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Poesías 1-60: bagatelas

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Esta es una de las partes de las poesías de Catulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918).

I. A Cornelio Nepote

¿A quién dedicaré este nuevo y gracioso librito, acabado de pulir con la árida piedra pómez? A ti, Cornelio, porque tú solías dar alguna estimación a mis bagatelas, cuando te atreviste, el primero entre los romanos, a narrar la historia de los pasados tiempos en tres volúmenes, tan doctos, ¡oh, sumo Júpiter!, como bien escritos.

Así, pues, acepta la dedicatoria de mi libro y su contenido; sea cualquiera el precio que lo avalore, y haz, virgen Minerva, que prolonguen su vida los siglos.

II. Al pajarito de Lesbia

Pajarito que haces la delicia de mi amada, que juguetea contigo, te oculta en su seno y te incita, alargando la punta del dedo, a picotearla sin piedad, cuando, apenada por mi ausencia, busca en tan inocente diversión un solaz a sus dolores y un lenitivo a su ardoroso apasionamiento, ¡qué feliz sería yo si, como ella, pudiese jugar contigo y aliviar así las penosas cuitas del ánimo!

Esto me agradaría no menos que dicen agradó a la ágil Atalanta la manzana de oro, que la hizo perder su virginidad, largo tiempo conservada.

III. A la muerte del pájaro de Lesbia

Llorad, Gracias, llorad, Cupidillos y todos los elegantes del mundo. Ha muerto el pájaro de mi prenda, el pájaro que constituía su encanto y al que ella amaba más que a la luz de sus ojos; porque era dulce como la miel y la reconocía tan bien como la hija conoce a su madre; nunca se apartaba de su regazo y, saltando en torno suyo, por un lado y otro, solo para ella piaba tiernamente.

Ahora va por caminos tenebrosos al lugar de donde es fama que ninguno vuelve.

Malditas seáis, funestas tinieblas del Orco, que devoráis todas las cosas bellas y me habéis arrebatado pájaro tan lindo.

¡Oh, desgracia horrenda! ¡Oh, mísero pajarito! Por tu muerte no cesa mi Lesbia de enrojecer con el llanto sus hinchados ojuelos.

IV. Dedica un barquichuelo

Aquel esquife, amigos, que estáis mirando, a creerle, fue el más rápido de los navíos, y ningún otro de cuantos se lanzan al mar pudo aventajarle, ya volara a fuerza de remos, ya impulsado por las velas.

Os desafía a negarlo, playas amenazadoras del Adriático, islas Cícladas, Rodas insigne, horrenda Tracia, escollos de la Propóntida y costas aciagas del Euxino, donde ese barquichuelo se irguió antes como árbol lozano de hermosa cabellera, que en el monte Citorio dejaba oír el murmullo de sus ramas sacudidas.

Él mismo sostiene que conocieron y conocen todavía sus empresas Amastris, la ciudad asentada sobre el Ponto, y el Citorio cubierto de boj; que en sus altas cumbres arraigó desde antiquísimo tiempo, y que hundió sus remos en las aguas que besaban sus pies, y de allí condujo a su dueño a través de las olas tumultuosas, ya el viento soplara de Poniente o Levante, ya Jove benigno azotara con suavidad sus dos costados. Nunca, desde que vino de un mar lejano a las ondas de este límpido lago, se hicieron votos en su favor a los dioses de los litorales.

Tales fueron sus hazañas, mas hoy envejece en oscura inacción y se ofrece a los gemelos Cástor y Pólux.

V. A Lesbia

Vivamos, Lesbia mía, y amemos, sin que nos importen un bledo las murmuraciones de los viejos adustos.

El sol se oculta y vuelve a brillar; pero nosotros, así que se extingue la luz brevísima de la vida, tenemos que dormir el eterno sueño.

Dame mil besos y enseguida cien; luego otros mil y un segundo centenar; después el millar tercero y otros ciento, y, cuando nos hayamos besado muchos miles de veces, embrollaremos la cuenta para que se olvide su número, no sea que algún envidioso ruin se revuelva contra nosotros al saber todos los besos que nos hemos dado.

VI. A Flavio

Flavio, si la mujer deliciosa que te apasiona se distinguiese por el gracejo o la elegancia, lo revelarías a tu amigo Catulo sin poder ocultarlo; pero te cautiva no sé qué mujerzuela de febriles ardores, y te avergüenza la confesión.

Que no pasas solitario las noches, aunque mudo, lo publica a voces tu dormitorio, que ornan las guirnaldas y perfuman las esencias de Siria; las almohadas y almohadones con sus evidentes señales, y el rumor y ajetreo del lecho estremecido me revelan lo que en vano tratas de ocultar.

