Esta es una de las epístolas de Horacio traducidas por Germán Salinas (1847-1918). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.

I. A Mecenas
Tú, Mecenas, a quien dediqué los primeros y hoy dedico los últimos cantos de mi musa, ¿pretendes que, después de tantos afanes y de haberme retirado, vuelva de nuevo a los combates del circo? Ni mi ánimo ni mi edad son los de otro tiempo. Veyano ha colgado sus armas en el templo de Hércules, y vive en el retiro del campo por no verse expuesto a implorar tantas veces la piedad del pueblo al extremo de la arena. Una voz insistente me grita al oído: «No emplees en tu servicio el caballo ya viejo, que puede caer jadeante y provocar las risas del vulgo».
Así que renuncio a los versos y demás entretenimientos y busco las fuentes de lo verdadero y lo bueno, poniendo en esto todos mis sentidos. Escribo y compongo obras que me sirvan de provecho en adelante. No me preguntes qué genio guía mis pasos, o qué escuela sigo; dispuesto a no jurar sobre la palabra de ningún maestro, arribaré como huésped adonde el ímpetu del viento me lleve. Ahora, rígido partidario y defensor celoso de la verdad y la virtud, me lanzo sin miedo en el torbellino de los negocios públicos, ahora me resbalo sin sentir hacia la escuela de Arístipo, y me esfuerzo en sobreponerme a las circunstancias, para que estas no imperen sobre mí.
Como parece larga la noche a quien espera la cita de una moza, el día perezoso al fatigado jornalero, y el año casi eterno al pupilo que vive bajo la tutela de una madre despótica, así me parece tarda y lenta la marcha del tiempo, que retrasa mi deseo y resolución de hacer aquello que debe aprovechar igualmente a ricos y pobres, y cuyo olvido puede perjudicar lo mismo a jóvenes que ancianos. Solo resta que yo me gobierne y rija por tales preceptos. No tienes la vista perspicaz de Linceo; mas no por eso descuides curar tus ojos enfermos, ni permitas que la gota se apodere de tu cuerpo, porque no lo fortalece la musculatura del invicto Glicón.
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Ya que no logremos llegar hasta el fin, lleguemos a la mitad del camino. ¿Es tu corazón presa de la avaricia, o se enciende en ardientes deseos? Hay reglas y máximas que calmen sus tempestades o las alivien al menos. ¿Te abrasa la ambición? El remedio seguro es releer tres veces con afán un pequeño libro. ¿Eres envidioso, holgazán, borracho, pronto a la ira y amigo de mujerzuelas? Pues bien: no hay índole tan feroz que no se dulcifique prestando dóciles oídos a los consejos de la prudencia. La aversión al vicio es el principio de la virtud, y la mayor sabiduría librarse de la insensatez. ¡Con cuántos afanes y quebraderos de cabeza esquivas lo que consideras un grave mal, como una renta escasa o la vergüenza de una repulsa!
Huyendo de la pobreza, como mercader intrépido, corres a los confines de la India, a través de los mares, los escollos y el fuego, mientras descuidas oír y aprender el desprecio de lo que insensato admiras y ambicionas, rebelde a las más provechosas advertencias. ¿Cuál es el atleta de plazuelas y villorrios que despreciase la palma de las luchas olímpicas pudiendo alcanzarla sin grandes esfuerzos? La plata es más vil que el oro, y el oro, que la virtud. «Oh, ciudadanos: el dinero ante todo; después, la virtud». Tal es el grito que se oye entre los corrillos de la plaza; tal lo que cantan jóvenes y viejos con la bolsa apretada y las tablillas bajo el brazo izquierdo. Eres hombre de valor, honradez, facundia y buenas costumbres; sin embargo, te confundirás con la plebe, si te faltan seis o siete mil para completar la suma de los cuatrocientos mil sestercios.
Pero los niños en sus juegos exclaman: «Serás rey obrando como debes». No tener de qué avergonzarse y vivir libre de culpa, he aquí la muralla de bronce que ha de defendernos. Dime, si lo sabes, ¿qué pesa más: la ley Roscia o la canción de los niños que ofrece el cetro a los que obran rectamente, y que cantaron hombres de temple tan varonil como los Curios y Camilos?
¿Acaso te aconseja mejor quien te induce a que hagas dinero, si puedes honradamente, y si no de cualquier modo, para oír en asiento de preferencia las tragedias lloronas de Pupio, o el que te enseña y exhorta a sufrir con entereza los golpes de la ingrata fortuna? Si el pueblo romano me preguntase por qué razón, ya que paseo por sus mismos pórticos, no me acomodo a sus opiniones ni sigo o rechazo aquello que él tiene en estima o aborrecimiento, le contaría lo que en tiempos pasados dijo la astuta zorra al león enfermo: «Porque me asusta ver las huellas de los que te visitan, todas hacia la entrada y ninguna hacia la salida».
El vulgo es un monstruo de mil cabezas: ¿por cuál de ellas guiarme, o qué partido tomar? Unos se hacen arrendatarios de las rentas públicas, otros con dulces y pasteles tratan de conquistarse el favor de las viudas avaras, o de coger en sus redes a los viejos célibes, metiéndolos en sus viveros, y muchos aumentan su caudal a fuerza de usuras; y no extraño las inclinaciones diferentes de cada sujeto, sino que nadie sea constante en las mismas. Dice un rico: «No hay sitio tan ameno como Bayas en la redondez del orbe»; y enseguida el lago y el mar sienten el peso de su predilección; pero, si un nuevo capricho le asalta, ordena a sus operarios que a la mañana del siguiente día cojan sus herramientas y se trasladen a Teano. Goza las delicias del lecho conyugal y sostiene que no hay vida como la del soltero; vive sin mujer, y cree que solo los maridos son felices. ¿Con qué lazo sujetará tan mudable Proteo?
¿Y el pobre? ¡Cómo hace reír! Cambia por instantes de cama, baño, cenador y barbero; y en la barca alquilada se marea como el rico en la trirreme de su propiedad.
Te burlas de mí cuando me presento a tu vista con el pelo mal cortado, con la camisa rota bajo la túnica nueva, o con los pliegues de la toga en desorden; pero, si mis opiniones andan en desacuerdo con mis actos, y desprecio ahora lo que antes anhelaba, y vuelvo a solicitar lo que había rechazado, y hago de mi vida entera una serie continua de contradicciones, pues ya destruyo, ya edifico, y reduzco lo cuadrado a redondo, entonces no te ríes, porque comprendes que es una locura común, y no estimas que necesito del médico ni de la curatela dada por el pretor; y eso que eres el sostén de mi vida, y no perdonas una uña mal cortada al amigo que vive por ti y para ti.
En resumen, el sabio solo es inferior a Jove: es rico, libre, honrado y hermoso, rey de los reyes, y goza de cabal salud cuando no le molestan las fluxiones.
II. A Lolio
¡Oh, gran Lolio! Mientras en Roma ocupan tus ocios elocuentísimas declamaciones, yo he vuelto a leer en Preneste al cantor de la guerra de Troya, que nos enseña lo que es noble o vergonzoso, útil o nocivo, con lecciones más sabias y persuasivas que las de Crisipo y Crantor.
Oye el fundamento de mi opinión, si los negocios no te lo impiden. El poema que relata el largo duelo entre Grecia y Asia por los funestos amores de Paris nos pone de relieve las locuras de los reyes y las pasiones de los pueblos. Antenor cree conveniente quitar el pretexto de la guerra, y Paris jura que a tanta costa jamás reinará tranquilo ni vivirá feliz. Néstor trabaja por reconciliar a Aquiles con Agamenón; a este ciega el amor, y a los dos, la ira. Los delirios de los reyes los pagan los pueblos. La sedición, el crimen, la lujuria y la cólera reinan dentro de los muros de Ilión y fuera también.
