Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Durante el día, mientras el dios del sol conducía su carro por los altos cielos y convertía el azul verdoso del mar Egeo en la semblanza de un ardiente escudo de bronce, Idas y Marpesa se sentaban juntos a la fresca sombra de los árboles o paseaban por los valles resguardados donde crecían las violetas y el perejil silvestre, y donde Apolo rara vez se dignaba acercarse. Al atardecer, cuando, en el esplendor real de la púrpura y el carmesí y el oro, Apolo buscaba su descanso en el cielo occidental, Idas y Marpesa paseaban por la orilla del mar observando las pequeñas olas que besaban suavemente los guijarros de la playa, o subían a la ladera de la montaña desde donde podían ver el primer atisbo de la media luna plateada de Ártemis y las centelleantes luces de las pléyades rompiendo el dosel azul del cielo.
Mientras Apolo buscaba en el cielo y en la tierra los mejores medios para satisfacer sus caprichos imperiales, Idas, para quien todas las alegrías habían llegado a significar solo una, buscaba estar siempre al lado de Marpesa. Valle sombrío, mar murmurante, ladera de montaña solitaria o jardín donde crecía el amaranto púrpura y donde las rosas de color rosa y amarillo ámbar y carmesí más profundo dejaban caer sus pétalos radiantes sobre los senderos de mármol nevado, todo era lo mismo para Idas: el paraíso para él era tener a Marpesa a su lado; sin ella, era un desierto lúgubre.
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Más hermosa que cualquier flor que creciera en el jardín era Marpesa. Ninguna música que pudiera producir la cítara de Apolo era tan dulce a los oídos de Idas como su querida voz. Su música era siempre nueva para él, una melodía que hacía palpitar más deprisa su corazón. También era nueva su belleza. Para él siempre era la primera vez que se encontraban, siempre el mismo embeleso al mirarla a los ojos como la primera vez. Y cuando Idas supo que Marpesa le había dado amor por amor, se había ganado una felicidad tan grande que atrajo sobre él la envidia de los dioses.
«El curso del verdadero amor nunca discurrió sin tropiezos», y, como tantos y tantos otros padres desde su época, Eveno, el padre de Marpesa, se opuso amargamente a un matrimonio en el que el novio era rico solo en juventud, en salud y en amor. Su hermosa hija le parecía naturalmente digna de algo mucho más elevado. Fue, pues, un día desdichado para Marpesa cuando, sentada a solas junto a la fuente que goteaba lentamente sobre la pila de mármol, y soñando con su amante Idas, el mismísimo Apolo, guiado por el capricho, se paseó sin hacer ruido entre los rosales, cuyos cálidos pétalos caían a sus pies al pasar, y contempló a una doncella más hermosa que la flor más bella que crecía. El zumbido de las abejas, el goteo de la fuente arrullaban su mente y su corazón y calmaban sus ensoñaciones, y los labios rojos de Marpesa, curvados como el arco de Eros, sonreían al pensar en Idas, el hombre que amaba. Apolo la observó en silencio. Esta reina de todas las rosas no era apta para ser la novia de un hombre mortal: Marpesa debía ser suya.
Apolo no tardó en comunicar su deseo a Eveno. No estaba acostumbrado a que le negaran sus imperiosos deseos, ni Eveno tenía gana ninguna de hacerlo. Aquí, en efecto, había una pareja digna de su hija: no un mortal insignificante, ¡sino el mismísimo dios del sol radiante! Y a Marpesa le contó lo que Apolo deseaba, y Marpesa miró tímidamente su reflejo en el estanque de la fuente y se preguntó si realmente era lo bastante hermosa para ganarse el amor de un dios.
—¿De verdad soy tan asombrosamente bella? —preguntó a su padre.
—Tan bella como para emparejarte con el mismísimo Apolo —respondió Eveno con orgullo.
Y Marpesa respondió alegremente:
—Ah, ¡entonces sí que soy feliz! Quiero ser hermosa para mi Idas.
