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«Haliéutica», atribuida a Ovidio

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A continuación tienes la transcripción (revisada y algo modificada) de la traducción de la Haliéutica (también conocido como El pescador) atribuida a Ovidio de la mano de don Germán Salinas (1847-1918); más información.

💡 Léase la introducción de Germán Salinas sobre el poema.

El mundo recibió sus leyes, dio armas a todos los seres y el instinto de conservación. Así amenaza el novillo, a quien no apuntan todavía los cuernos en la frente; así el gamo huye de su perseguidor, los leones luchan esforzados, el perro ofende con los dientes, el escorpión con la punta de la cola, y el ave ligera escapa agitando sus alas. Todos temen la muerte, que desconocen; presienten al enemigo y para resistirle cuentan con la eficacia de sus armas y saben el modo de emplearlas. Así el escaro que cayó preso bajo las ondas recela el peligro oculto en el cebo del pescador, y no se atreve a romper de frente las mallas, pero retrocede en sentido opuesto y, sacudiendo con violencia la cola, la ensancha hasta recobrar en las aguas su libertad; y si, en el momento que forceja nadando hacia atrás, advierte que lucha por librarse de la nasa otro escaro, le tira de la cola, secunda sus esfuerzos y facilita su evasión.

La sepia tarda en huir; si acaso es sorprendida bajo las claras ondas y nota que se le acercan las manos dispuestas a cogerla, vomita, para enturbiar la transparencia del agua, un negro licor, que cela su fuga, desapareciendo a los ojos que la persiguen. El lobo, cogido en la red sin que le estorbe su gordura y peso, remueve con la cola la arena donde yace; después se lanza brioso y con su salto burla los engaños del pescador. La feroz murena, confiada en la fuerza de su espalda resbaladiza, dispone de medios para ensanchar las mallas de la red y se eleva, tras recias sacudidas, enseñando a las otras el modo de imitarla, con que desespera al pescador. El pólipo perezoso, al contrario, con los tentáculos de su cuerpo se adhiere a las peñas y, astuto, elude el peligro de la red; cambia a menudo de color, lo toma semejante al lugar en que habita, y, cuando pica con avidez el cebo suspendido en el sedal, burlándose del pescador, que levanta la caña sin presa, desvía los brazos y suelta el anzuelo que acaba de despojar. El pez mújol golpea con la cola el cebo doloso, lo quita de su sitio y lo devora. El lobo, arrebatado por la furia, se revuelve de aquí para allá, sigue el impulso de las olas, forceja con la cabeza hasta que dilata la herida, y el cruel anzuelo cae de su boca desgarrada. La murena sabe cuál es el poder de sus medios ofensivos, confía su salvación a la fortaleza de los dientes, y, cautiva, redobla sus amenazas. El antias se prevale de las espinas que erizan su espalda, y, seguro de su fuerza, se coloca en posición supina, corta el hilo y devora el cebo fijo en su extremidad.

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Los restantes animales que habitan las opacas selvas, u obedecen al influjo de vanos temores, o una ciega audacia los precipita en los peligros. La misma naturaleza les enseña a huir o luchar. El león, impávido, se arroja sobre la turba de los cazadores y descubre el cuerpo a los dardos que le asestan; en el combate enardece su confianza y bravura, sacude la melena, con la cólera centuplica sus fuerzas y con su arrojo temerario se anticipa la muerte. El oso repulsivo que vino rodeando de los antros de Lucania ¿qué es sino una masa inerte, de entendimiento estólido y feroz? El jabalí, hostigado, revela su cólera con las cerdas erizadas, se precipita veloz, se revuelve sobre la herida del hierro enemigo, y muere así que este le traspasa las entrañas. Otros, confiados en la ligereza de sus pies, huyen de la persecución, como la tímida liebre, el gamo de rojiza espalda y el ciervo veloz, incitado por un miedo que nunca le abandona; es la misma naturaleza la que los impulsa a la fuga o la acometida.

El honor más generoso, la gloria más alta corresponden al caballo, porque sabe ambicionar la palma y regocijarse con el triunfo. ¿No ves al vencedor que mereció la corona por haber recorrido siete veces la arena del circo, con qué arrogancia levanta en alto la cabeza y se enorgullece con el aplauso popular? ¡Qué altivez cuando cubre su cuerpo con la piel de un león que ayudó a derribar! ¡Qué gallardía en su porte cuando, de regreso, huella la tierra con el casco resonante y conduce los despojos arrebatados al enemigo! ¿Cuál deberá ser la primera alabanza de los perros? ¡Qué audacia tan pujante! ¡Qué sagacidad en la cacería! ¡Qué infatigables en la carrera! Ya con las narices elevadas olfatean el viento; ya con la cabeza baja buscan las huellas de la presa, la levantan con sus ladridos, que avisan al cazador, y, si logra escapar de los dardos, la persiguen por todos los cerros y todos los campos. El cazador descansa en su fino instinto y pone en él toda su confianza.