Si no vives en la crápula, ¿cómo apareces tan derrengado? Ea, confiésame lo que de bueno o malo te pase, porque quiero en mis festivos versos elevar al cielo tu fama y tus amores.

VII. A Lesbia

Me preguntas, Lesbia, cuántos besos de tu boca me obligarían a decir: «¡Basta ya!».

Tantos, como granos de arena yacen en la región de Libia, donde Cirene cría sus árboles de benjuí, entre el resplandeciente templo de Júpiter y la tumba sagrada del antiguo Bato; o tantos como estrellas descubren en la callada noche los amores furtivos de los hombres.

Catulo, loco por ti, para gritar «¡Bastante!», necesitaría tal número de besos que escapase a la cuenta de los envidiosos y a las murmuraciones de las lenguas viperinas.

VIII. A sí mismo

Mísero Catulo, cesa en tus devaneos y da por perdida la mujer que te abandona.

Brillaron para ti soles espléndidos cuando corrías desalado a las citas de Lesbia, tan amada por ti como no lo será otra alguna. Allá te entregabas a cien juegos deleitosos que tú proponías y ella no rechazaba. Brillaron para ti, en verdad, soles espléndidos; mas ahora ya ella te rechaza, y, pues eres impotente contra su desvío, deja por tu parte de quererla.

No persigas a la que huye de ti, ni te hagas tú mismo desgraciado. Soporta en calma la pena y endurece tu corazón. Pásalo bien, amor mío: ya Catulo olvida sus ternuras; ni te buscará ni te suplicará, pues así lo desprecias.

Pero tú, ingrata, llorarás al no verte rogada ninguna noche. ¿Qué vida te aguarda? ¿Quién solicitará tu favor? ¿A quién parecerás hermosa? ¿A quién darás tu corazón? ¿De quién serás el ídolo? ¿A quién besarás? ¿Qué labios morderás?

Pero tú, Catulo, ten energía y endurece tu corazón.

IX. A Veranio

Veranio, el primero y más caro de mis numerosos amigos, por fin has vuelto a ver tu casa, tus dioses penates, tu anciana madre y tus hermanos que tanto cariño te profesan.

¡Oh, nueva fausta para mí! Te veré libre de riesgos y te oiré narrar como acostumbras los hechos acaecidos en los pueblos y regiones de Hispania.

Pendiente de tu cuello besaré tus ojos y risueña boca. Entre todos los hombres venturosos, ¿hay ninguno tan alegre y venturoso como yo?

X. A la querida de Barro

Hallándome el amigo Barro ocioso en el foro, llevome a casa de su querida, una mujerzuela que a primera vista no me pareció sin gracia ni encanto.

Llegados allí, comenzamos a hablar de varios asuntos, entre ellos del reino de Bitinia, de su situación política y del caudal que había hecho en aquel país.

Les respondí la verdad: que ni yo, ni el pretor, ni la gente que le acompañaba habíamos vuelto más ricos de la expedición, por habernos tocado servir bajo pretor licencioso, a quien no le importaba un bledo su séquito.

«Sin embargo —me objetan—, la tierra produce mozos muy robustos, y se susurra que has traído algunos para llevar tu litera».

Yo, con el propósito de recomendarme a la joven por mi buena fortuna, dije: «Aunque me cupo ir a provincia tan desdichada, no me fue tan adversa la suerte que no haya encontrado ocho hombres robustos». Y no tenía uno solo, ni en casa ni fuera, capaz de cargar en sus espaldas los pies rotos de mi vieja cama.

Entonces ella, como una meretriz desvergonzada, me ruega así: «Catulo, préstamelos, pues quiero visitar el templo de Serapis».

Respondí a la joven: «No prosigas; aunque he dicho que los tenía, me he equivocado. Mi compañero Gayo Cinna es quien los trajo; pero ¿qué importa que se llamen suyos o míos, aprovechándome de ellos como si me perteneciesen? Mas tú eres harto insulsa y fastidiosa, ya que no consientes a nadie la menor equivocación».

XI. A Furio y Aurelio

Furio y Aurelio, compañeros de Catulo, ya penetre hasta los confines de la India y oiga resonar sus playas combatidas por las olas orientales; ya corra a la Hircania, la muelle Arabia, la Escitia y la región de los partos armados de saetas, o adonde muere el Nilo enrojeciendo el mar con las siete bocas de su turbia corriente; sea que atraviese los altos Alpes y visite los trofeos del gran César, el Rin que baña la Galia y los feroces britanos en los límites del mundo.

