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Discursos de César y Catón (51-52)

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A continuación tienes una de las partes de la Conjuración de Catilina de Salustio (trad. Gabriel de Borbón).

51

«Padres conscriptos: los que han de dar dictamen en negocios graves y dudosos deben estar desnudos de odio, de amistad, de ira y compasión. No es fácil que el ánimo descubra entre estos estorbos la verdad, ni nadie acertó jamás siguiendo su capricho. Prevalece el ánimo cuando se aplica libremente: si nos preocupa la pasión, ella domina; el ánimo nada puede. Gran copia de ejemplares pudiera yo traer, padres conscriptos, de reyes y repúblicas que, por dejarse llevar de la compasión o del enojo, tomaron resoluciones muy erradas; pero más quiero acordaros lo que nuestros mayores, sabiamente y con grande acierto, ejecutaron en varias ocasiones contra lo que les dictaba su pasión.

»En la guerra de Macedonia que tuvimos con el rey Perseo, la ciudad de Rodas, grande y opulenta, que debía sus aumentos al favor del pueblo romano, nos fue desleal y contraria; pero después que, concluida la guerra, se trató qué debería hacerse de los rodios, pareció a nuestros mayores dejarlos sin castigo por que no se dijese que sus riquezas, más que la injuria, nos habían hecho tomar las armas.

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»Asimismo en las tres guerras púnicas, habiendo los cartagineses en tiempo de paz y treguas hecho muchas veces cosas indignas de contarse, jamás los nuestros, aun brindados de la ocasión, quisieron imitarlos, porque no miraban tanto a lo que podían justamente hacer como a lo que correspondía a su decoro, pues esto, esto mismo debéis vosotros, padres conscriptos, mirar atentamente, no sea que la maldad de Publio Léntulo y de los demás reos se haga más lugar en vuestros ánimos que vuestra dignidad; ni tiréis más a desahogar la ira que a mantener la reputación de vuestro nombre, porque, si en la realidad se hallase castigo correspondiente a su delito, me allano desde luego a la novedad que se propone, pero, si excede su maldad a cuanto pueda discurrirse, ¿a qué fin apartamos de lo que tienen establecido nuestras leyes?

»Los más de los que han votado hasta ahora se han lastimado con grande afectación y pompa de palabras de la desgracia que amenaza a la república, contándonos menudamente cuán cruel guerra sería esta, y cuántas, las calamidades de los vencidos: que serían robadas las doncellas y los niños; arrancados, los hijos del regazo de sus madres; las matronas, expuestas al desenfreno de los vencedores; los templos y las casas, saqueadas; que no habría sino muertes e incendios; y, últimamente, que se llenaría todo de armas, de cadáveres, de sangre y de lamentos.

»Pero, por los dioses inmortales, ¿a qué propósito esto? ¿Acaso para irritaros contra la conjuración? Por cierto, que harán gran fuerza las palabras a quien no la hiciese la realidad de un hecho tan atroz. No es esto, pues; sino que a nadie parecen pequeñas sus injurias, y que muchos las llevan más allá de lo justo.

»Pero no todo, padres conscriptos, es permitido a todos. Los que viven una vida privada y oscura, si alguna vez se arrebatan de la ira, lo saben pocos: ellos y sus cosas se ignoran igualmente; pero a los que obtienen el mando y están en grande altura, nadie hay que no les observe hasta los hechos más menudos; y así, en la mayor fortuna, hay menos libertad de obrar. Ni apasionarse ni aborrecer pueden, pero mucho menos airarse: porque lo que en particular sería ira, en ellos se tiene por soberbia y crueldad.

»Yo, pues, conozco bien, padres conscriptos, que en la realidad no hay castigo que iguale a sus maldades; pero las gentes, por lo común, se acuerdan solo de lo último que vieron y, olvidándose del delito de los malhechores, murmuran de la pena, si es algún tanto rigurosa.

»Cuanto ha dicho Decio Silano, varón de esfuerzo y entereza, me consta haberlo dicho por el bien de la república; y que no es capaz de obrar en un negocio tan grave por enemistad o por favor: tales son sus costumbres, tal su moderación, que conozco a fondo; pero su dictamen me parece no digo cruel (porque contra hombres tales, ¿qué habrá que pueda serlo?), sino ajeno del espíritu de nuestra república. Porque a la verdad, oh, Silano, solo el miedo o la pública vindicta te han podido inducir, hallándote cónsul designado, a establecer un género de castigo desconocido en nuestras leyes. Del miedo es ocioso hablar, habiendo tanta gente en armas por la oportuna providencia de nuestro insigne cónsul.