La Odisea, para probarnos lo que pueden el valor y la sagacidad, nos presenta un modelo acabado en Ulises, que, vencedor de Troya, recorrió muchas ciudades, conoció las costumbres de muchos pueblos, y sufrió en alta mar los mayores trabajos al volver con sus compañeros a Ítaca, flotando sobre las olas de la adversidad. Ya sabes lo que se cuenta de las voces de las sirenas y las copas de Circe, que, de apurarlas como sus compañeros, con imprudente avidez, esclavo de una meretriz, hubiera vivido torpe y vergonzosamente bajo la forma de un perro inmundo o de un puerco que se revuelve en el fango. Nosotros pertenecemos al montón y solo servimos para comer, como los pretendientes de Penépole o los cortesanos de Alcínoo, jóvenes entregados a los adornos y afeites, que hacían gala de levantarse a mediodía y desterrar el tedio a los dulces acordes de la lira.
Los ladrones se levantan por la noche para degollar a sus víctimas, ¿y tú no madrugarás para salvarte? Pues, si rehúsas andar en buena salud, tendrás que hacerlo estando hidrópico, y, si antes de amanecer no pides una luz y un libro, donde aprendas cosas útiles y honestas, bien pronto te sentirás desvelado por los tormentos del amor o la envidia. ¿Por qué te apresuras a quitar la pajuela del ojo, y cuando la dolencia radica en el alma difieres la curación todo un año? El que comienza tiene ya hecha la mitad. Corre tras el saber sin tardanza. El que aplaza la hora de vivir honradamente se parece al labriego que espera pasar el río cuando quede seco, y el río corre y correrá por los siglos de los siglos.
Los hombres ansían el dinero, una esposa rica que les dé tiernos vástagos, y selvas incultas que la reja del arado convierta en tierras de labor. Teniendo lo suficiente, no aspires a más. Ni la casa, ni la hacienda, ni los montones de oro alivian la fiebre del cuerpo ni calman las zozobras del ánimo. La salud es indispensable para gozar los bienes que se poseen. La casa y la hacienda hacen menos feliz al que teme o ambiciona que un cuadro a un enfermo de los ojos, los fomentos a los gotosos y las suaves vibraciones de la lira a los que padecen alguna fluxión. Si el vaso no está limpio, avinagra el licor que recibe. Huye de los deleites que se compran a costa del dolor. El avaro siempre es pobre; limita tus aspiraciones. El envidioso enflaquece con la dicha ajena. Los tiranos de Sicilia no inventaron tormento mayor que la envidia. Quien no reprime la cólera sentirá haber cedido a las instigaciones del dolor y el despecho, luego que por satisfacer su odio implacable haya realizado su furiosa venganza. La cólera es un furor instantáneo; hay que esclavizarla para que no nos domine; sujétala con frenos y, si es posible, con cadenas.
El caballo dócil y de pocos años aprende bien el camino por donde le lleva el diestro caballero; el perro de caza ladra en casa a la piel de los ciervos, antes de salir en su persecución por los bosques. Pues eres joven, no descuides alimentar tu alma con útiles máximas y entregarte a los más sabios maestros. La vasija conserva largo tiempo el perfume del licor que primero ha contenido. Por lo demás, que aceleres tus pasos o que los retardes no será motivo bastante ni para detenerme ni para apresurar mi camino.
III. A Julio Floro
Julio Floro, estoy impaciente por saber en qué comarcas guerrea Claudio, el alnado de Augusto. ¿Está en la Tracia o junto al Ebro, que encadenan los hielos, o en el estrecho formado por dos pueblos vecinos, o le detienen los feraces campos y los montes de Asia?
También me interesan las ocupaciones de la cohorte de sabios que le acompaña. ¿Quién tomó a su cargo narrar las hazañas de Augusto y transmitir sus guerras y paces a los siglos venideros? ¿Cómo lo pasa Ticio, ese que ha de llenar pronto la ciudad con su nombradía, porque bebe su inspiración en la fuente de Píndaro, desdeñando los lagos y ríos accesibles a todos? ¿Está bueno? ¿Se acuerda de mí? ¿Trabaja alentado por las musas en armonizar los metros tebanos con la lira latina, o bien entretiene sus ocios en dialogar asuntos trágicos? ¿Qué hace mi buen Celso? Le he aconsejado y le aconsejaré mil veces que nos muestre sus propios tesoros, y no se enriquezca con los escritos guardados en el templo de Apolo, pues, si los pájaros llegan un día a reclamar sus plumas, provocará las risas del vulgo, como una corneja a quien quitan las hurtadas alas.
¿Y tú en qué te ocupas? ¿Revoloteas en torno de los tomillos? Tienes un ingenio culto al par que delicado, y, ya defiendas al cliente en el foro, ya desentrañes el sentido de las leyes civiles, ya escribas versos encantadores, sabes ganar el primero la corona de hiedra que se ciñe al vencedor. ¡Ah! Si pudieras sustraerte al influjo letal de las pasiones, volarías muy alto en alas de tu sublime saber. Este es el trabajo, este el estudio propio de grandes y pequeños que quieren servir a la patria y vivir al mismo tiempo venturosos. No dejes de escribirme si sientes por Munacio aquel afecto que le debes, o si han vuelto a romperse los lazos de vuestra amistad; y, sea el ardor de la sangre, sea la inexperiencia lo que atice el resentimiento de vuestros corazones indómitos, no deis el ejemplo, dondequiera que viváis, de romper unión tan íntima y fraternal. He prometido sacrificar a vuestra vuelta una ternera bien rolliza.
IV. A Albio Tibulo
Albio, crítico ingenuo de mis obras, ¿qué haces ahora en los campos de Pedum? ¿Escribes tanto que venzas a Casio el de Parma, o discurres a solas por el bosque, meditando en los deberes propios del varón sabio y honrado? No eres tú un cuerpo sin alma. Los dioses te dieron gallardía, riquezas y el arte de gozarlas.
¿Qué más pide en sus votos la nodriza para el tierno niño, que la sabiduría, la elocuencia, la gloria, el favor, una salud a toda prueba y una bolsa nunca vacía que le asegure el sustento?
Entre la esperanza y la zozobra, entre el temor y la ira, reflexiona que el día que amanece puede ser el último de tu existencia. Así te será más grata la hora que no esperabas. Si quieres reír un poco, hazme una visita, y me encontrarás gordo, rollizo y con la piel muy lustrosa, en fin, como un cerdo de la manada de Epicuro.
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V. A Torcuato
Si no hallas, Torcuato, inconveniente en reclinarte sobre los lechos del carpintero Arquías, y no te repugna el cenar unas hortalizas servidas en modestísimos platos, al caer el sol te aguardo en mi casa. Probarás un vino que data del segundo consulado de Tauro, de las viñas que hay entre los pantanos de Minturna y las rocas de Sinuesa. ¿Lo tienes tú mejor? Pues tráelo o sufre la ley. Hace rato que el fogón está encendido, y los muebles, limpios como el oro, en tu obsequio.
Da al olvido las esperanzas livianas, las competencias de riquezas y la causa de Mosco. Mañana es el natalicio de César, y podremos dormir cuantas horas nos plazca, y entretener alegremente esta noche de verano en pláticas sabrosas.
¿Qué vale la fortuna si no la gozamos? ¿No es un insensato quien por dejar rico a su heredero se trata con sobriedad cercana de la miseria? Yo daré el ejemplo en beber y esparcir flores, aun a riesgo de que me califiquen de excéntrico. ¿Qué milagros no realiza la embriaguez? Descubre los secretos, trueca en realidad la esperanza, convierte al cobarde en un león, aligera la carga de los cuidados y sutiliza el ingenio. Una copa llena ¿a quién no hace elocuente, a quién no alivia de los rigores de la pobreza?
He procurado y dispuesto con viva solicitud que las camas estén limpias, que los manteles no ofendan las narices de los comensales, que puedan estos mirarse el rostro, como en un espejo, en las copas y los platos, que no se recline ninguno que al salir divulgue nuestros secretos, y que cada cual ocupe el lugar correspondiente.
He convidado a Bruto y Septimio, y también vendrá Sabino, si no se ha comprometido o no le detiene alguna muchacha en sus brazos. Más gente cabe en la mesa, pero la estrechez es incómoda y produce malos olores. Contéstame con qué amigos vienes, déjate de ocupaciones y escúrrete por el postigo, burlando al cliente que te espera en el vestíbulo de la mansión.
