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Victoria (48-50)

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A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).

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Entretanto la plebe, que con el deseo de novedades había fomentado tanto la guerra civil en los principios, trocada enteramente, luego que se descubrió la conjuración, detestaba el designio de Catilina, ponía a Cicerón en las nubes, y, como que se había librado de una inminente esclavitud, se ocupaba en regocijos y alegrías, porque al pronto creyó que cualquier otro desorden de los que trae consigo la guerra civil, más que daño, podría ocasionarle algún pillaje; pero el incendio desde luego vio ser cosa atroz y enorme, y que había de serla muy funesto, pues todos sus haberes consistían en lo que consumía diariamente la ciudad en el sustento y la decencia.

El día siguiente fue llevado al Senado cierto Lucio Tarquinio, el cual decían que, yendo a encontrar a Catilina, había sido cogido en el camino. Este ofreció que descubriría la conjuración, con tal que se le indultase; y siendo mandado por el cónsul declarar lo que supiese, dijo al Senado casi lo mismo que Volturcio, de las disposiciones tomadas para quemar la ciudad y matar a los fieles a la república, y de la venida de los enemigos, añadiendo que le había enviado Marco Craso para decir a Catilina que no le acobardase la prisión de Léntulo, Cetego y otros conjurados, y que por lo mismo se diese más prisa en acercarse a Roma, para sacarlos cuanto antes del peligro y animar a los demás.

Cuando oyeron nombrar a Craso, sujeto noble, riquísimo y de suma autoridad, unos teniéndolo por cosa increíble, otros, bien que lo creyesen, considerando que en un tiempo como aquel convenía más templar que irritar a un hombre tan poderoso, y los más de ellos por particulares obligaciones que a Craso debían, claman a una voz que es falsa la declaración de Tarquinio, y piden que se vuelva a tratar de ello en el Senado.

Propónelo de nuevo Cicerón, y resuélvese a pluralidad de votos que la noticia es falsa, y que Tarquinio se mantenga preso hasta declarar por sugestión de quién ha fabricado tan enorme calumnia. No faltó en aquel tiempo quien sospechase que Publio Autronio había sido el inventor de aquella máquina, con el fin de que el nombre y poder de Craso, y el riesgo que igualmente correría su persona, pusiese más fácilmente a cubierto a los demás. Otros decían que Tarquinio era un echadizo de Cicerón, por miedo de que Craso alborotase la república, tomando a su cargo la protección de los malvados, según tenía de costumbre. Yo mismo oí después a Craso decir públicamente que Cicerón era quien le había puesto tan afrentosa nota.

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Pero esto se aviene mal con que en el mismo tiempo ni Quinto Cátulo ni Gayo Pisón pudieron conseguir de él, por amistad, por ruegos ni dinero, que los alóbroges u otro delator nombrasen calumniosamente a Gayo César, de quien ambos eran mortales enemigos: Pisón, porque César le había convencido en juicio de haber por cohechos sentenciado injustamente a muerte a cierto transpadano; Catulo, porque, siendo de avanzada edad y habiendo obtenido los primeros empleos, no podía sufrir que en competencia suya se hubiese dado el pontificado a César, que era aún mozo.

Y la ocasión no podía ser mejor para autorizar la calumnia: porque César, por su insigne liberalidad con sus amigos y por los espectáculos magníficos que había dado al pueblo, se hallaba sumamente adeudado. Pero al fin, desengañados de que no podían inducir al cónsul a tan gran maldad, ellos por sí mismos (hablando a unos y a otros, y fingiendo cosas que decían haber oído a Volturcio y a los alóbroges) conciliaron a César tan grande aborrecimiento que algunos caballeros romanos, de los que guardaban armados el templo de la Concordia, dejándose llevar de lo grande del peligro o del impulso de su generosidad, para acreditar más su amor a la república, le pusieron al pecho las espadas al tiempo que salía del Senado.

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Mientras en él se trataban estas cosas y se acordaba la recompensa que debía darse a los legados de los alóbroges, y a Tito Volturcio, por haberse hallado ciertas sus declaraciones, los libertos y algunos ahijados de Léntulo andaban cada uno por su lado solicitando por las calles a los artesanos y a los siervos, para libertarle; otros hacían por ganar a los capataces de ciertas cuadrillas de gente agavillada, que solía alquilarse para inquietar a la república.

Cetego, por su parte, rogaba por medio de emisarios, a sus familiares y libertos, gente escogida y abonada para cualquier arrojo, que, hechos un pelotón, penetrasen con sus armas hasta donde él estaba. El cónsul, que entendió lo que se iba preparando, dispone su gente según el tiempo y caso pedían, junta Senado, y propone en él: ¿qué les parecía se hiciese de los que estaban presos? Ya poco antes la mayor parte de los votos los había declarado traidores a la república.

Decio Junio Silano, que por hallarse designado cónsul fue preguntado el primero, votó por entonces que debían condenarse a muerte; y no solo ellos, sino también Lucio Casio, Publio Furio, Publio Umbreno y Quinto Anio, si pudiesen ser habidos. Pero después, haciéndole fuerza el razonamiento de Gayo César, dijo se conformaría con el dictamen de Tiberio Nerón, que era que se volviese a tratar el punto, y entretanto se doblasen las guardas.

César, cuando le llegó su vez, siendo preguntado por el cónsul, habló de esta suerte…

«Victoria (48-50)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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