Vosotros, siempre dispuestos a seguirme por cuantos lugares me lleve la voluntad de los dioses, decid a mi prenda amada estas pocas y tristes palabras: que viva y retoce con los innumerables adúlteros prendidos en sus redes, no amando a ninguno de veras y agotándolos a todos igualmente, y que no se acuerde como antes de mi amor, muerto por su culpa, como la flor que en la linde de la pradera arranca al pasar la reja del arado.

XII. A Asino

Asino Marrucino, das mal empleo a tu mano izquierda escamoteando los pañuelos de los convidados entre el jolgorio y los brindis. ¿Hiciste eso por echártela de listo?

Imbécil, ¿no comprendes que tu acción es tan baja como indecorosa? ¿Dudas de mis palabras? Pues cree a tu hermano Polión, que daría un talento por que no hubieses cometido tal hurto, como joven que sabe hasta dónde son tolerables las gracias y travesuras.

Así, o prepárate a recibir trescientos endecasílabos, o devuélveme enseguida el pañuelo. No te lo exijo por su valor, sino por ser un recuerdo de amistad. Fabulo y Veranio me regalaron unos pañuelos de Játiba, ciudad hispana, y debo estimarlos tanto como a los mismos Veranio y Fabulo.

XIII. A Fabulo

Si los dioses te favorecen, amigo Fabulo, cenarás bien en mi casa algunos días, siempre que traigas manjares abundantes y exquisitos acompañados de una linda joven, del vino, la sal de tu conversación y las risas alegres.

Te lo juro, mi buen amigo: trae todo esto, y cenarás divinamente, porque la bolsa de tu Catulo está llena de telarañas.

En trueque recibirás las pruebas de mi ardiente amistad, y, lo que es más suave y gratísimo, te regalaré con los perfumes que las Gracias y los Cupidos ofrecieron a mi amada; así, Fabulo, que respires su fragancia, pedirás a los dioses que todo tu cuerpo se convierta en olfato.

XIV. A Calvo Licinio

Si no te amase, queridísimo Calvo, más que a las niñas de mis ojos, te aborrecería por ese regalo tuyo, con el odio que persiguió a Vatinio.

¿Qué hice yo, o qué charlé, para que me aniquilases con versos tan inicuos? Los dioses descarguen sus iras contra el cliente que te envió poemas tan detestables.

Mas si, como sospecho, el gramático Sila te hizo este presente original y estrambótico, no me parece mal, sino muy bien y oportuno, porque así no se pierde el fruto de tus trabajos.

¡Gran dios! Qué horrible y maldito librejo has enviado a tu Catulo para dar cuenta de su vida en el día de las Saturnales, el más fausto del año.

No, no has de reírte impunemente de la gracia. Así que amanezca, correré a visitar los estantes de los libreros, recogeré los escritos venenosos de los Cesios, Aquinos y Sufenos, y pagaré tu deuda, condenándote al suplicio de su lectura.

Y vosotros, peste del siglo, infames poetas, quitaos de mi vista y marchad noramala al punto de donde con tan mal pie habéis venido […]

Si algunos de vosotros fueseis lectores de mis simplezas y osarais poner en mí las manos, yo os juro que me la habíais de pagar.

XV. A Aurelio

Aurelio, te encargo que respetes mi persona y amores; la súplica es bien moderada. Si tu ánimo desea encontrar un día casto e inmaculado el objeto de su pasión, te ruego que conserves el pudor de mi efebo, no precisamente de la turba, pues nada recelo de los transeúntes que, ocupados en sus negocios, rúan las calles en todas las direcciones, sino de ti y tu liviandad, que infunde temor a los jóvenes hermosos y los feos.

Dale rienda suelta cuando gustes, como te plazca, cuanto quieras, donde halles propicia la ocasión, pero te prohíbo tocar a este solo; creo no exigirte demasiado.

Si tus ruines pensamientos y tu furor lascivo te despeñan, malvado e insidioso, a saltar sobre la cabeza del amigo, entonces, infeliz de ti, pagarás la culpa sujeto por los pies con el tormento de los rábanos y mújoles introducidos en tu cuerpo.

XVI. Contra Aurelio y Furio

Yo os demostraré que soy todo un hombre, afeminado Aurelio y licencioso Furio, que me acusáis de impúdico por haber escrito algunos versitos que pecan de libres.

El poeta piadoso debe distinguirse por lo casto, mas nada le obliga a que lo sean sus versos, que solo rebosan gracejo y sal cuando son tan intencionados y picantes que excitan el prurito sexual, no digo de los jóvenes, sino de los viejos velludos que no pueden mover los duros riñones.