VI. A Numicio
No admirarse apenas de nada es, ¡oh, Numicio!, lo único que puede hacernos y conservarnos venturosos. Hay gentes que ven sin el menor asombro el giro del sol y las estrellas y sucederse las estaciones con admirable concierto. ¿Qué piensas respecto a los dones de la tierra y el mar que enriquece las costas de los indios y árabes; qué, de los juegos del circo y del aplauso y favor del pueblo apasionado? ¿De qué modo, con qué sentimientos y consideraciones debemos mirar estas cosas?
El que teme perderlas es tan infeliz como el que las desea: el pavor embarga por igual, y aterra al uno y al otro de improviso. Que ría o llore, que tema o desee, poco importa, pues, cuanto ve mejor o peor de lo que le prometen sus esperanzas, le oprime el pecho, le entristece el alma y le obliga a clavar los ojos en el suelo. El sabio pasaría por insensato, y el justo, por ruin malvado, persiguiendo la virtud más allá de sus límites. Corre ahora en pos de riquezas, estatuas, bronces y obras artísticas; adórnate con la púrpura de Tiro y las piedras preciosas, engríete al contemplar miles de personas pendientes de tu elocuencia, sal diligente al foro por la mañana, y no vuelvas a casa hasta el anochecer, para que Muto no coseche mayor cantidad de grano en los campos de su esposa, porque, habiendo nacido de baja alcurnia, más que digno de ser admirado por ti, debes tú ser el objeto de su admiración.
El tiempo saca a la luz lo escondido bajo tierra, y sepulta y esconde lo que antes brillaba. Aunque el pórtico de Agripa y la vía Apia te conocen muy bien por tu fausto, irás a parar adonde fueron Anco y Numa. Cuando padeces un dolor de costado o riñones, buscas pronto remedio a tus males. ¿Quieres vivir dichoso? ¿Quién no lo desea? Pues, si solo la virtud es capaz de traerte la felicidad, sigue su camino y renuncia a frívolos placeres; mas si crees que la virtud es una palabra hueca, como un bosque un montón de leña, procura que nadie se te anticipe en arribar al puerto, y no eches a perder los negocios de Líbira y Bitinia.
Reúne mil talentos, otros mil, un tercer millar y otro después, que cuadruplique la primera suma. En verdad, el oro es un rey que nos proporciona crédito, esposa rica, amigos, alcurnia, belleza, y hasta el amor y la elocuencia dispensan sus favores al opulento. No te parezcas al rey de Capadocia, rico en esclavos y pobre en dinero. Dícese que los cómicos pidieron prestadas a Luculo cien clámides de púrpura, con motivo de una representación escénica. «¿Cómo puedo proporcionar tantas? —exclamó—. Pero, en fin, buscaré las que haya y enviaré las que encuentre». De allí a poco les escribió participándoles que tenía cinco mil, y que podían disponer de parte o de todas ellas.
Pobre es la casa donde no hay cien objetos ignorados por el señor, y que aprovechan a los ladrones; por consiguiente, si el caudal es lo único que hace al hombre venturoso, sea el alcanzarlo el primero y el último afán de tu vida; y, si tu ventura pende del boato y el aura popular, compra un esclavo que te dicte los nombres de los ciudadanos y que, dándote con el codo, te indique a quién debes alargar la diestra en medio de la muchedumbre. «Este tiene gran valimiento en la tribu Fabia; aquel, en la Velina; ese otro, importuno da las fasces a quien se le antoja, y a su grado también quita las sillas curules». Conforme a su edad, llama al uno padre, al otro hermano, y adóptalos según te convenga.
Si el que come bien vive bien, al amanecer vayamos adonde nos llama la gula, a pescar y cazar como aquel Gargilio, que mandaba a sus siervos atravesar muy de mañana con las redes y los venablos la plaza donde hormiguea la plebe, para que viese cómo uno de sus mulos volvía a casa por la tarde con un jabalí comprado. Hartos y repletos corramos al baño, sin cuidarnos de lo conveniente o perjudicial, como los Ceritos dignos de su padrón, o los viles remeros de Ulises Itacense, que sacrificaron el amor de la patria a sus vergonzosos deleites. Si, como pretende Mimnermo, nada es agradable sin el amor y los juegos, entrégate a los juegos y al amor. Vive y pásalo bien. ¿Conoces máximas mejores?; enséñamelas. ¿No las conoces?; pues sigue las mías.
VII. A Mecenas
Te prometí permanecer en el campo cinco días, y, faltando a mi palabra, he pasado entero el mes de agosto; mas si quieres, Mecenas, que viva sano y robusto, es preciso que la libertad que me concedes por enfermo me la concedas al verme en peligro de enfermar, y sobre todo cuando el calor y los primeros higos rodean de sus negros lictores al encargado de las pompas funerales, cuando los padres y las madres, llenos de ternura, tiemblan por sus pequeñuelos, y los agasajos de la amistad y los esfuerzos del foro multiplican las fiebres y rompen los sellos de los testamentos.
Así que el invierno blanquee con sus nieves los campos de Alba, tu poeta descenderá a las playas del mar, donde se entregará a la lectura y a cuidar de su persona; y después te visitará, caro amigo, previo tu permiso, con los céfiros y las primeras golondrinas.
No me has enriquecido como el huésped calabrés brinda sus peras: «Come, amigo mío». «He comido bastante». «Coge las que quieras». «Se agradece». «Tus pequeñuelos se alegrarán de que les lleves algunas. Te quedo tan obligado como si me llevase una carga». «Como te plazca; las que sobren se han de arrojar a los puercos».
El pródigo majadero solo da aquello que desprecia, y consigue recoger en todo tiempo buena cosecha de ingratos. El hombre digno y prudente siempre se inclina a favorecer a los buenos, sin ignorar la diferencia que hay entre el dinero y los altramuces.
Yo sabré mantenerme a la altura de tu favor y tus elogios; pero, si me exiges que no me separe nunca de tu lado, vuélveme el vigor de los años juveniles y los negros cabellos que coronaban mi angosta frente; vuélveme aquel lenguaje dulcísimo, aquellas agraciadas sonrisas, y las quejas que prorrumpía en el festín por los desdenes de la traviesa Cínara.
Un ratoncillo campestre se coló en cierta ocasión por estrecha rendija en un cesto lleno de trigo, y, repleta la panza a su sabor, quiso inútilmente echar afuera su cuerpo, abultado en demasía. Viole una comadreja y le dijo: «Si quieres librarte de esa prisión, has de buscar la salida con el cuerpo tan flaco como entraste». Me aplico la fábula y te vuelvo lo que me diste, pues no soy de aquellos que, hartos de manjares sustanciosos, suspiran por el sueño de la plebe, ni trocaría mi independencia por los tesoros de Arabia. En mil ocasiones has alabado mi templanza, en tu presencia te di los nombres de padre y de rey, y no son menos respetuosas las ausencias. Haz la prueba, y verás cómo sin pena te devuelvo lo que de ti he recibido.
Telémaco, hijo del paciente Ulises, decía, no sin razón: «En Ítaca sirven de poco los caballos, porque no hay extensas llanuras ni prados abundantes; así, Atrida, te los dejo a ti, que te serán muy útiles». Los pequeños con poco viven bien, y más que el fausto de Roma me placen la soledad de Tibur y las delicias de Tarento.
Un ciudadano enérgico y activo, llamado Filipo, ilustre por sus discursos en el foro, libre de ocupaciones volvía a su casa, como a las dos de la tarde, quejándose por su edad avanzada de la distancia del tribunal al barrio de las Carinas, cuando vio, según cuentan, en la tienda de un barbero, a un perillán que estaba muy tranquilo cortándose las uñas. «Anda, Demetrio (así se llamaba el siervo que tenía a sus órdenes), averigua y dime pronto quién es ese hombre, dónde vive y qué bienes posee, quién es su padre y quién su patrono». Demetrio va, vuelve y le dice: «Se llama Vulteyo Mena, es pregonero, de cortos posibles y buena conducta; sabe trabajar y divertirse a su tiempo, ganar y gastar lo que gana con amigos de su pelaje; vive en domicilio fijo, gusta de los juegos públicos, y, cuando los negocios no se lo impiden, pasea por el campo de Marte».