Su padre era un hombre irascible. Se acabaron los divertidos escarceos con Idas en el bosque sombrío o a la orilla del mar. En el jardín de rosas, Apolo ocupó su lugar y encantó los oídos de Marpesa con su música, mientras que sus ojos no podían dejar de quedar encantados por su belleza. El dios no tenía dudas ni temores. Solo le daría un poco de tiempo, pues solo aguardaría un poco, y entonces sin duda esta doncella mortal sería suya, con su corazón conquistado con tanta seguridad como los rayos de su carro conquistaban las rosas, cuyos cálidos pétalos carmesíes esparcían a sus pies. Sin embargo, mientras Marpesa miraba y escuchaba, sus pensamientos a menudo estaban lejos y su corazón siempre estaba con Idas.
Cuando Apolo tocaba para ella de la forma más exquisita, parecía que ponía música a su amor por Idas. Cuando él le hablaba de su amor, ella pensaba: «Así y así hablaba Idas». Cuando él le hablaba de su amor, ella pensaba: «Así, y así habló Idas», y un repentino recuerdo de las entrecortadas palabras del muchacho mortal le llevaba al corazón un pequeño soplo de ternura, y hacía brillar sus ojos de tal modo que Apolo pensaba complacido: «Pronto será mía».
Mientras tanto, Idas maquinaba, tramaba y planeaba la forma de salvar a su amada de su obstinado padre y de la pasión de un dios. Fue a Poseidón, le contó su historia y le rogó que le prestara un carro alado en el que pudiera huir con Marpesa. Poseidón accedió de buen grado, y, cuando Idas voló un día desde la orilla del mar, como un gran pájaro al que las tempestades han arrastrado tierra adentro, Marpesa saltó alegremente al lado de su amado, y rápidamente emprendieron el vuelo hacia una tierra en la que pudieran vivir y amarse en paz. En cuanto Eveno se dio cuenta de que su hija había desaparecido, la persiguió con furia contra ella y su enamorado. Uno ha observado a un halcón persiguiendo a una paloma o a un ave de los páramos y lo ha visto: una pequeña mancha oscura al principio, creciendo gradualmente más y más hasta que al final domina y derrota a su presa, abalanzándose desde lo alto, como una flecha de un arco, para llevar consigo una muerte repentina.
Así pues, al principio parecía que Eveno debía dominar a Idas y Marpesa en el carro alado de Poseidón. Pero Idas siguió conduciendo el carro, cada vez más deprisa, hasta que ante los ojos de Marpesa los árboles del bosque se convirtieron en borrones azules y marrones, y los arroyos y ríos, al pasar, en rayas de plata. Hasta que no llegó al río Licormas, el furioso padre no comprendió que su persecución había sido en vano. Por encima de la corriente corría el carro conducido por Idas, pero Eveno sabía que sus caballos, salpicados de espuma blanca, exprimiendo cada aliento de un corazón forzado hasta la extenuación, ya no podían continuar la persecución. El paso de aquel profundo arroyo los aniquilaría. El agua furiosa arrastraría a las cansadas bestias en su impelente corriente, y a él con ellas. Sería un hombre avergonzado para siempre.
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No vaciló ni un instante, sino que sacó su afilada espada del cinto y la clavó en el pecho de uno de los corceles y luego en el del otro, que había estado tan dispuesto y que, sin embargo, le había fallado al final. Y entonces, mientras ellos, todavía en sus puestos, relinchaban estridentemente en voz alta y luego caían y morían donde yacían, Eveno, con un gran grito, saltó al río. Sobre su cabeza se cerraban los remolinos del agua enturbiada. Solo una vez levantó los brazos para pedir clemencia a los dioses; entonces su cuerpo fue arrastrado por la corriente y su alma se precipitó hacia el país de las sombras. Y desde aquel día, el río Licormas dejó de llamarse así y pasó a llamarse Eveno para siempre.