»En cuanto al castigo, pudiera yo decir lo que hay en ello: que para los infelices la muerte, lejos de ser pena, es descanso de sus trabajos; que con ella espiran los males todos, y que después no queda ya lugar al gozo ni al cuidado. Pero, por los dioses inmortales, ¿por qué no añadiste a tu voto que, antes de darles muerte, fuesen azotados? ¿Acaso porque lo prohíbe la ley Porcia? Pues no menos prohíben otras leyes que a los ciudadanos romanos, aún después de condenados, se les quite la vida, permitiéndoles que salgan desterrados. ¿Acaso por parecerte los azotes pena más dura que la muerte? ¿Qué pena habrá, pregunto, que pueda llamarse cruel, o demasiadamente dura, contra hombres convencidos de un crimen tan enorme? Si al contrario, ¿porque es pena más leve? Mal se aviene que la ley se observe en lo que es menos, y que en lo principal se traspase y atropelle.

»¿Pero quién podrá reprehender, me dirás tú, cualquiera resolución que se tomare contra unos parricidas de la república? ¿Quién? El tiempo, el día de mañana, la fortuna, que gobierna los acaecimientos humanos por su antojo. A ellos, por mucho que se les castigue, se lo tendrán bien merecido; pero vosotros, padres conscriptos, mirad lo que al mismo tiempo vais a resolver contra los demás. Cuantos abusos vemos tuvieron buen principio; pero, si viene a caer el mando en manos de ignorantes o malvados, el nuevo ejemplar que se hizo con los merecedores y dignos de castigo se extiende a los que no lo son.

»Los lacedemonios, después de haber vencido a los de Atenas, les pusieron treinta sujetos que gobernasen su república. Estos en los principios a cualquiera que veían pernicioso y malquisto lo sentenciaban a muerte sin hacerle causa, de lo que el pueblo se alegraba y decía que era muy bien hecho; pero después que poco a poco fue esta libertad tomando ensanches, mataban indistintamente a buenos y malos por su antojo, llenando de terror a los demás. De esta suerte la ciudad, esclava y oprimida, pagó muy bien la pena de su necia alegría.

»Cuando en nuestros días Sila, dueño ya de todo, mandó matar a Damasipo y a otros tales que se habían engrandecido a costa de la república, ¿quién hubo que no lo celebrase? Decían todos que se lo tenían bien merecido unos hombres turbulentos y malvados, que habían inquietado a la República con sediciones y tumultos. Pero esto fue origen de gran calamidad, porque después lo mismo era codiciar alguno la casa o heredad, no aún tanto la alhaja o el vestido ajeno que procurar se desterrase a su dueño. De esta suerte, los mismos que en la muerte de Damasipo se habían alegrado poco después eran arrastrados al suplicio; ni cesó la carnicería hasta que Sila llenó de riquezas a los suyos.

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»No es decir que yo tema esto siendo Marco Tulio cónsul, o en nuestros tiempos; pero, como en una ciudad grande, cual esta es, hay muchos y muy diversos modos de pensar, puede otro día, puede en el consulado de otro que tenga también ejército a su mando, adoptarse alguna siniestra idea por verdad. Si entonces, pues, el cónsul, autorizado con este ejemplar y con un decreto del Senado, llegase a desenvainar la espada, ¿quién habrá que le contenga o le ponga coto?

»Nuestros mayores, padres conscriptos, nunca estuvieron faltos de prudencia ni valor, pero no se desdeñaban por eso de imitar lo que les parecía bien en las leyes y gobierno de otros pueblos. La armadura militar y las lanzas las tomaron en la mayor parte de los samnitas; las insignias de los magistrados, de los etruscos; y, en una palabra, cuanto en cualquiera parte, fuese entre confederados o enemigos, encontraban útil, todo lo trasladaban con el mayor cuidado a su República, queriendo más parecerse que despreciar a los buenos. Esto hizo también que adoptasen por el mismo tiempo la costumbre de Grecia, castigando con azotes a los ciudadanos; y una vez condenados, con el último suplicio.

»Pero después que fue creciendo la república, y con la muchedumbre de ciudadanos se engrosaron los partidos, caían en el lazo los que no tenían culpa, y se hacían muchas tropelías. Para atajarlas, se suplicó entonces la ley Porcia y otras, en que se permite a los reos que salgan desterrados. Esta razón, padres conscriptos, es en mi juicio de grandísimo peso para que no se haga novedad. Sin duda, los que de tan cortos principios tanto engrandecieron el imperio, tendrían más caudal de valor y sabiduría que nosotros, que apenas sabemos conservar lo que ellos tan justamente adquirieron.