«Desearía oír lo que me dices de su propia boca. Dile que venga a cenar conmigo». «El buen Mena se resiste a creer lo del convite, y se maravilla en silencio de tanta distinción; y, en fin, responde que lo agradece». «¿Cómo? ¿Que no acepta?». «No acepta el bribón, sea miedo o desaire».
A la mañana siguiente Filipo encuentra a Vulteyo vendiendo trastos viejos a una plebe desharrapada, y le saluda el primero. Vulteyo se excusa con sus faenas y negocios de no haberle visto por la mañana ni haberse adelantado a saludarle. «Todo te lo perdono, si vienes hoy a cenar conmigo». «Con mucho gusto». «Da pronto de mano a tus quehaceres, y vente a las tres».
Durante la cena, Vulteyo charló a diestro y siniestro hasta el momento de dormir. Viendo Filipo que el pez acudía con frecuencia al cebo, por la mañana como cliente y por la tarde como convidado, invitole un día a que le acompañase, ínterin se celebraban las fiestas latinas, a su finca de recreo. Vulteyo, montado en su rocín, no se cansa de poner en las nubes el campo y el cielo de la Sabina. Filipo le oye, se ríe, y, para proporcionarse a su costa un rato de solaz, le regala siete mil sestercios, promete prestarle otros siete mil, y le persuade a comprar una finca rústica. La compra, y —no quiero entretenerte con largas digresiones más de lo necesario— nuestro hombre se trueca en campesino, y se ocupa todo el día en surcos, viñas y plantíos de árboles. El trabajo le mata y la codicia le envejece; pero, cuando ve sus ovejas robadas, sus cabras sucumbir a la peste, la siega destruyendo sus esperanzas, y sus bueyes muertos por exceso de fatiga, afligido por tamañas pérdidas, embrida su caballejo a media noche y con visible enojo se encamina a la mansión de Filipo, quien al verle tan sucio y desgreñado le dice: «Mal te tratas, Vulteyo; la avaricia ha corrompido tu buen natural». «Por Pólux —responde al patrono—, llámame miserable si quieres darme el nombre que merezco. Así que por tu genio, por esa diestra y por tus penates, te ruego y suplico que me vuelvas a mi vida primera».
Quien reconoce al fin que vale más lo que desprecia que aquello que ansía, vuelve con sano consejo a lo que había abandonado. Lo más seguro es que cada cual ajuste el zapato a la medida de su pie.
VIII. A Celso Alvinovano
Musa, vuela de mi parte a saludar y dar el parabién a Celso Alvinovano, amigo y secretario de Nerón. Si te pregunta en qué me ocupo, respóndele que en formar muchos y magníficos proyectos, a pesar de los cuales no vivo más sabia ni felizmente. No porque el granizo destruyera mis viñedos, o el calor abrasara mis olivos, o mis rebaños adoleciesen en los lejanos pastos, sino porque, más enfermo del alma que del cuerpo, me niego a oír y aprender lo que podría curar mi dolencia. Me irrito contra los mejores médicos, me encolerizo con los amigos que procuran librarme de tan funesta pereza, desdeño lo útil y busco lo nocivo, y, como una veleta, en Roma suspiro por Tibur y en Tibur por Roma.
Pregúntale después si está bueno, cómo gobierna sus asuntos y se gobierna a sí mismo, para agradar al joven príncipe y a la cohorte que le rodea, y, si te contesta «perfectamente», alégrate primero, y luego no olvides deslizar estas palabras en su oído: «Celso, nosotros nos conduciremos contigo como tú te hayas conducido con la fortuna».
IX. A Septimio
Septimio, ¡oh, Claudio!, es el único por lo visto que conoce de veras lo mucho que me aprecias, pues, al rogarme con apremiantes instancias que le recomiende y ensalce como digno de ser admitido en la casa de Nerón, que sabe escoger los mejores, por creer que me dispensas la confianza de un íntimo amigo, conoce mi valimiento sin duda mejor que yo.
Le he dado mil razones y excusas, pero temí que recelase me empequeñecía de intento y disimulaba mi favor contigo para servir solo a mis propios intereses. Así, antes que cargar con la nota vergonzosa de egoísta, he preferido que me tengas por audaz. Si no te molesta que por complacer a un amigo deje aparte los miramientos, inscribe entre los de tu séquito a Septimio. Te respondo de su valor y probidad.
X. A Aristio Fusco
El amador del campo saluda a Fusco, amante de Roma. En esto solo discrepamos, ya que en lo demás somos como dos hermanos mellizos: lo que el uno aprueba el otro lo aprueba, y lo que el uno rechaza el otro lo rechaza también. Del mismo modo que los dos viejos pichones de la fábula, tú guardas el nido, yo busco los arroyos que se deslizan entre amenas pendientes, los peñascos afelpados por el musgo y la espesura de los bosques. ¿Qué quieres? Vivo mejor que un rey, desde el punto que abandono lo que vosotros ponéis en las nubes en Roma. Como esclavo fugitivo de un sacerdote, me hastían las golosinas, y me engullo mejor un pedazo de pan que las tortas de aceite y miel.
Si es lo más conveniente vivir conforme a las leyes de la naturaleza, y al levantar una casa lo primero es elegir el sitio de la edificación, ¿dónde lo encontrarás más agradable que en medio de una fértil campiña? ¿Dónde son más templados los inviernos; dónde soplan más suaves los céfiros que calman la rabia del can y el furor del león cuando el sol le lanza sus rayos encendidos; dónde perturban menos el sueño las inquietudes crueles de la envidia? ¿Acaso las olorosas flores campestres deslumbran menos la vista que los mármoles africanos? El agua que brota en las fuentes de las plazas por cañerías de plomo ¿es más fresca y cristalina que la que serpentea por el declive de un arroyo con dulcísimo murmullo? Hasta en la ciudad se levantan árboles sombríos entre las columnas de mármol, y se encomia la casa que recrea la vista con el panorama del campo. Tal es la naturaleza; aunque la rechaces, se impone al cabo, y triunfa a la callada de tus injustos desdenes.
El mercader ignorante que confunda la púrpura fenicia con los vellones teñidos en Aquino no sufrirá mayor daño y quebranto en sus intereses que el incapaz de discernir lo verdadero de lo falso. Quien se engríe y deleita demasiado en la próspera fortuna se rinde en la adversa con gran abatimiento. Duele mucho renunciar a lo que se ama con pasión. Huye de las grandezas: bajo un humilde techo se puede vivir tan venturoso como los reyes y sus cortesanos.
El ciervo arrojó de los pastos comunes al potro, menos vigoroso en la pelea, y este, vencido tras largo combate, solicitó la ayuda del hombre, dejándose poner el freno; pero, después de alcanzar la victoria sobre su enemigo, no pudo quitarse el freno de la boca ni echarse el jinete del lomo; así, el que angustiado por la pobreza vende su libertad, más preciada que el oro, compra un amo que le tenga en eterno cautiverio, por no haberse reducido a lo indispensable. Una fortuna mayor o menor que la necesaria es como un zapato: estrecho, lastima el pie, y muy ancho, se va cayendo. Darás prueba de cordura si vives, Aristio, satisfecho con tu suerte, y sufriré sin réplica tus reprimendas cuando me veas que trabajo por acumular riquezas que no necesito. El caudal es nuestro esclavo o nuestro tirano. ¿No será mejor dominarle que obedecerle? Esto escribía en mi casa, próxima al templo ruinoso de Vacuna, alegre y contento, aunque no tanto como si tú estuvieses a mi lado.