Idas avanzaba triunfante, pero pronto supo que un dios mayor que Eveno había entrado en la persecución, y que el carro del celoso dios sol perseguía al carro alado de Poseidón. Rápidamente se acercó a él, y pronto se abalanzaría sobre él —un halcón, esta vez sí, abalanzándose con seguridad sobre su indefensa presa—, pero justo al ver Apolo el blanco rostro de Marpesa y saber que él había vencido, Zeus envió un poderoso rayo que hizo temblar las montañas e hizo resonar sus ecos a través de las solitarias soledades de mil colinas. Mientras los ecos aún resonaban, llegó del Olimpo la voz del propio Zeus.
—¡Que ella decida! —dijo.
Apolo, como una llama blanca empujada hacia atrás por el viento, retuvo las manos que habrían arrebatado a Idas la mujer que era el deseo de su corazón.
Y entonces habló, y mientras su ardiente mirada se clavaba en ella, y su rostro, en hermosa furia, era más perfecto que cualquier exquisita imagen de sus sueños, su voz era como la voz del mar cuando llama a la orilla en las horas de luna, como el pájaro que canta en la oscuridad de una noche de trópico a su anhelante compañera.
—¡Marpesa! —gritó—. ¡Marpesa! ¿No vendrás a mí? Ninguna aflicción ni problema, ningún dolor puede tocarme. Y aun así mi aflicción llegó la primera vez que vi tu bello rostro, porque incluso ahora te apresuras al dolor, a la oscuridad, a la sombría tumba. No eres sino mortal: tu belleza es efímera. Tu amor por el hombre mortal pronto se desvanecerá y morirá. Ven a mí, Marpesa, y mis besos en tus labios te harán inmortal. Juntos traeremos los rayos del sol a una tierra fría y oscura. Juntos sacaremos las flores primaverales de la tierra muerta. Juntos traeremos a los hombres la dorada cosecha, y engalanaremos los árboles del otoño con nuestras libreas de rojo y oro. Te amo, Marpesa, y no como los meros mortales aman. Ven a mí, Marpesa, mi amor, mi deseo.
Cuando su voz enmudeció, parecía como si la misma tierra, con sus mil ecos, aún respirara sus palabras: «Marpesa, mi amor, mi deseo».
Avergonzado ante las súplicas del dios quedó Idas. Y el corazón de Marpesa se desgarró al oír resonar aún en su cabeza las ardientes palabras del hermoso Apolo, y al ver a su amante mortal, silencioso, con los labios blancos, mirando primero al dios y luego su pálido rostro. Al fin, habló:
—Después de tal argumento, ¿qué puedo alegar? ¿O qué simple promesa hacer? Sin embargo, ya que es propio de la mujer compadecerse más que aspirar, diré algo. Te amo a ti, pues no solo por tu cuerpo repleto de dulzura de todo este mundo, esa copa rebosante de junio, esa jarra de vino violeta puesta en el aire. Esa pálida rosa dulce en la noche de la vida; ni por ese pecho conmovedor todo asediado por amantes adormilados, ni por tu cabello peligroso; ni por ese rostro que en verdad podría provocar la invasión de viejas ciudades; no, ni por toda tu frescura apoderándose de mí como un sueño extraño. No solo por esto te amo, sino porque el infinito se cierne sobre ti; y tú estás llena de susurros y de sombras. Tú significas lo que el mar se ha esforzado tanto en decir y ha subido a los acantilados para contarlo; tú eres lo que todos los vientos no han pronunciado: lo que la noche tranquila sugiere al corazón. Tu voz es como la música oída antes del nacimiento. Alguna cítara espiritual tocada en un mar espiritual; tu rostro recordado es de otros mundos: se ha muerto por él, aunque no sé cuándo. Se ha cantado, aunque no sé dónde. Tiene la singularidad del atrayente occidente y de tristes horizontes marinos; junto a ti soy consciente de otros tiempos y tierras. De nacimientos lejanos, de vidas en muchas estrellas. ¡Oh, belleza solitaria y clara como una vela en este oscuro país del mundo! Tú eres mi aflicción, mi luz temprana, mi música moribunda.
