinio, que en este concierto entraban Publio Autronio, Servio Sila, Lucio Vargunteyo, y otros muchos. Lo mismo declaran los legados.
Pero no contestando Léntulo, fue reconvenido con su carta y sus conversaciones en que decía frecuentemente que los libros de las sibilas pronosticaban el reino de Roma a tres de la familia Cornelia: que los dos habían sido Cina y Sila, y él era el tercero, a quien la suerte daba que había de apoderarse de la ciudad; y además de esto, que aquel era el año veinte de la quema del capitolio, año que los adivinos, en vista de algunos prodigios, habían muchas veces dicho en sus respuestas que sería sangriento por guerras civiles.
Leída, pues, la carta, y reconocidas por todos sus firmas, mandó el Senado que así Léntulo (degradado antes de su empleo) como los demás cómplices se asegurasen sin apremio alguno en casas particulares. Léntulo fue dado en guarda a Publio Léntulo Espínter, que era a la sazón edil, Cetego a Quinto Cornificio, Estatilio a Gayo César, Gabinio a Marco Craso, Cepario (a quien alcanzaron en su fuga y le habían traído poco antes) a Gneo Terencio, senador.
«La revolución (40-47)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com