XI. A Bulacio
¿Qué tal, Bulacio, lo has pasado en Quíos, la célebre Lesbos y la bella Samos? ¿Cómo te fue en Sardes, corte de Creso, y en Esmirna y Colofón? ¿Las has encontrado a la altura de su fama, o están por debajo del campo de Marte y las orillas del Tíber? ¿Te gustaría vivir en una de las ciudades del rey Átalo, o mejor en Lebedos, ya fatigado de tanto viaje por mar y tierra? ¿Conoces Lebedos? Es una aldea más solitaria que los Gabios o Fidenas; no obstante, quisiera vivir allí, olvidado de mis amigos y olvidándolos a mi vez, absorto en contemplar desde la playa la violencia del oleaje. Pero ni el que desde Capua se dirige a Roma, cubierto de lodo y empapado en agua, se resolverá a vivir en una mala venta, ni el que se siente traspasado de frío alabará los baños y las estufas como los sitios más a propósito para pasar una vida de regalo.
Porque la furia del austro combata en alta mar tu nave, ¿irás a venderla después de haber atravesado el Egeo? Al que se halla libre de cuidados, ni Rodas, ni la hermosa Mitilene, le sirven más que un capote en verano, un ligero vestido en invierno, los baños del Tíber en diciembre, y en agosto una encendida chimenea. Ya que puedes y la fortuna te muestra su cara sonriente, ensalza desde Roma las delicias de Samos, Quíos y Rodas. Los momentos felices que los cielos te conceden, acógelos con gratitud, y no dilates para en adelante la hora de la felicidad; así, dondequiera que te encuentres te sentirás venturoso. No el lugar desde donde se extienden las olas a lo lejos, sino la razón y prudencia son las que disipan las crueles inquietudes. Los que navegan a través del mar mudan de cielo, pero no la disposición del ánimo. ¡Inútiles y vanos esfuerzos! Volamos tras la dicha recorriendo la tierra en las cuadrigas y el mar en las naves, y lo que buscamos está aquí, en la misma aldea de Ulubres, si sabemos conservar el espíritu completamente sereno.
XII. A Iccio
Iccio, como sepas gozar los frutos que en Sicilia te ofrecen las tierras de Agripa, el mismo Jove no podrá concederte cosechas más abundantes. Cesa en tus lamentos; no es nunca pobre el que posee lo necesario. Si vives sano del estómago, del costado y las piernas, todos los tesoros de los reyes no podrían proporcionarte un átomo más de bienestar; y, si en el seno de la abundancia solo pruebas el agua fresca, las legumbres y el pescado, un río de oro no logrará cambiar tu manera de vivir, ya porque el dinero es impotente para mudar tu carácter, ya porque estimas que todo está por debajo de la virtud. Y nos causa maravilla que Demócrito abandonase a los rebaños ajenos sus huertos y campos, mientras su espíritu, libre de trabas, volaba por excelsas regiones, cuando tú, en medio de esta lepra y pestilencia del lucro, desdeñas lo vulgar y alzas el pensamiento a las sublimes esferas.
¿Qué vallas refrenan las olas del mar, qué causa origina las estaciones, se mueven y vagan en el espacio las estrellas por impulso propio, u, obedeciendo a una ley eterna, por qué brilla y se oscurece el disco de la luna, qué fin persigue y alcanza la armonía de los contrarios elementos, y quién reveló mejor estos arcanos: Empédocles o Estertinio?
Pero, ya te alimentes de peces o de berros y cebollas, recibe cariñosamente a Pompeyo Grosfio y dale lo que te pida, pues no te ha de pedir sino lo justo y razonable. ¡Qué fácil granjear amigos cuando se encuentran apremiados por la necesidad!
En fin, para que sepas lo que pasa en Roma, te diré que Agripa acaba de someter a los cántabros, y Claudio Tiberio, a los armenios; que Fraates recibió de rodillas la diadema y el cetro de las manos de César, y que la abundancia ha derramado su cuerno de oro por las campiñas de Italia.
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XIII. A Vinio Asela
Como al marchar te encargué repetidas veces, entrega, ¡oh, Vinio!, a César mis enrollados volúmenes, si lo hallas de buen humor y talante, y te los pide él mismo: no sea que por favorecerme me perjudiques, y que tu celo indiscreto haga recaer sobre ellos un rigor inmerecido. Si la carga te parece por demás pesada, arrójala antes que soltar la albarda allí adonde te mando llevarla, no se te rían del sobrenombre de asno que heredaste de tus padres, y seas la fábula de la ciudad.
Lucha con todas las fuerzas, atraviesa valles, ríos, pantanos, y, cuando llegues victorioso a su presencia, guarda bien el paquete de mis libros y no los lleves bajo el brazo, como el labriego los corderos, la borracha Pirria los vellones de lana que hurtó, o su gorro y sus zapatos el comensal de la misma tribu. No vayas a decir en público que te ha costado grandes sudores el llevar estos versos, capaces de deleitar los ojos y los oídos de César, ni eches en saco roto mis advertencias. Ea, vete enhorabuena; no vaciles ni olvides mi encargo.
XIV. A su capataz
Capataz de mis bosques y campos, en cuyo retiro me siento dueño de mí mismo, y donde tú te aburres porque solo tiene cinco fuegos y envía solo a Varia cinco buenos padres de familia: veamos quién arranca más vigorosamente las espinas dañosas, si yo de mi alma, o tú de la tierra, o si está mejor Horacio o su hacienda. Aunque me detiene el cariño y el cuidado de Lamia, que llora la muerte de su hermano, sin que nada baste a consolarle, mis deseos, mis pensamientos vuelan ahí, deseando romper las vallas que impiden mis pasos.
Yo me considero feliz en el campo, y tú, en la ciudad. El que envidia la suerte ajena mira la suya con aversión. Necios los que acusan de sus desdichas al lugar donde viven; la culpa nace del alma, que no sabe huir de sí misma. Cuando eras uno de mis siervos domésticos, hacías votos secretos por residir en el campo, y hoy, convertido en labriego, suspiras por la ciudad, los baños y los juegos. Sabes que soy muy constante en mis inclinaciones, y que me despido de mi granja muy triste siempre que enojosos negocios me llevan a Roma. Como no tenemos iguales aspiraciones, nuestros gustos son muy diferentes. Los sitios que tú aborreces como lugares desiertos e inhabitables parecen amenos y deleitosos a los que piensan como yo, y les repugnan los que tú estimas preferibles. Ya lo veo, el burdel y la taberna te atraen hacia la capital, porque ese rincón que cultivas antes producirá la pimienta y los granos del incienso que los dulces racimos, y ni tienes la taberna a mano para echar sendos tragos, ni una meretriz que al son de la flauta te haga bailar hasta que caigas rendido por el suelo. Al contrario, debes trabajar esas tierras que no han sentido el azadón en mucho tiempo, cuidar el buey en el establo, echándole a menudo el pienso, y contener, si cae un aguacero, el ímpetu del torrente para que el prado no se inunde.
Oye por qué nuestro modo de ver es tan distinto. Yo, que vestía estofas finas, llevaba perfumado el cabello y pasaba las horas sin sentir al lado de la bella Cínara, apurando las copas de Falerno desde mediodía, ahora gozo con una cena frugal y durmiéndome sobre el musgo en el borde del arroyo. No me sonroja lo que he sido, pero me sonrojaría volver a los devaneos de la juventud. Aquí no hay quien me mire de reojo envidioso de mi suerte, ni me persiga con odio enconado, ni me clave con rencor el diente; pero en cambio doy pábulo a la risa de los vecinos cuando me ven remover las piedras y terrones.
Tú preferirías raer la escasa ración que doy a los siervos de casa, y haces fervientes votos por contarte entre ellos, y ellos a su vez envidian la leña de los bosques, los rebaños y los jardines. El tardo buey desea llevar la silla, y el potro, guiar el arado. Que cada cual se aplique de buena voluntad al oficio que sepa mejor.
XV. A Numonio Vala
Vala, dime qué tal es el invierno de Velia y el clima de Salerno, la índole de sus habitantes y el camino más cómodo, pues Antonio Musa cree que las aguas de Bayos son inútiles para mí, y me las ha hecho aborrecibles desde que en el rigor del invierno me mandó bañar en sus ondas heladas. Las gentes del pueblo sintieron no poco verme abandonar sus bosquecillos de mirtos y sus aguas sulfurosas, que dicen ser remedio eficaz contra las alteraciones de los nervios, y se enojan con los enfermos que pretenden curar su cabeza o estómago en las fuentes de Clusio, y corren a las frescas campiñas de los Gabios.
