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Poesías 61-68: poemas cultos

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Esta es una de las partes de las poesías de Catulo traducidas por Germán Salinas (1847-1918).

LXI. Epitalamio a Julia y Manlio

Habitador del monte Helicón, hijo de Urania, tú que entregas la tierna virgen en brazos del esposo prometido, ¡oh, Himeneo, Himen; oh, Himen, Himeneo!

Ciñe a las sienes flores de bienoliente mejorana, toma el rojo velo y ven aquí gozoso, calzados tus blancos pies con el áureo zueco.

Animado por tan fausto día, y entonando los cantos nupciales tu voz argentina, golpea el suelo con los pies y agita en tu mano la tea resinosa.

Como Venus, la moradora de Idalia, se presenta al frigio Paris, Julia, la virginal doncella, viene a desposarse bajo felices auspicios con Manlio.

Brillante como el arrayán de Asia, en cuyos floridos ramos esparcen juguetonas las ninfas hamadríadas su húmedo rocío. Ven, dirige aquí tus pasos y apresúrate a dejar las grutas aonias de los montes de Tespias que riega la fuente Aganipe. Llama a su mansión a la joven que debe gobernarla, ya anhelante del nuevo esposo, y sujétala con los lazos del amor, como la hiedra tenaz abraza por aquí y allí el tronco del árbol.

Y vosotras, vírgenes inmaculadas a quienes llegará pronto día tan venturoso, cantad al unísono. ¡Oh, Himeneo, Himen; oh, Himen, Himeneo!

Así, oyendo con júbilo que se le llama a cumplir su misión, dirigirá aquí sus plantas el dios del casto amor, el que une por siempre a los fieles amantes.

¿Qué dios invocarán con más fervor los amantes? ¿A cuál de los númenes celestes tributarán culto más reverente los mortales? ¡Oh, Himeneo, Himen; oh, Himen, Himeneo!

El padre, lleno de incertidumbre, te invoca en favor de sus hijos; en tu honra las vírgenes sueltan el ceñidor de sus pechos y, temerosos de tu poder, esperan con ansiedad oír tus acentos los nuevos maridos. Tú, separándola del regazo materno, pones en brazos del arrogante joven la doncella de edad florida. ¡Oh, Himeneo, Himen; oh, Himen, Himeneo!

Sin tu ayuda no puede dar Venus dichas que la buena fama apruebe, mas las prodiga si tú quieres. ¿Qué dios osará compararse a este?

Ninguna casa puede dar hijos sin tu protección, ni llamarse tronco de familia, mas puede si tú lo quieres. ¿Qué dios osará compararse a este?

La unión que carezca de tus sacros ritos no dará jóvenes guerreros a los últimos confines de la tierra, mas puede darlos si tú quieres. ¿Qué dios osará compararse a este?

Abrid de par en par las puertas. Ya está aquí la esposa. ¿No ves cómo las antorchas sacuden sus cabelleras encendidas? ¿Qué te detiene? El día vuela; llega ya, nueva desposada.

Hija de Aurúnculo, cese tu llanto; ningún peligro te amenaza, ni el día resplandeciente vio surgir nunca del océano mujer más hermosa.

Tal la flor del jacinto brilla en los amenos jardines de su dueño opulento; pero te retrasas, y el día vuela; llega ya, nueva desposada.

Llega pronto, nueva desposada, si te parece, y escucha nuestros cánticos. ¿No ves cómo las antorchas sacuden sus rojas llamas? Acércate, nueva desposada.

No temas que tu esposo, entregado a torpes adulterios y persiguiendo vergonzosos deleites, prefiera reclinarse en otro pecho que el tuyo.

Como los flexibles sarmientos se enlazan a los árboles cercanos, así se dejará estrechar en tus tiernos brazos; pero el día vuela; aparece ya, nueva desposada.

[… … …]

¡Oh, tálamo sostenido en pies de marfil! Cuántos goces prometes a tu dueño, cuántas delicias por la noche y a la claridad de la luz; pero el día vuela; llega ya, nueva desposada.

Jóvenes, elevad las antorchas; veo venir a la esposa cubierta con el velo nupcial. Ea, cantad a coro. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Que los procaces versos fesceninos no tarden más tiempo en oírse, ni niegue a los chiquillos las nueces el mancebo predilecto que hoy se ve abandonado por su señor.

Inútil mancebo, arroja las nueces a los niños. Harto tiempo jugaste con las nueces. Ya puedes ofrecer tus servicios a Talasio; echa, joven, las nueces a los niños. Ayer, y aun esta mañana, sombreaba tu rostro un fino bello, mas hoy el barbero se dispone a rasurarte. Mísero, ¡ah, mísero mancebo, arroja las nueces!

Y tú, esposo perfumado, ¿es verdad que te apartas con pena de tus imberbes efebos? Pero debes apartarte. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Sabemos que solo conociste los placeres a la edad permitidos; mas estos mismos ya no son lícitos al esposo. ¡Oh, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Tú, joven casada, concédele cuantas satisfacciones te pida, no vaya a buscarlas en otra parte. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Ante ti se abre la casa feliz y poderosa de tu marido, que se dispone a obedecer tus mandatos. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Hasta que la canosa ancianidad blanquee tus trémulas sienes y te incline diciendo a todo que sí. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Pisen tus lindos pies los umbrales bajo felices auspicios, y deja atrás la bruñida puerta de esta mansión. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Mira adentro cómo tu esposo, recostado en lecho de púrpura, amenaza estrecharte efusivamente en sus brazos. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

No es menos ardorosa que la tuya, sino acaso mayor, la llama que devora su hondo pecho. ¡Vitor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Joven que guías los pasos de la doncella, suelta su brazo torneado y déjala aproximarse al lecho de su Manlio. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Vosotras, excelentes mujeres, bien conocidas de los ancianos, colocad en su sitio a la joven. ¡Vítor, Himen, Himeneo; vítor, Himen, Himeneo!

Marido, llegó tu hora; la esposa te aguarda en el tálamo: la flor de la juventud brilla en su rostro, mezclando el color de la blanca parietaria a la púrpura de la adormidera.

El marido —pongo a los dioses por testigos— no es menos hermoso ni alcanzó menos mercedes de Venus; pero el día vuela; apresúrate; no te detengas.

No te hiciste esperar. Ya llegas. Que Venus te ayude a gozar lícitamente el ídolo de tus afanes, pues no tienes que ocultar tus castos amores.

El que pretenda contar el número infinito de vuestras caricias, antes contará las arenas del Eritreo y las estrellas espléndidas del cielo.

Entregaos al amor lícito y dad pronto hijos a la patria. A nombre tan ilustre no conviene la falta de descendencia, sino que se propague sin cesar.

Deseo que un lindo Torcuato alargue sus manecitas desde el regazo materno y sonría dulcemente a su padre con los labios entreabiertos.

Que todos los extraños reconozcan a primera vista la fiel imagen de su padre Manlio, y en su cara atestigüe el pudor de la madre.

El haber nacido de madre tan honesta le conquiste tales alabanzas cuales la fama tributa solo a Telémaco, hijo de la virtuosa Penélope.

Doncellas, cerrad las puertas, cesen los cánticos; y vosotros, nobles cónyuges, vivid felices y ejercitad sin descanso en las obligaciones del amor vuestra vigorosa juventud.


continuará…

«Poesías 61-68: poemas cultos» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com


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