»Pero ¿qué? ¿Pensáis por esto que juzgo que se les suelte y que se aumente con ellos el ejército de Catilina? De ningún modo, sino que sus bienes se confisquen, sus personas se repartan y aseguren en las cárceles de aquellos municipios que son más fuertes y poderosos; que nadie proponga al Senado ni trate con el pueblo acerca de ellos, y si, de hecho, alguno lo intentare, que el Senado desde luego le declare por enemigo del bien común y de la república».

52

Habiendo César acabado de decir, los senadores, de palabra y de otros modos, aprobaban entre sí su parecer. Pero Marco Porcio Catón, siéndole pedido su dictamen, habló de esta suerte:

«Muy de otro modo pienso yo, padres conscriptos, cuando considero nuestra situación y los peligros que nos cercan, y especialmente cuando reflexiono los votos que acabo de oír a algunos. Estos, a mi entender, no han tratado sino del castigo de los que han intentado la guerra contra su patria, sus padres, sus aras y sus hogares; pero el caso, más que consultas sobre la pena de los reos, pide que pensemos el modo de precavernos de ellos.

»Porque otros delitos no se castigan hasta después de ejecutados, este, si no se ataja en los principios, una vez que suceda, no hay adonde apelar: perdida la ciudad, ningún recurso queda a los vencidos; pero, por los dioses inmortales, con vosotros hablo, que habéis siempre tenido en más que a la república vuestras casas, heredades, estatuas y pinturas; si queréis mantener tales cuales son estas cosas, a que tan asidos vivís, si queréis gozar tranquilamente de vuestros deleites, despertad una vez y atended a la defensa de la república. No se trata por cierto ahora de tributos, ni de vengar injurias hechas a nuestros confederados: trátase de nuestra libertad y nuestra vida, que están a canto de perderse.

»Muchas veces, padres conscriptos, he hablado, y largamente, en este sitio; muchas he declamado contra el lujo y la avaricia de nuestros ciudadanos, con lo que me he granjeado hartos desafectos. Como ni a mí mismo me hubiera yo perdonado en caso de haber cometido o intentado algún exceso, tampoco me acomodaba fácilmente a disculpar los ajenos, atribuyéndolos a la ligereza de sus autores. Y aunque vosotros ningún caso hacíais de mis palabras, la república se mantenía firme; su opulencia sobrellevaba este descuido.

»Pero hoy no se trata de reforma de costumbres, ni de los límites o de la magnificencia del imperio romano, sino si todas estas cosas, sean en vuestro aprecio cuales fueren, han de permanecer nuestras, o pasar, juntamente con nosotros, a poder de los enemigos. ¿Y hay, a vista de esto, quien tenga aliento para tomar en boca la mansedumbre y la piedad? Ha mucho que se han perdido en Roma los verdaderos nombres de las cosas, porque el derramar lo ajeno se llama liberalidad; el arrojarse a insultos y maldades, fortaleza. A tal extremo ha llegado la república.

»Sean, pues, en hora buena liberales (ya que así lo llevan las costumbres) con la hacienda de los confederados, no con nuestra sangre. Sean piadosos con los ladrones del erario; pero, por salvar la vida a cuatro malhechores, no quieran arruinar al resto de los buenos.

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»Poco antes Gayo César habló en este lugar con gran delicadeza y artificio de la vida y de la muerte, teniendo, a lo que parece, por falso lo que nos cuentan del infierno, es a saber, que los malos, por diferente rumbo que los buenos, son destinados a unos lugares tristes, incultos, horribles y espantosos; y conforme a esto, concluyó diciendo que se les confisquen las haciendas, y sus personas se repartan por las cárceles de los municipios, no sea que, si quedan en Roma los cómplices de la conjuración, el populacho ganado por dinero los saque por fuerza de la prisión, como si solo hubiese gente malvada en Roma y no sucediera lo mismo en toda Italia, o no fuese más de temer una violencia donde hay menores fuerzas para oponerse a ella, por cuya razón es poco sano este consejo, si César recela algo de parte de los conjurados; pero si solo él deja de temer cuando están todos tan poseídos del terror, tanto más conviene que yo tema; y no solo por mí, sino por vosotros.