Debo, por consiguiente, mudar de baños y guiar mi potro más allá de las posadas en que antes se detenía. «¿Adónde vas? No es nuestro camino a Bayas ni a Cumas», dirá el caballero, tirándole enojado la rienda a la izquierda, pues el caballo parece que tiene el oído en la boca. Dime: ¿cuál de estos pueblos cosecha mayor abundancia de trigo? ¿El agua potable es la que se recoge en los aljibes, o la perenne que sale de los pozos? Porque, en cuanto a los vinos de esta comarca, ya sé a qué atenerme. En mi granja, cualquier vinillo me agrada, pero cuando habito las playas del mar solo me gusta el suave y generoso, que disipa mis cuidados, enciende la sangre de mis venas, me recrea con ricas esperanzas, da calor a mis palabras y recomienda mi juventud a los ojos de mi bella Lucania. Escríbeme asimismo, y juro prestarte completo crédito, qué comarca cría mejores liebres y jabalíes, y cuál es la costa más rica en pescados y sabrosos mariscos; quiero volver a casa de esta expedición tan gordo como un feacio.
Menio, después de haber derrochado locamente la herencia de sus padres, hízose parásito y bufón vagabundo, como quien no tenía pesebre conocido. En ayunas jamás hizo distinción entre amigos y enemigos, y contra todos lanzaba por igual el virus de sus denuestos. Era el terror y la ruina del mercado, y sepultaba todas las ganancias en el abismo de su vientre; pero, cuando obtenía poco o nada de los avaros o compañeros de sus desórdenes, devoraba ruines guisotes y viandas groseras en tal cantidad que hubiesen bastado al mantenimiento de tres osos. Entonces, como un severo Bestio, predicaba que se debía abrasar con un hierro candente el estómago de todos los glotones; mas, como la suerte le deparase una opípara cena, tras hartar bien la barriga, exclamaba: «Por Hércules, no me admira que haya hombres que se coman su fortuna. ¿Hay nada mejor que un tordo bien cebado o unas sabrosas tripas de puerca?». Yo soy del mismo jaez. Si me faltan los recursos, alabo la sobriedad y la economía; pero, en llegándome a una mesa ricamente servida, declaro que los únicos que conocen el arte de vivir son los que como tú sacan de sus fértiles heredades rentas que les permitan tratarse a lo grande.
XVI. A Quincio
Para que no preguntes, querido Quincio, si me mantiene con su trigo mi granja y me enriquece con sus olivas, si es abundante en frutos y verdes praderas o en cepas abrazadas con los olmos, quiero hacerte una exacta pintura de su plano y situación. Figúrate una cadena de montes, separados por un opaco valle, que el sol de la mañana baña por la derecha, y al descender en su carro fugitivo le ilumina por la izquierda. El clima es delicioso y la tierra produce en abundancia la roja guinda y la ciruela silvestre; el roble y la encina ofrecen al rebaño alimento nutritivo, y al amo, espesas y agradables sombras. Creerías hallarte en los bosques de Tarento. Una fuentecilla, que podría llamarse un arroyo, más fresca y cristalina que el Hebro de Tracia, mana sus aguas excelentes para aliviar los dolores de cabeza y estómago. En este sitio tan ameno y solitario pasa tu amigo el mes de septiembre rebosando salud.
Procura vivir sensatamente para justificar tu fama; hace tiempo que Roma entera te proclama muy venturoso, y recelo que des más crédito a cualquiera que a ti mismo, o que vayas a poner la felicidad en otro fin que en la virtud y el saber. Porque el pueblo te crea bueno y en cabal salud, ¿disimularás al tiempo de cenar la fiebre ardien te que te consume, hasta que la delaten tus manos temblorosas? Los necios, por una vergüenza mal entendida, ocultan sus úlceras y las convierten en incurables. Si un adulador narra tus campañas por mar y tierra y seduce tus oídos con estas palabras lisonjeras: «Que Júpiter, protector de la ciudad y de tu vida, nos deje en la incertidumbre de si te es más querida la salud del pueblo que al pueblo la tuya», reconocerás en ellas al punto las alabanzas de Augusto.
Cuando te dan los títulos de sabio y virtuoso, vamos a cuentas, ¿respondes a tu fama? Yo también me complazco como tú con la reputación de cuerdo y honrado; pero ese pueblo que hoy nos da estos títulos, mañana nos los puede quitar a su antojo, como quita las fasces al que estima indigno de su favor. «Deja el cargo que es mío», dice; lo dejo y me retiro con tristeza.
Que ese mismo pueblo me llame ladrón o libertino, que me acuse de haber estrangulado a mi padre, ¿he de afrentarme ni mudar el color del rostro por sus calumnias? Solo al ánimo falaz y corrompido lisonjean los falsos honores y asustan las falsas imputaciones. ¿A quién, pues, llamaremos buen ciudadano? Al que acata las leyes, respeta la justicia y las órdenes del Senado, al que pone término con su equidad a los procesos graves y enojosos, al que garantiza como fiador nuestra hacienda y como testigo decide una causa; mas para todos los que le conocen a fondo, pasa por un bribón que sabe ocultar sus torpezas con fingidas apariencias.
Un siervo me dice: «No hurté ni me escapé de casa». «Muy bien —le respondo—; no tendrán que sentir tus espaldas». «Tampoco maté a nadie». «Mejor; así no servirás en la horca de pasto a los cuervos». «Luego soy honrado y sobrio». Eso es lo que niega el sabelio. El lobo prudente mira con recelo la hoya; el gavilán, el lazo sospechoso; y el milano, el oculto cebo. Los buenos rechazan el vicio por amor de la virtud, mientras tú huyes del delito por miedo a la pena; si confiases en la impunidad, revolverías lo santo con lo profano.
De mil sacos de habas me robas uno solo; el perjuicio mío es pequeño, pero no por eso es tu delito menor. Ese hombre de bien, respetado en el foro y los tribunales, al sacrificar a los dioses un buey o un puerco, prorrumpe en alta voz: «Padre Jano, Apolo»; y luego por lo bajo murmura esta súplica: «Hermosa Laverna, concédeme el don de engañar a todos, y que todos me tengan por probo y justificado; extiende las sombras de la noche sobre mis crímenes y una nube espesa sobre mis fraudes».
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¿Vale más o es más libre que un siervo el avaro que se baja a recoger un as clavado en el suelo? No, seguramente. El que ambiciona siempre teme, y el que teme nunca es libre. Quien se afana sin descanso por adquirir y acrecentar su fortuna es como el soldado que arroja las armas y abandona su puesto de honor. Pudiendo vender al cautivo, no le mates: conviértele en un útil servidor que apaciente tus ovejas, labre tus campos, trafique como mercader, desafíe las borrascas del mar y te acarree el trigo y las demás provisiones. El hombre recto y prudente osa decir: «Penteo, rey de Tebas, ¿a qué angustiosos y no merecidos suplicios puedes condenarme?». «Te quitaré los bienes, esto es, los rebaños, los campos, los muebles y el dinero». «No me importa». «Cargado de grillos y esposas te entregaré a un carcelero sin entrañas». «¡Bah! Júpiter si quiere romperá mis cadenas, o, lo que es igual, moriré, y la muerte pondrá término a mis sufrimientos».
XVII. A Esceva
Aunque seas, Esceva, tu mejor consejero y sepas de qué modo debes conducirte con los poderosos, oye las advertencias de un amigo, que a su vez las necesita para sí, lo cual es lo mismo que si un ciego quisiera guiar tus pasos. No obstante, reflexiona si hay en mis consejos algo que puedas hacer tuyo propio.
¿Eres amigo de la poltronería y de dormir a pierna suelta? ¿Te molesta el polvo y el estrépito de los carros y el bullicio de las tabernas? Pues retírate al pueblecillo de Ferento. La dicha no es solo patrimonio de los ricos, ni vive tan mal el que pasa sus días y acaba en la oscuridad. ¿Quieres servir a tus amigos y tratarte con regalo? Entonces llégate en ayunas a los que están hartos.