Entonces Idas, con la humildad propia del amor perfecto, bajó la cabeza y guardó silencio. Durante un minuto, los tres permanecieron en silencio: un dios, un hombre y una mujer. Y, desde lo alto, las estrellas miraron hacia abajo y se maravillaron, y Ártemis detuvo por un momento el curso de su carro plateado para contemplar, según pensaba, el triunfo de su propio hermano invencible.
De hombre a dios pasaron los ojos de Marpesa, y de dios a hombre. Y las estrellas se olvidaron de titilar, y los caballos de Ártemis, de crines plateadas, arañaron el suelo azul del cielo, impacientes ante la firme mano de la dueña sobre las riendas que frenaban su ansioso curso.
Marpesa habló al fin, con palabras graves que parecían venir recordadas de otros mundos.
Por todas las alegrías que él le ofrecía, ella daba las gracias a Apolo. ¿Qué mejor destino para una mujer mortal que gobernar los rayos del sol y llevar la felicidad a la tierra y a los hijos de los hombres? ¿Qué más podía anhelar una mujer mortal que el don de la inmortalidad compartida con alguien cuyo poder gobernaba el vasto universo, y que aún se había inclinado para depositar las rosas rojas de su apasionado amor a sus pequeños y humanos pies? Y sin embargo… y sin embargo… en esa existencia sin penas que él prometía, ¿no podría haber todavía algo que despertara el deseo de alguien que una vez había conocido las lágrimas?
—Sin embargo, yo, que soy humana, extraño el dolor humano.
Entonces, si le concedía el don de la vida inmortal, ¿qué valor tenía la vida para alguien cuya belleza se había marchitado como las hojas en otoño, cuyo corazón estaba cansado y muerto? ¿Qué destino más feo que este: soportar una existencia interminable en la que no había vida, unida a alguien cuya juventud era inmortal, cuya belleza era eterna?
Se volvió hacia Idas, que estaba como quien espera el juicio del juez en cuyas manos está el poder de dar la vida o la muerte. Así habló:
—Pero si vivo con Idas, entonces nosotros dos en la tierra humilde prosperaremos cogidos de la mano en los olores del campo abierto, y viviremos en los ruidos pacíficos de la granja, y contemplaremos los campos pastoriles quemados por el sol poniente. Y me dará hijos queridos, no un dios radiante que me desprecie, sino manitas que me agarren y corazoncitos falibles. Así viviremos, incluso cuando el primer dulce ardor del amor haya pasado, el dulce que casi es veneno, aunque propio de la juventud, con tierno y extravagante deleite. El primer y secreto beso en el seto del crepúsculo. El loco adiós repetido una y otra vez. Pasará; le sucederá una paz fiel; hermosa amistad probada por el sol y el viento, duradera del polvo diario de la vida.
El dios sol frunció el ceño cuando sus palabras salieron de sus labios. Incluso ahora, cuando ella lo miraba, él extendía los brazos. Sin duda, ella solo estaba jugando con aquel pobre joven mortal. A él debía acudir aquella rosa que no podía poseer ningún dios menor que el propio dios sol.
Pero Marpesa siguió hablando:
—Y tú, hermoso dios, en aquel tiempo lejano, cuando en tu dulce ocaso contemples su cabeza gris, ¿recordarás entonces que una vez te agradé, que una vez fui joven?
Así cesó su voz, y sobre la tierra cayeron súbitas tinieblas. Porque a Apolo le había llegado la vergüenza del amor rechazado, y hubo quien dijo que a la tierra aquella noche no llegó el ocaso, solo la sombría oscuridad que anunciaba la huida de un dios enfurecido. Sin embargo, más tarde, los rayos plateados de la luna de Ártemis parecieron saludar a la tierra oscura con una sonrisa, y, en el carro alado de Poseidón, Idas y Marpesa siguieron adelante, más grandes que los dioses, en una perfecta armonía de amor humano que no temía ni al tiempo, ni al dolor, ni a la misma Muerte.
«Idas y Marpesa» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com