»Tened, pues, por cierto que lo que resolviereis contra Publio Léntulo y los demás reos lo resolvéis al mismo tiempo contra el ejército entero de Catilina y contra los conjurados; que cuanto con más calor y aplicación tratéis este negocio, tanto decaerán ellos de ánimo; y que por poco que vean que aflojáis, os insultarán con más orgullo.

»No juzguéis que nuestros mayores engrandecieron con las armas su pequeña república. Si fuese así, mucho más floreciente estuviera ahora, que tenemos más ciudadanos y aliados; y además de esto, más copia de armas y caballos que tuvieron ellos. Otras cosas los hicieron grandes, de que nosotros enteramente carecemos; es, a saber, en la paz la aplicación a los negocios; en tiempo de guerra, el gobierno templado y justo, la libertad en dar dictámenes sin miedo ni pasión.

»En lugar de esto, reina en nosotros el lujo y la avaricia: el público, exhausto; los particulares, opulentos. Queremos ser ricos y huimos el trabajo; no hay diferencia del bueno al malo; la ambición lleva los premios debidos a la virtud. Ni puede ser otra cosa, puesto que en vuestras resoluciones nadie mira sino por sí; que en vuestras casas servís a los deleites y placeres; aquí, a vuestra codicia o al favor; de donde nace que, desamparada la república, la invade cualquiera por su antojo. Pero dejemos esto.

»Conspiraron unos ciudadanos principalísimos a abrasar la patria; llamaron por auxiliares a los galos, mortales enemigos del nombre romano; tenemos a su caudillo con un ejército sobre nosotros; ¿y aún ahora estáis sin resolveros, dudando qué haréis de los enemigos cogidos dentro de vuestras murallas? Digo que os apiadéis de ellos, porque son unos jóvenes que no tienen más delito que haberse dejado llevar de la ambición; y aún añado que los dejéis ir armados.

»Yo sé que esta intempestiva mansedumbre y piedad, cuando otro día tomen las armas, se convertirá en vuestra ruina. A la verdad, el apuro es grande: bien lo conocéis, pero afectáis no tener miedo. Sí teméis, y mucho, mas por vuestra inacción y flojedad, esperándoos el uno al otro, tardáis en resolveros, fiados, a lo que parece, en los dioses inmortales, que en otras ocasiones libraron a esta república de grandísimos peligros. Tened, pues, entendido que no se logra el favor de los dioses con votos ni plegarias de mujeres; que cuando se vela, se trabaja y consulta desapasionadamente, todo sale bien; pero si nos abandonamos a la pereza y desidia, es ocioso clamar a los dioses: nos son entonces adversos y contrarios.

»En tiempo de nuestros mayores, Aulo Manlio Torcuato, en la guerra que tuvimos con los galos, mandó matar a un hijo suyo por haberse combatido con su enemigo contra la orden que se había dado; y así aquel mancebo ilustre pagó con su cabeza la pena de su valor mal contenido; ¿y vosotros os detenéis en resolver contra unos cruelísimos parricidas? Hacéis bien: que el resto de su vida disculpa esta maldad. Tened, tened, pues, miramiento a la dignidad de Léntulo, si lo hubiese él jamás tenido a su honestidad, a su crédito, a los dioses o a los hombres. Perdonad a los pocos años de Cetego, si fuese esta la vez primera que hace guerra a su patria. ¿Y qué diré de Gabinio, Estatilio y Cepario?, los cuales, si hubiesen alguna vez mirado a su deber, seguramente no hubieran pensado como pensaron contra la república.

»En conclusión, padres conscriptos, si un delito pudiera permitirse, os juro que dejaría de buena gana que os escarmentase la experiencia, puesto que no hacéis caso de mis palabras. Pero nos hallamos sitiados por todas partes. Catilina por un lado nos estrecha con su ejército; dentro de la ciudad y en su mismo seno se abrigan otros enemigos; ni resolverse nada, ni prevenirse puede sin que ellos lo sepan, por lo que importa más la brevedad. Y así mi sentir es: que, habiendo la república llegado a un peligro extremo por la traición de estos malvados ciudadanos, los cuales, por las deposiciones de Tito Volturcio y de los legados de los alóbroges se hallan convictos y confesos de haber maquinado incendios, muertes y otras enormes crueldades contra sus conciudadanos y la patria, se les imponga el último suplicio, según la costumbre de nuestros mayores, como a notorios reos de delitos capitales».

«Discursos de César y Catón (51-52)» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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