«Si Arístipo se contentase con comer un plato de verduras, no haría la corte a los príncipes». «Es verdad —contestó—; y, si supiese cortejar a los príncipes, no se hartaría de verduras el que me critica». ¿Cuál de estos pareceres encuentras más sensato? Como de menos edad, oye por qué doy la preferencia al dictamen de Arístipo; que, según fama, eludía así el mordaz sarcasmo de Diógenes: «Yo lisonjeo a los grandes por mi comodidad y provecho; tú, por ganar el aplauso de la plebe. ¿Cuál proceder es más noble y honrado? Yo prodigo mis obsequios para montar un generoso corcel y comer en espléndida mesa; tú sostienes que nada necesitas y mendigas un vil mendrugo, humillándote al que te lo da».
Todo cuadraba perfectamente a Arístipo, el traje, el estado y la hacienda, y, aunque aspiraba a mayores, sabía gozar lo presente; por el contrario, el cínico a quien la paciencia viste con sus andrajos me llenará de asombro si le veo mudar de costumbres. Aquel, sin aguardar el manto de púrpura, visita los lugares más frecuentados con cualquier traje, y con singular gracia representa el papel que le corresponde; este huye la clámide de púrpura, como se huye de un perro rabioso o de la ponzoña de una víbora, y será capaz de morirse de frío si le quitas sus harapos. Dáselos, pues, y que viva con su extravagancia.
Vencer en los combates y presentar a los ciudadanos los enemigos cautivos es una gloria divina que eleva al solio de Júpiter; no es pequeña honra el merecer los elogios de los héroes, porque no a todos los mortales fue dado arribar a Corinto. Quédese en su casa el que tema no llegar al término de la jornada, perfectamente; pero ¿y el que arribó merced a su esfuerzo? Esta y no otra es la cuestión. El uno juzga la carga superior a sus ánimos y bríos apocados; el otro la soporta con entereza en sus hombros; o la virtud es un nombre vano, o la honra y el galardón son debidos al que realiza memorables empresas.
Los que disimulan su pobreza ante el príncipe obtienen más que los que piden a todas horas. Hay gran diferencia de recibir con decoro a tomar descaradamente. Este es el principio; esta, la fuente de los bienes. «Mi hermana no tiene dote, mi madre gime en la miseria, mi propiedad ni es fácil de vender ni bastante a mantenerme» es lo mismo que decir: «Dame de que coma»; mas sobreviene otro y pide que se parta entre los dos la ración.
Si el cuervo supiese comer y callar, devoraría mejores presas sin irritar la envidia ni provocar competencias. El que acompaña a un magnate a Brindis o la deliciosa Sorrento y se queja de los baches del camino, del frío, de la lluvia, o se lamenta de que le han abierto el cofre y robado las provisiones, imita las astucias de la cortesana que finge con amargura haber perdido su collar o su cadena, logrando que nadie la crea al quejarse de dolores y daños verdaderos.
El caminante burlado una vez no se para en el cruce del camino a levantar a un fingido cojo, aunque jure por el santo Osiris y acompañe con lágrimas copiosas sus juramentos: «Creedme, no os engaño, socorred al desgraciado». «Llora a quien no te conozca», le contestarán los broncos gritos de los que pasan.
XVIII. A Lolio
Conozco bien tu carácter, ingenuo Lolio, y sé hasta qué punto aborreces la adulación. El amigo sincero dista del falso adulador tanto como la honesta matrona de la desvergonzada meretriz. Otro defecto contrario a este, y acaso mucho más reprensible, es la rudeza áspera y salvaje que, con la barba desaliñada y sucios los dientes, pretende ocupar el puesto de la noble franqueza y la virtud sincera, que vive por igual alejada de viciosos extremos.
El bufón del último lecho, harto inclinado a la bajeza, observa los gestos del rico patrono y recoge y celebra cuantos dichos se le caen de los labios, de tal modo que te imaginas verá un muchachuelo recitando la lección que le enseñó el severo maestro, o a un cómico de segunda fila que representa su papel. Otro, escudado en frívolas razones, arma camorra por un quítame esas pajas. «¿Qué, no se da crédito a mis palabras? Lo que digo es verdad, y lo sostendré con tesón, aunque me vaya en ello la vida». ¿Y de qué se disputa? De si el gladiador Cástor es más diestro que Dócilis, o si se llega más pronto a Brindis por la vía Apia o la Numicia.
El que se arruina por las mujeres o el juego; el que, desvanecido por una vanidad insensata, pretende llegar adonde sus rentas no alcanzan; el que sufre los tormentos de la sed y el hambre de oro; el que se avergüenza de su honrada pobreza y huye de ella como de la peste siempre será blanco de odio y de animadversión por parte de su opulento protector, aunque este tenga vicios diez veces mayores. Y, si no es víctima de su odio, lo será de su tiranía. El rico es como esas piadosas madres que quieren que sus hijas las aventajen en la prudencia y a la par en la virtud. Así dice al cliente con vislumbres de razón: «No intentes competir conmigo; mis riquezas me dan derecho a ciertas locuras; tus medios son harto reducidos, y debes vestir la toga con arreglo a tus haberes, renunciando a una emulación imposible».
Eutrapelo regalaba magníficos vestidos a los que quería jugar alguna mala pasada, discurriendo de esta suerte: «Cuando él se vea con tan flamantes trajes, formará nuevos proyectos, concebirá locas esperanzas, levantarase tarde, olvidará su obligación por las mujerzuelas, se llenará de deudas, y al cabo se verá convertido en un gladiador o llevará al mercado el rocín de un hortelano para ganarse el pan de cada día».
No intentes sondear nunca los secretos de tu amigo y, si te los confía, guárdalos, aun en medio de los delirios de la embriaguez o los arrebatos de la cólera. No defiendas tus inclinaciones y vituperes las suyas, y tampoco le fastidies con la lectura de tus poemas cuando quiera salir de caza. Así se entibió el cariño de los dos hermanos mellizos Anfión y Zeto, hasta que el primero dejó de pulsar la lira aborrecida por la displicencia del segundo. Como aquel cedió con docilidad a las costumbres rudas de su hermano, cede tú a las indicaciones de un amigo poderoso, y, siempre que saque al campo sus caballos cargados con las redes etolias y seguidos por la traílla de los perros, levántate de madrugada, renuncia al trato de las musas, y acompáñale más tarde en la cena, ganada a costa de sudor. La caza es una ocupación muy noble entre los romanos y muy útil a la salud y robustez del cuerpo, sobre todo para ti, que puedes adelantarte al perro en la carrera y vencer las fuerzas del jabalí.
Sabido es que nadie maneja con más soltura y agilidad las armas pesadas, y que tus luchas en el campo de Marte provocan entusiastas aclamaciones del pueblo. Todavía niño, soportaste los trabajos y corriste los peligros de la guerra cantábrica, bajo las órdenes del caudillo que acaba de arrancar nuestras enseñas de los templos de los partos y ahora sojuzga con sus armas victoriosas los últimos confines del orbe, y, en fin, para que no te retraigas con frívolas excusas, también sabemos, aunque tu conducta es siempre metódica y arreglada, que algunos días te entretienes en la granja de tu padre con una cuadrilla de jóvenes que representan la batalla de Accio. Las escuadras se dividen: tú gobiernas la una; tu hermano, la otra; y el lago se convierte en el mar Adriático, hasta que la victoria veloz corona la frente del caudillo vencedor. El que te vea aplaudir sus gustos aplaudirá igualmente los tuyos con entrambas manos.