En la pesca, sin embargo, no te aconsejaré que te aventures en alta mar, ni que sondees los profundos abismos: te será más provechoso guardar un justo medio. Si el suelo es peñascoso, conviene emplear la nasa de flexibles mimbres; si es de fina arena, pide la red. Observa si algún monte elevado proyecta su opaca sombra sobre las ondas, porque hay peces que la buscan y otros que la huyen; y si las aguas reverdecen con el color de las hierbas que brotan en su fondo […]. Ármese el pescador de paciencia y ocúltese entre las tiernas algas. La naturaleza varía los sitios del mar profundo y no quiso que por igual conviniesen a todos los peces. Los unos gozan viviendo en alta mar, como los escombros, los bueyes, los hipuros veloces y los milanos, de negra espalda; el precioso hélops, desconocido en nuestras costas; el duro xipias, tan peligroso como una espada, y los temidos atunes, que huyen en bandas numerosas; la pequeña rémora, que retarda —¡cosa admirable!— la marcha de las naves, y tú, pompilo, que las acompañas, siguiendo la estela de blanca espuma que dejan tras sí en el curso de las olas; el feroz cerciro, que habita los peñascos; el cantaro, de carne ingrata al paladar; el orfas, semejante a este en el color, y el eritino, que enrojece las ondas azuladas; el sargo, que se distingue por sus manchas y sus aletas, y la espérula, de hermosa cabeza sobredorada; el pagur rutilante y los rojos sinodontes, y la meuna, que se reproduce por sí misma sin necesidad de unirse a otra, y el saxatilo, de verdes escamas y boca diminuta; el raro falero y el marmiro punteado, y el crisógoro, que resplandece como el oro, y los ombros, de lívido color; los veloces lobos, las perchas y los tragos; el melanuro, insigne por su hermosa cola, y la murena, salpicada de áureas manchas; los verdes mirtos; el congrio, que produce tan crueles heridas a los de su especie; el escorpión, temible por los recios golpes de su cabeza, y los glaucos, jamás vistos en el estío.

Otros peces, al contrario, descansan en la arena cubierta de hierbas, como el escaro, único que rumia en los prados; el mena, de sorprendente fecundidad; el lamiros, el esmaro, el inmundo cromis, la salpa, con razón despreciada, y aquel que bajo las ondas se fabrica su dulce nido, como las aves; el escualo, el mulo, ligeramente manchado de sangre; las sobas, deslumbrantes de blancura; el pájaro, que las iguala en el color; el rodaballo, que se admira en el litoral del Adriático; el ancho epodo, y las ranas, de blando cuerpo […] aparecen los últimos […]; el gobio, resbaladizo y de espinas poco punzantes; el calamar, que esconde en su níveo cuerpo un virus negro; el puerco, de dura carne; el sinuoso caro; el asno, no merecedor de nombre tan despreciable, y el accipénser, famoso en las costas extranjeras […]


Notas

En realidad, solo hay una nota.

Verso 1. Dedit arma per omnes.— Este fragmento ha padecido notables alteraciones, y desde luego confesamos no ser tan entendidos en ictiología que acertemos a traducir los nombres (si los tienen en castellano) de algunos peces poco o nada conocidos en nuestras costas, cuyas astucias y recursos para salvarse del peligro refiere el poeta, confirmando la tesis del primer verso: que la naturaleza ha dado a todos los seres armas para su defensa.

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Introducción

Continúa desde la introducción del Nogal.

El fragmento que nos resta de su poema Pescador, que alguien atribuyó a Gracio Falisco, sin tomar en cuenta el testimonio de Plinio el naturalista, que rotundamente afirma pertenecer a Ovidio, nos instruye en las astucias de que se valen los peces para librarse de anzuelos, nasas y redes, defraudando los esfuerzos del pescador; y, puesto que el gran naturalista lo aplaude, no sería corto su mérito, y bien podemos imitarle nosotros, sin miedo de equivocarnos, y declarar que el desterrado del Ponto triunfó en toda la línea, si se exceptúa la filípica de el Ibis, donde el encono le privó de la noble serenidad que reclaman los partos de la poesía.


Fuente, créditos, etc.

Esta traducción fue publicada en la Biblioteca clásica de Luis Navarro, concretamente en el tomo III [de Ovidio], que incluye Los Fastos, El Ibis, El Nogal, El Pescador (nombres tal y como aparecen en la edición).

Mi versión para AcademiaLatin.com está basada en esta edición de 1925 disponible en Google Books. Más allá de transcribir, he modernizado algo la ortografía y la puntuación; también he tratado de aligerar los párrafos dividiendo los más largos cuando tenía sentido.

La imagen destacada es Peces de colores en un acuario, de Gerrit Willem Dijsselhof (1866 – 1924).

««Haliéutica», atribuida a Ovidio» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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