Porque habéis leído en mis poemas lo de muchos miles de besos, me tomáis erróneamente por un afeminado, pero yo os demostraré que soy todo un hombre.

XVII. A Colonia

¡Oh, Colonia! Deseas divertirte en un hermoso puente, y lo tienes a propósito para tus danzas, aunque temes que sus estribos vacilantes ocasionen una catástrofe irreparable y lo sepulten en el profundo lago.

Ojalá, al tenor de tus deseos, se alce en su lugar otro puente tan robusto que resista las cabriolas de los sacerdotes salios.

Pero antes, Colonia, dígnate ofrecerme un espectáculo regocijado. Haz que un vecino mío se precipite del pretil abajo, se llene de lodo de pies a cabeza y caiga en el sitio más fangoso y hediondo, tragado por el remolino de las aguas.

Es hombre estólido si los hay, con menos sentido que el chicuelo de dos años que duerme en los cariñosos brazos de su padre. Se ha casado hace poco con una doncella en la flor de la juventud y más delicada que el cabrito que acaba de nacer, y, en vez de vigilar sus pasos, como el guarda vigila los negros racimos, la deja divertirse a su capricho, sin importarle un comino. Duerme en el tálamo nupcial a la bartola, como el álamo que derriba al suelo el hacha del leñador, y siente los hechizos de su esposa cual si la tuviese a cien leguas, porque el gran badulaque no ve nada, no oye nada, y hasta ignora si es hombre, si vive o está muerto.

A este simple quisiera yo arrojar de cabeza puente abajo para sacarle repentinamente de su estúpido letargo, haciéndole dejar su pesadez en el fango, como la mula deja sus herraduras hundidas en el cenagal.

XVIII. Al dios de los jardines

Príapo, te dedico y consagro este bosque, semejante al templo y la selva que tienes en Lámpsaco, pues las costas del Helesponto, que abundan en criaderos de ostras, te reverencian especialmente en sus ciudades.

XIX. El dios de los jardines

Jóvenes, yo fertilizo estos campos y procuro que en la cabaña cubierta de juncos y manojos de carrizos reine cada año mayor abundancia; yo, que fui toscamente labrado por la rústica podadera en el tronco de robusta encina.

El padre y el hijo dueños de tan pobre tugurio me rinden piadoso culto y me veneran como dios. El uno trabaja con asidua diligencia por limpiar las malas hierbas que obstruyen mi santuario; el otro se acerca siempre a mí con la mano cargada de copiosas ofrendas.

A la llegada de la primavera ciñe mis sienes con bellas guirnaldas por primicias, después me consagra los débiles tallos de las nacientes espigas, las azules violetas, áureas adormideras y verdes calabazas, con las manzanas olorosas y las uvas purpúreas sazonadas a la sombra de los pámpanos. A veces —no lo divulguéis— riega también mi ara la sangre de la cabra trepadora o del cabrito al que apunta ya la barba. Estas honras que me tributan obligan a Príapo a mirar por su hacienda y guardar sus cepas y su jardín.

Ea, chicuelos, absteneos de ejercer aquí vuestras rapiñas. Cerca vive un vecino rico de quien Príapo se cuida poca cosa: robadle cuanto queráis; este mismo sendero os conducirá a su finca.

XX. El dios de los jardines

Pasajero, este que ves rústicamente formado de la madera de un álamo soy yo, el mismo Príapo. Yo defiendo el pegujal que miras a la izquierda, cabaña y el jardín de su mísero dueño, y aparto de allí las protervas manos de los ladrones.

En primavera, me adorna con guirnaldas de pintadas flores; al llegar el verano, con haces de áureas espigas; en otoño, con dulces racimos, y con verdes olivas en el rigor del invierno.

Las cabras alimentadas en mis pastos llevan a la ciudad sus ubres cargadas de leche; los corderos que engordan en sus rediles le permiten volver a casa con la mano llena de plata, y la inocente ternera vierte su sangre en las aras de los dioses, a despecho de los mugidos maternales.

Respeta, pues, pasajero, mi divinidad campestre, y aparta de aquí tus ávidas manos. Te conviene tal conducta; de lo contrario, este instrumento rústico te servirá de atroz suplicio.

Por Pólux —dices— quisiera verlo. Por Pólux, mira acercarse al granjero que, blandiendo este palo con robusto brazo, lo convertirá en horrenda clava.


continuará…

«Poesías 1-60: bagatelas» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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