Debo advertirte además, si necesitas mis advertencias, que pienses lo que vayas a decir de otro y sepas a quién lo dices, huyendo del preguntón que todo lo charla, pues sus orejas, siempre abiertas, no saben guardar el secreto confiado, y la palabra que una vez se pronuncia ya no puede ser recogida. Que ninguna sierva ni mancebo alguno te abrase las entrañas dentro del marmóreo palacio de un amigo respetable, no se imagine que hace tu felicidad con el regalo del gracioso mozo o la querida muchacha, o te llene de angustia negándose a tus antojos. Mira una y mil veces a quién recomiendas, no sea que cargues con la responsabilidad de las faltas ajenas; nos engañamos a menudo interesándonos por sujetos indignos; así, no te empeñes en la defensa del que por su culpa no merece tu favor, y resérvalo para el hombre de honradez acreditada a quien la calumnia persigue con encarnizamiento; que, si hoy se ve lacerado por el diente Teotino, mañana puedes verte en el mismo caso. Cuando la casa del vecino arde, está muy amenazada la tuya, y el incendio toma fuerzas mayores como no se acuda pronto a extinguirlo.
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El trato de los amigos poderosos es muy agradable a los que no conocen el mundo; los experimentados, al contrario, lo temen. Mientras tu nave bogue en alta mar, cuida que la mudanza del viento no la vuelva hacia atrás. El melancólico aborrece al alegre; el festivo, al triste; el vivo, al poltrón; y este, al ágil y diligente. El borracho que calienta a media noche su estómago con sendas copas de Falerno odia a quien rechaza el vaso que le brinda, por más que jure que le molestan los vapores del vino durante el sueño. No te muestres con el entrecejo fruncido; el modesto pasa a veces por un solapado, y el taciturno, por un áspero censor. Lee buenos libros, cultiva la amistad de los doctos, y pasarás tus días agradablemente, sin la vejación de tumultuosos deseos, sombríos temores y esperanzas irrealizables. Trata de inquirir si la virtud es un fruto de la ciencia o un don de la naturaleza, qué proceder alivia la carga de los cuidados, permitiéndonos vivir en paz con nosotros mismos, y si son las riquezas o los honores los principales agentes de nuestra felicidad, o si esta se tropieza mejor en los ocultos senderos de una vida silenciosa.
Respecto a mí, ¿sabes, amigo, lo que pienso y lo que pido a los dioses cuando me llego a la margen del helado Digencia, que riega el valle de Mandela, envidiable por su deleitosa frescura? Poseer lo que ahora poseo, y aun algo menos; vivir para mí los días que me quedan, si los númenes quieren que viva; tener a mano libros selectos y las provisiones indispensables a un año, para no fluctuar entre las esperanzas inciertas del futuro.
He aquí lo que se debe pedir a Júpiter, que da y quita los bienes a su voluntad. Deme la salud y algunos recursos, y yo sabré procurarme la paz del alma.
XIX. A Mecenas
Docto Mecenas, de creer al viejo Cratino, los versos escritos por un abstemio ni consiguen agradar a nadie ni vivir largo tiempo. Desde que Baco alistó entre Faunos y Silvanos las malas cabezas de los poetas, comenzaron las dulcísimas musas a oler a vino hasta de madrugada. Los elogios que Homero le tributa prueban que le gustaba; y el mismo Ennio, el primero de nuestros vates, nunca se puso a cantar las insignes proezas sin haber antes bebido de largo. La gente que no beba váyase al foro o al pozo de Libón, pues se prohíbe cantar a los melancólicos. Luego que di este decreto, se entregaron los poetas a la embriaguez noche y día. ¿Y qué? Porque alguno remede el mirar fosco, el pie descalzo y la toga mezquina de Catón, ¿nos dará el retrato de su virtud y austeras costumbres? La lengua de Yarbitas, émulo de Timágenes, se hizo pedazos al pretender la palma de ingenioso y elocuente que conquistó su rival. Nos engañan los modelos cuyos vicios se imitan con facilidad. Si yo palideciese, algunos beberían cominos por aparecer aún más pálidos.
¡Oh, rebaño servil de imitadores! ¡Cuántas veces vuestras bataholas me han encrespado la bilis o me han hecho prorrumpir en carcajadas! Yo fui el primero que tendí las alas por regiones sin explorar y me negué a poner los pies sobre huellas conocidas. El que tiene confianza en sus fuerzas, ese es el guía del enjambre. Antes que ninguno di a conocer al Lacio los yambos de Paros, imitando la medida y el vigor de Arquíloco, no los asuntos ni los términos tan funestos a Licambe; y no vayas a ornar mis sienes con una insignificante corona porque no alteré la disposición y estructura de sus versos. Safo, la varonil, y el valiente Alceo templan la aspereza de la musa de Arquíloco, aunque difieren en los asuntos y en la forma, pues ni persiguen a un suegro hasta aniquilarle a fuerza de ultrajes, ni echan un lazo al cuello de la mujer prometida con sus sarcasmos atroces.
Yo he popularizado entre los latinos los cantos de Alceo, empresa que nadie ensayó antes de mí; y me lisonjea ver que la originalidad de mis obras fija las miradas y la atención de los hombres libres, que no las sueltan de sus manos. ¿Deseas saber por qué el ingrato lector que se deleita a solas leyéndome en el retiro de su casa me censura en público con la mayor acrimonia? Te lo diré. Es que me repugna comprar los sufragios de la plebe versátil, dando opíparos festines o regalando mis vestidos viejos; y defensor y partidario de los escritores ilustres, no me gusta frecuentar las aulas y cátedras de los gramáticos. De aquí nace la enemiga. Cuando les aseguro que me infunde temor el recitar mis versos ante un concurso numeroso, por no estimarlos dignos de tanto honor ni dar importancia a mis bagatelas: «¡Bah! —me contestan—. Te burlas de nosotros; ya sabemos que los reservas para los oídos de Augusto, y que, enamorado de ti mismo, crees que solo tu ingenio mana la miel de la poesía». Al oír estas réplicas, dejo de abandonarme a mis burlas, por miedo de que me saquen los ojos con las uñas afiladas. «No me encuentro bien aquí», les digo, y solicito una tregua; porque a menudo las bromas engendran los altercados y la cólera, y esta a su vez trae las crueles enemistades y las guerras sangrientas.
XX. A su libro
Parece, libro mío, que miras con demasiada atención a Vertumno y Jano, como si quisieras, pulido por la piedra pómez, estar de venta en la tienda de los Sosias; te fastidia el vivir bajo llave y odias la oscuridad, tan agradable a la modestia. Sientes ser leído por pocos y anhelas el aplauso público. No son estas las aspiraciones que te infundí. ¡Eh!, marcha adonde deseas, pero ten en cuenta que, así que salgas de mis manos, la vuelta te será imposible. «Desgraciado de mí! —dirás—. ¿Qué hice? ¿Qué pretensión la mía?», cuando alguno te clave el diente.
Sabes también que, si el lector se cansa de tus versos, te enrollará con la mayor indiferencia. Y, pues no me ciega el enojo que me causas, oye el destino que te aguarda. En Roma serás festejado mientras ofrezcas el atractivo de la novedad; mas, en el momento que comiences a ver manoseadas tus páginas por el estólido vulgo, o servirás con tristeza de pasto a la polilla, o pasarás a Útica y a Lérida como envoltura de viles mercancías. Entonces tu padre, cuyos consejos desoíste, se burlará de ti y hará lo que aquel frenético que precipitó en la sima al asno que se negaba a obedecerle. ¿A qué tanto empeño por salvar al que busca su ruina? Aún te espera otra mayor desgracia: que los maestros viejos de los últimos arrabales te aprovechen para enseñar la lectura a los chicuelos.
Cuando al caer de la tarde logres reunir un círculo de oyentes que te presten atención, diles que soy hijo de un liberto, que gozo moderadas rentas y que me he atrevido a volar lejos de mi humilde nido, de modo que lo que me quites por el linaje me lo añadas por el mérito personal; diles que he sabido agradar a los principales personajes de la ciudad, tanto guerreros como políticos; que soy rechoncho de cuerpo, cano antes de tiempo, sufrido para el calor, pronto en el enojo, pero fácil en aplacarme; y, si por acaso te preguntan mi edad, diles que cumplí los cuarenta y cuatro el año en que Lolio tuvo a Lépido por colega en el consulado.
«Libro primero de las epístolas de Horacio» es un contenido de Paco Álvarez publicado en ACADEMIALATIN.com